Algo divertido del lenguaje, aunque desconcertante, es vaciar una palabra de su significado. Desprovista de todo excepto de su forma –su imagen, su sonido–, podemos reconstruirla con una dimensión diferente antes de ponerla de nuevo en circulación. Una manera infalible de ejercitarse en esto es tratar de explicar un término que desborda cualquier búsqueda de sinónimos, de traducciones. Por ejemplo, la palabra italiana sprezzatura. ¿Cómo transmitir lo que significa a alguien que no la conozca?

La injustamente poco recordada autora italiana Cristina Campo (Bolonia, 1923 – Roma, 1977) dedica las páginas de un breve ensayo a reconstruir una palabra tan compleja y sutil, tan cargada e inasible como esa sprezzatura. Algo que bien podría definir su estilo. Este texto, «Con leves manos», está incluido en el libro Los imperdonables, un conjunto de ensayos que por fin son recuperados en nuestro país gracias a la editorial Siruela y traducidos al castellano por M.ª Ángeles Cabré (y por María Zambrano en uno de los casos).

En el prólogo, Victoria Cirlot explica cómo esta obra póstuma llegó a su forma final tras varias tentativas de reunión de textos en diferentes combinaciones, con una primera versión escogida por la propia Campo y publicada en 1962 bajo el título Fiaba e misterio, e altre note. También cuenta cómo la autora insistía en la coherencia interna de este libro comparándolo con la música o la pintura: «Quisiera que en realidad no se tratara de un libro de ensayos, sino de un solo discurso en diversos tiempos, como una serie de piezas musicales en las que siempre vuelven los mismos temas y también las mismas palabras» o «una camera picta con los mismos paisajes y personajes vistos sucesiva y circularmente».

Es cierto ese variado estribillo que da unidad a las piezas, a pesar de su aparente divergencia en algunas ocasiones. Los imperdonables está vertebrado casi en su totalidad por la fábula y todo lo que la concierne, escritura que a Cristina Campo se le antoja «una aguja de oro, suspendida en un norte oscilante, imponderable, siempre diversamente inclinada como el palo mayor de un barco en un mar agitado», y añade: «cuando un escritor toca el género de la fábula da casi siempre lo mejor de su lengua, como si al contacto con símbolos que son al mismo tiempo tan particulares y tan universales la palabra no pudiera destilar sino su sabor más puro (de modo que bastaría un fabulario clásico para que a un niño se le abriera a la vez tanto el atlas de la vida como el de la palabra)». Estos pasajes, de hecho, aparecen repetidos en dos ensayos diferentes.

 

Cristina Campo

 

Además de la fábula, otros temas del interés de la autora son el destino y la vocación, el misterio, la importancia de los nombres, la presencia de lo inmenso en lo pequeño, la renuncia, los gestos, la verdad y la poesía. En relación con esta última, es inevitable mencionar la presencia de su amigo William Carlos Williams, en torno a cuya obra escribe una de las piezas (con una curiosa crítica «al culto que totémico que le dedica (…) la secta de los hípsteres»), y que también encontramos, como Francis Bacon, Anna Pávlova, Marianne Moore o Gottfriend Benn, en el ensayo que le da título al conjunto. Es este uno de los escritos más bellos del libro (quizá con «Atención y poesía» y «Parque de ciervos» que, curiosamente, no le gustaba ya a su autora por sentirlo lejano), en el que reflexiona sobre el estilo en la escritura, la perfección, la crítica literaria y la belleza.

Cada título expone varias ideas a través de una prosa tallada al milímetro, brillante, que sin embargo a veces se enreda en una espiral de la que cuesta salir con lucidez o conclusiones. Campo maneja un amplio conocimiento de la mística, de la tradición bíblica y de la literatura, lo que le permite reflexionar sobre todo ello despojada de un interés académico y sí más ligado a lo vital. Su escritura se apoya en innumerables citas para pensar y argumentar el mundo que transmite, dándole una gran profundidad al contenido.

El resultado, sumado a las palabras preliminares de Cirlot, es un volumen sólido y unitario en sus contenidos. Poco feliz es, en cambio, un segundo prólogo que precede a la edición original y que en esta se reproduce, redactado por su amigo Guido Ceronetti. Con él y otros –Pietro Citati, María Zambrano, Ramón Gaya, Roberto Calasso…–, Cristina Campo compartía un cenáculo que se reunía para hablar sobre cultura. Ceronetti, creyendo ser magníficamente elogioso, comenta que «existen las escritoras; ya sean libres, guapas y feas, aburridas y agudas, desenfadadas, documentadas, todas ellas modernas, ambiciosas, nunca ociosas, pero es una suerte: cuanto menos escritoras son y más escritores, más valen. (…) Extraña sorpresa producen estos escritores nacidos mujer: lo que se nos antojaba como un engendro de escritor se revela una mujer travestida, alguien que ha sufrido para cruzar la frontera».

Y restituyendo entonces los significados, ¿qué es la sprezzatura? Arte, franqueza, soltura, sabiduría imprudente y prudencia atrevida, un uso soberano del lenguaje… Dice Cristina Campo que su concepto es «toda una actitud moral que, como la palabra, necesita de un contexto casi perdido en el mundo de hoy y que, como esta, corre el riesgo de acabar desapareciendo». No lo hará si la leemos a ella.

 

 

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