Vista general del santuario de Apolo en Delfos. Foto: Mario Agudo Villanueva

 

Un diccionario de marketing digital que te sale en cuanto pinchas en la pantalla tiene una entrada que se llama ¿Qué es un influencer? Con la siguiente respuesta: “Un influencer es una persona que cuenta con cierta credibilidad sobre un tema concreto, y por su presencia e influencia en redes sociales puede llegar a convertirse en un prescriptor interesante para una marca”. No se puede decir más con menos palabras. Fijémonos ahora en una, prescripción, habitual en la medicina: cuando el galeno nos prescribe un medicamento, lo que está haciendo es profetizar que, si lo tomamos, nos vamos a curar. Y si de ordinario el paciente sigue esa recomendación/vaticinio es porque el doctor le merece credibilidad. Cosa distinta es si el tal prescriptor actúa de manera desinteresada, como se le presupone, o no, porque ya se sabe que los arcángeles no forman parte de la especie humana y, guste o no, los comisionistas sí. En definitiva, estamos ante un intermediario -por fea que suene la palabra, aunque si empleamos el inglés broker parece más bonito- entre la oferta y la demanda, cuyo oficio tiene el efecto -o aspira a ello- de estimular a la segunda en beneficio de la primera.

Vaticinio, augurio o como se quiera llamar: mucha gente se dedica a ello y, en efecto, todo depende del crédito que el receptor del mensaje quiera, libre y espontáneamente, depositar en el emisor. Dicho de otra manera: quien dispensa el título de influencer es el influido, como sólo el discípulo puede decir a quién reconoce como maestro. Son medallas que, a diferencia de los títulos nobiliarios, se otorgan de abajo arriba.

El progreso de la ciencia ha hecho que haya materias en las que, pese a estar en la era de la incertidumbre, tan arriesgado oficio ha ido ganando enteros. El ejemplo más a mano es el de los meteorólogos, cuyos pronósticos a cinco días se han acreditado fiables en un noventa por ciento, que se dice pronto. Y en el sistema financiero, cuyos éxitos están, por desgracia, mucho menos contrastados, habría que recordar, en el mundo de los precios de la energía, los mercados de futuros, cuyos expertos tienden a empezar curándose en salud o, como se dice en lenguaje castizo, no mojándose (si la guerra de Ucrania termina, sucederá A; si por el contrario sigue, lo que sucederá es B). En otras ocasiones el vaticinio sigue existiendo, aunque se ponga en primer lugar: cuando las agencias de rating le ponen nota a un deudor -en los Estados, la famosa prima de riesgo-, lo que están haciendo es un juicio de probabilidades sobre su capacidad real de devolución. Y, en el fondo, lo mismo sucede cada vez que un Banco presta dinero a alguien para comprarse un inmueble y exige una garantía hipotecaria, sustentada a su vez en una tasación del bien. Todo se basa en augurios: el dinero que se piensa que va a ganar el receptor y también, para el caso de impago y ejecutiva, el valor del correspondiente piso. Pero sucede que las dos cosas, en teoría muy profesionalizadas, pueden fallar, como se demostró en las crisis de las Cajas de Ahorros de hace quince años, crisis que nos obligaron a todos  -no sólo los españoles- a rascarnos el bolsillo para acudir a su rescate. Vaya unos expertos teníamos.

 

David Hernández de la Fuente

 

En este repaso por figuras de nuestra era (repaso, por supuesto, carente de toda pretensión agotadora) no puede faltar la referencia a los cálculos actuariales en los que se basa el trabajo de las entidades aseguradoras, aunque ahí la incertidumbre está minorada porque el riesgo, y luego el siniestro, no es individual -y si lo es, como sucede en los conductores que infringen las leyes de tráfico de manera recalcitrante, se les obliga a pagar una prima-, sino que se basa en la estadística, donde los factores aleatorios se encuentran obviamente mitigados por la ley de los grandes números.

