Detalle del cuadro Don Sebastián. Alonso Sánchez Coello (1580) Museo del Prado
El libro (páginas 109 a 210) reproduce el texto de 1683 de Juan Antonio Tarazona, en Xerez, como se decía entonces. Y, en concreto, en la edición de 1785 –o sea, un siglo largo más tarde- que realizó Pantaleón Aznar y que se conserva en la Biblioteca de Andalucía. Pero lo más importante y novedoso está en la primera parte, hasta la página 107, que recoge lo que se presenta como “Introducción” –nombre que se queda corto, como se verá luego- y que ha sido elaborada por José López Romero, Catedrático de Lengua y Literatura del I.E.S. Padre Luis Coloma de la ciudad que hoy conocemos como Jerez.
Antes de nada, conviene recordar brevemente los hechos reales. Carlos V (de Alemania y I de España) se desposó con María de Portugal, hija mayor del inolvidable Manuel I, “El afortunado” (1469-1521). De Carlos e Isabel nacieron nuestro Felipe II y también Juana de Austria, que a su vez se casó con su primo Juan Manuel de Portugal y procrearon a Sebastián, nacido en 1554, que en seguida se mostró belicoso –al cabo, nieto de Carlos V- hasta el grado de la temeridad. En 1578 (o sea, con veinticuatro años) tuvo la ocurrencia de conquistar el Norte de África y se enzarzó en una batalla en Alcázarquivia (hoy, para entendernos, provincia de Larache y región de Tánger-Tetuán-Alhucemas), donde se dejó la vida, aunque el cadáver nunca fuese encontrado.
El trono de Portugal pasó a Enrique I (“El piadoso”, “El casto” o “El cardenal”, apelativos que no auguraban precisamente dotes para la reproducción), aunque sólo por dos años, hasta 1580. Y la vacante dio lugar a la contienda que resulta conocida y que terminó ganando nuestro Felipe II –tío carnal de Sebastián: hermano de su madre-, que pasó a ser Felipe I de Portugal. La unión ibérica duró sesenta años, hasta 1640, con su nieto Felipe IV (por la misma regla de tres, III de Portugal).
Pero lo cierto es que las circunstancias de la muerte de Sebastián I, tan joven, constituyeron el caldo de cultivo de la leyenda de que seguía vivo: el sebastianismo, toda una línea de pensamiento y combate, de algún modo emparentada con la que, muchos años antes, mantuvo que el emperador alemán Federico I Hohenstaufen, Barbarroja, no había fallecido en el río Saleph en 1190. El sebastianismo dio lugar a que varias personas afirmaran ser Sebastián –o sea, que no había muerto en Alcazarquivir-, tales como:
– El llamado “Rey de Penamacor”, que se manifestó en Alcobaça en 1584. O sea, apenas seis años más tarde. Que se sepa, terminó sus días en la Armada Invencible.
– Mateu Alvares, que llegó a reclutar un pequeño séquito e incluso organizó un ejército de guerrilleros. Fue decapitado en Lisboa en 1585.
– El calabrés Marco Julio Catizone, que apechugó con sus pecados hasta acabar ahorcado.
– Y en cuarto lugar y sobre todo, Don Gabriel de Espinosa, que desde 1594 ejercía el oficio de pastelero en Madrigal de las Altas Torres (hoy, provincia de Ávila), donde coincidió –la clave de todo- con Ana de Austria, monja, hija de Don Juan de Austria (hermanastro de Felipe II y héroe de Lepanto) y por tanto sobrina del propio Felipe II. Y también con un personaje escurridizo como Fray Miguel de los Santos, agustino portugués y vicario del Convento de Nuestra Señora de Gracia la Real. La conspiración de los tres fue entendida como delictiva y dio lugar a un juicio, en el que el pastelero fue condenado a muerte, como también el monje. La ejecución del primero se realizó en la horca el 1 de agosto del mismo 1595. La del fraile tuvo lugar poco después, el 19 de octubre, todavía, por supuesto, en vida de Felipe II –al parecer, no ajeno a las deliberaciones del órgano judicial-, que se extendería, como es notorio, hasta el 13 de septiembre de 1598. Le sucedió su hijo Felipe III, que, bajo la privanza del Duque de Lerma, tuvo la ocurrencia de declarar secreta la documentación.
