Una de las primeras cosas que hice una vez comenzó el confinamiento debido a la pandemia de corona virus, me gusta más este nombre que el de COVID 19 que me recuerda a algún acontecimiento de tipo deportivo, fue pensar qué libros podría releer, despues de tantas lecturas obligadas por el oficio de reseñista, y después de divagar por las estanterías y reservarme Moby Dick, Los novios y alguna que otra cosa circunstancial, léase El año de la peste, puse en la mesa con cuidado meticuloso, debido a que el libro ha pasado de ser una novela a un códice místico gracias a la labor de críticos y académicos, puse, digo, el Finnegans Wake, narración que tiene fama de ininteligible y que yo, especialista en literaturas de legendarias fama de ardua pesadez, véase La muerte de Virgilio, El hombre sin atributos, Sueño en el pabellón rojo…, retomo de vez en cuando, sobre todo cuando me encuentro en momentos que arrollan, debido a que te han cogido por sorpresa, la arrullante, palabra que no existe pero que me invento debido a influencia joyciana y que evidentemente viene de arrullar, vida cotidiana.
Yo, al modo de don Pablo, el alcalde de Villar del Río, ese pueblo castellano transmutado en andaluz en la película, Bienvenido Mister Marshall y que interpretó como si tal cosa José Isbert, con esa voz que sólo podía salir de cara tan rinoceróntica, les digo que llegados a este punto les debo una explicación. Me he dado cuenta de que cuando me tengo que enfrentar a algún acontecimiento que es trascendental en mi vida recurro a libros famosos por ser lecturas arduas. Cuando me llamaron a filas me llevé los Cantos de Ezra Pound y Michi Panero y yo nos regalamos con algún que otro verso del bardo norteamericano acurrucados detrás de un raquítico arbol que nos protegía de la canícula en el CIR Número 1 de Colmenar. Cuando, muchos años después, me operaron de urgencia debido a una infección, no se me ocurrió otra cosa que llevarme para pasar el postoperatorio que el Finnegans Wake. Tengo que decir que debido a los antibióticos, a la comida falta de todo sabor del hospital y la debilidad generalizada, comencé a entender el libro, un libro que se me resistía cuando gozaba de plena salud debido precisamente a ello, es decir, porque estaba como pez en el agua gozando del bendito estado de vigilia.
Cuando salí del hospital, muy ufano, guardé el libro, que poseo en su original inglés, en la traducción española de Víctor Pozanco, en la que hizo para una edición argentina, Marcelo Zabaloy y una edición francesa hermosa pero que debido a la semejanza que esa lengua tiene con las estatuas clásicas, esa prosodia tan pulida, caí en la cuenta tarde que era la que más se alejaba del original joyciano debido a lo cual la tengo catalogada como una rareza filológica, y me dispuse a leer novedades porque uno se dedica al oficio de reseñar y cuando tenía tiempo para leer obras clásicas no tenía tiempo para volver al Finnegans Wake... evidentemente.
Pero ahora, con el confinamiento, he vuelto al libro y me ha dado la sensación de que comenzaba a entenderlo, si es que esa palabra se puede emplear con semejante obra. Anthony Burgess era un gran defensor del Finnegans y lo comentó y dijo de él que era una de las obras más divertidas que le había sido dado leer. Creo que en el caso de Burgess la afición se explica porque era un reputado filólogo, amén de músico y novelista, y un reputado bebedor y estaba en condiciones, por todas estas cualidades, en entender, más o menos, el texto joyciano, tanto que hizo una edición abreviada del libro. Otro escritor que parece haber entendido el libro fue Julián Ríos, que tardó tantos años como Joyce en escribir Larva, libro que bien puede considerarse el Finnegans de nuestra lengua y digo esto sin segundas porque siendo textos tan ininteligibles ha adquirido como el libro del irlandés fama de códice exotérico, y nos ha dejado páginas sobre el Finnegans agradables y lucidas aunque sin llegar a las que dedicó a Ulises.También Samuel Beckett, claro, pero si nos metemos en esto necesitaríamos otro artículo que prometo hacer algún día, no en este momento, que sólo añadiría confusión babeliana, que es de lo que se trata.
Después de tres semanas de confinamiento y de pasar momentos de risas y torturas con el libro de maras vuelvo a las andadas: creo que el único modo de entender el libro es leerlo y dejar tiempo a que alguna vez el lector lo sueñe. No hay otro modo de entenderlo porque es un libro anti-vigilia y oyce, un genio de la lengua, al modo de Shakespeare, logró plasmar el sueño de un escritor aliado al sueño de un albañil aliado al sueño de Irlanda aliado al sueño de la Historia transmutada en pesadilla y, por si fuera poco, en estructura circular, como imaginaba la Historia Gianbattista Vico.
Por tanto, como se que a ustedes les pasa lo mismo que a mí, es decir, están confinados debido a esta pandemia les recomiendo que si tienen el Finnegans le echen un vistazo pero no se inmiscuyan mucho en él porque en tiempos tan angustiosos no conviene soñar con cometer actos incestuosos con la propia lengua que uno habla. Lean otra cosa, algo que les afine la vigilia y les potencie la visión ante las cosas.
Otro día, si me atrevo, les contaré en que circunstancias leí El hombre sin atributos.