David Hernández de la Fuente es uno de los (muchos) lujos de la Universidad Complutense, hasta el punto de que, si -aun siendo español- trabajase en un centro de enseñanza de otro país, ya habría merecido hace tiempo el Premio Príncipe de Asturias. Dos virtudes adornan su trabajo. La primera es su enorme capacidad para la divulgación de las materias más abstrusas, capacidad infrecuente entre nosotros (y muchas veces denostada: cuando de un estudioso se afirma que es un divulgador es porque no se tiene nada peor que decir, porque resulta casi más grave incluso que calificar a alguien como un intermediario). Y la segunda de sus habilidades es su capacidad congénita para enganchar el pasado con el presente, en el sentido de que, cuando explica lo de ayer, lo hace señalando de manera explícita lo que de ello sobrevive hoy y nos sirve para orientarnos.

El libro que estamos comentando lleva por título Oráculos griegos y en la contraportada se recogen lo que son esos dos méritos habituales del autor: “proporcionar una introducción general al tema válido para no especialistas” y ofrecer “una completa panorámica de un fenómeno que durante más de mil años desempeñó funciones de importancia capital en la Grecia antigua, sirviendo de alivio a inquietudes similares a las que asaltan al hombre de hoy en día, desde la toma de decisiones (o la justificación de las mismas) en el caso de los políticos, a la incertidumbre acerca de asuntos de salud en el de los particulares”. No en vano, el Prólogo se llama precisamente así: “Los oráculos griegos y el hombre de hoy”.

 

Templo de Apolo en Dídima

 

Aparte de esa introducción, el libro cuenta con tres partes. La Primera (“Orígenes y formas de la adivinación en la Antigüedad”), páginas 23 a 88, cuenta con un punto inicial sobre “El arte de Apolo: los orígenes de la adivinación” y luego entra en la diferencia entre la adivinación inspirada (“El don de Casandra”) la interpretada (“El don de Héleno”).

La Segunda Parte (“Funciones de los oráculos griegos”), páginas 89 y 195, también está dividida en tres partes, cuyos títulos no pueden ser más expresivos por sí mismos: “La adivinación como ideología: mito, literatura y pensamiento”; “La adivinación y la religión: rito e identidad cultural”; y “La adivinación en la sociedad y la política”. Relevante por cierto la referencia al mito y al rito.

En fin, la Tercera (“Oráculos del mundo griego”), páginas 197 a 267, emplea la palabra en su sentido geográfico: el lugar donde se realizaban los vaticinios, el templo, para entendernos. No es raro que Delfos tenga el protagonismo, aunque sin llegar al monopolio.

El Epílogo (“El crepúsculo de los oráculos”), páginas 268 a 277, advierte de que “su explicación requeriría otro libro, pues entran en la esfera de las grandes transformaciones del mundo antiguo entre el siglo III a.C. y los comienzos de nuestra era”, cuando el helenismo se integra en el imperio romano. Se mencionan dos grupos de causas: a) “La crisis de la ciudad-estado y la aparición de nuevas formas de gobierno, extensos reinos e imperios, en una concepción muy diferente del poder”. Y, también, factores religiosos e ideológicos que acentúan la crisis de la religión y los santuarios tradicionales. Algunos de ellos son el imparable éxito de los misterios, las escuelas filosóficas contrarias a los oráculos (como el cinismo, el epicureísmo, cierto estoicismo, etc.), la proliferación de cultos orientales (Mitra, Isis y otros), etc.”.

 

Vista del yacimiento de Dodona desde el teatro

 

El volumen lo completa una relación de bibliografía, que pone de relieve lo mucho que sobre estos temas se ha estudiado en los últimos tiempos, y un índice analítico, que en buena medida es un índice de los nombres propios (sobre todo, de los protagonistas de aquella cultura, humanos o divinos o mitad y mitad: Homero es una constante, o, si se quiere, el trending topic, junto con Apolo y, claro está, Tiresias), lo que por cierto se agradece mucho. Divulgar no significa hacer abstracción de nombres, por tedioso que resulte al lector tenerlos que ir anotando si los quiere retener en la cabeza.