Las consecuencias las podemos imaginar, porque basta querer tapar una cosa para que los rumores se disparen y todos se hagan lenguas. De ahí precisamente el impreso de Xerez de 1683 que ahora se reproduce –en teoría, recogiendo el testimonio de un anónimo asistente al juicio de 1595- y las mil otras cosas –con uno u otro espíritu de veracidad histórica- que han venido después y se encuentran referenciadas en la Introducción –por algo se dijo más arriba que era mucho más que eso- de José López Romero. Sin ánimo agotador:
– El drama cómico “El pastelero de Madrigal de un ingenio de esta Corte”, atribuido a Jerónimo de Cuéllar (1622-1666) o a José de Cañizares (1676-1750).
– La novela “El pastelero de Madrigal o el Rey fingido”, de José Quevedo.
– “Ni rey ni roque”, de Patricio de la Escosura (1835).
– “Traidor, inconfeso y mártir”, de José Zorrilla (1849).
– Sobre todo, “El pastelero de Madrigal”, de Manuel Fernández y González (1821-1888).
Y eso sin contar con “Los impostores”, de Francisco Ayala (incluido en su libro “Los usurpadores”). Y, ya más modernamente, “La hija de Don Juan de Austria”, de 1973, de Mercedes Fórmica (con prólogo de Julio Caro Baroja: ¡ahí es nada!), y “Las dos muertes del rey don Sebastián” de 1995, de María Remedios Casamar: dos estudios concienzudos –sin ningún espacio para la ficción- y de los que puede decirse que han terminado de poner los puntos sobre las íes.
Los últimos años del Rey Prudente fueron pródigos en fake news. Baste recordar que fue también en 1595 –o sea, de inmediato después de la rebelión de los Alpujarras- cuando aparecieron en Granada los llamados Plomos o Libros Plúmbeos del Sacromonte, que, según los estudiosos más ecuánimes, constituyeron un embauque de tomo y lomo. El propio Julio Caro Baroja concluyó su estudio declarando que “en el famoso asunto de los plomos del Sacro Monte intervinieron moriscos conocedores del idioma árabe, que demostraban tener unas fuertes convicciones cristianas, al menos exteriormente, y los escritos apócrifos que componen el núcleo central de la falsificación parecen responder –en parte- a un intento de aproximar ciertos elementos de la Tradición islámica a la fe cristiana”. Pero que los plomos fuesen falsos no significa que no acabaran produciendo consecuencias reales –entre otras cosas, que el Monte de Valparaíso pasase a llamarse Sacro Monte, como hoy lo conocemos-, según puso de manifiesto Ignacio Gómez de Liaño en un libro de 1975 que, por cierto, está a punto de ser reeditado. Y es que no es nuevo que la línea que divide la verdad y la mentira (lo teóricamente transcendente y lo inocuo) resulte tan porosa e intelectualmente inasible.
El sebastianismo –volvamos a él, que constituye nuestro objeto mayor- es el origen por así decir del irredentismo portugués, o si se quiere la ideología que se opone a ser anexionado por su vecino ibérico, que somos nosotros. El manuscrito de Xerez de 1683 es, en esencia, un relato –detalladísimo: diecisiete capítulos, nada menos- del proceso judicial de 1595, que recoge las declaraciones de todos los encausados, incluyendo los de Ana de Austria, que por cierto no sólo no se vio condenada sino que terminó ascendiendo a la categoría de Abadesa de las Huelgas, en Burgos, hasta su muerte en 1629. Una monja por cierto muy curiosa y a la que, para decirlo con pocas palabras, los hábitos le resultaban un engorro. Que la colección donde se publica este libro se llame “Vidas pintorescas” le conviene a ella tanto como al mismísimo pastelero de Madrigal, el citado Espinosa, del que todos afirman, por cierto, que presentaba con Sebastián un sorprendente parecido físico. Ahí estuvo la causa última de que se dejara embaucar por el agustino, verdadero cerebro de la conspiración, según hoy debe tenerse por acreditado.
Hay que agradecer a José López Romero que haya vuelto a poner sobre la mesa el escrito de 1683 (sea o no cierto que recoge el testimonio de uno que asistió al juicio de 1595, o sea, casi un siglo antes). Y que haya elaborado la muy seria Introducción que precede al nuevo libro. Y, en fin, a la Editorial –en última instancia, Renacimiento, nada más y nada menos- que se ha embarcado en el empeño. Los lectores hemos aprendido (van a aprender, si es que aún no se han animado) muchísimo.