¿Ideas a destacar? Muchas. Para empezar, que todo el tinglado se montaba sobre la idea de la necesidad de la intermediación de alguien entre los hombres y los dioses, cosa que luego recogió el cristianismo y más aún la Iglesia Católica. Cabe recordar, y el autor lo explica bien, que la palabra oráculo tenía en Grecia tres acepciones, que hoy conocemos respectivamente como templo -ya se ha dicho-, tal intermediario y también mensaje, o sea, profecía.

También está el hecho de que los vaticinadores, para curarse en salud, se expresaban en términos por así decir oscuros o al menos metafóricos: la manera más segura de no equivocarse. Pero la voluntad de embaucar sólo se entiende si se prestaba el embaucado: “también era ambivalente la actitud con que se acercaban los antiguos a sus oráculos, tratando de obtener los mejores vaticinios del día en una empresa pública o privada mediante la formulación más apropiada y cuidadosa de las preguntas”. En la metalizada vida moderna todos estamos al cabo de la calle de que los consultores están dispuestos a decir que sí a lo que sus clientes les echen, pero sabiendo (todos) que hay que ayudar a la hora de la confección del relato y omitir aquello que pudiera no ayudar al happy end. Bien se conoce que el que pregunta suele tener tomada su decisión, a la que busca un respaldo. Y, como poco, lo que plantea es una suerte de transacción.

 

Vía de los leones de Delos

 

Es un hecho inconcluso que este tipo de actividades da lugar a una industria. En página 156, el autor sostiene que “el mito del mercante cretense que Apolo en forma de Delfos desvió de su ruta comercial a Pilos, llevándolo hasta Ciora, el puerto de Crisa, ilustra bien la relación entre Creta y Delfos”. Y es que estas cosas tan metafísicas -encarnadas en gente mística y que vive en permanente éxtasis- tienden fatalmente a girar sobre sí mismas para devenir algo tan prosaico como lo es todo lo contante y sonante (y por supuesto, mensurable). En aquella época, hace más de dos mil años, ya había existido Pitágoras, pero las matemáticas tardaron mucho, hasta Galileo y Newton, en convertirse en el lenguaje de la ciencia. A la Iglesia Católica la posmodernidad le ha sorprendido con el pie cambiado. Pero cabe preguntarse si, aparte de la tabla Excel, que hoy es la fuente de la sabiduría y de la vida -como si hubiese sido entregada al mismísimo Moisés en el Sinaí- y que por supuesto era ignorada por los de Delfos, las cosas han mutado tanto. La lectura del libro de David Hernández de la Fuente demuestra que no y que, palabras aparte, hay muchos elementos de continuidad. Como se ha dicho en algunas ocasiones, a veces con tono de denuncia, no hay más historia que la historia contemporánea, o sea, la que se hace pensando en el lector de hoy y (a veces: no es el caso de nuestro autor) para incidir en sus concretas opiniones políticas. El reciente (y estrechísimo de miras) debate español sobre la Ley de memoria democrática puede servir de muestra de las variantes menos edificantes de esa patología.

En el fondo, la conclusión que de la lectura del libro se obtiene es que termina uno de caerse del guindo, si es que no lo había hecho ya: todo consiste, así ayer como hoy, en convencer al personal de que, hechas las sumas y las restas (para lo cual hace falta entrar en los pliegues más profundos de la psique humana), ser objeto de impostura les acaba trayendo cuenta. Es una pena que la farmacovigilancia no se extienda a los placebos, porque seguro que se demostraría que, a la hora de curar enfermedades, son realmente eficaces. Y es que, puestos a simplificar, podría también afirmarse que no hay más historia que la historia de las mentalidades, sean explícitamente religiosas o no. Lo que en ningún momento falta son los intermediarios a los que se reconocen cualidades excepcionales y el carácter ritualizado de su proceder.

Bien señaló Carl Schmitt -en 1922, hace justo cien años- que muchos conceptos políticos (por ejemplo, la omnipotencia que se predica del legislador democrático) no son sino proyección de conceptos teológicos secularizados. Ahora descubrimos que el marketing bebe de la misma fuente e incluso remontándose más arriba, hasta los griegos.

Plus ça change, plus c’est la même chose.

 

 

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