A estas alturas no hará falta extenderse mucho para defender la tesis de que los pensadores que se dedican a la divulgación no sólo no están cometiendo ninguna afrenta -escribir cosas soporíferas e ininteligibles no forma parte de las obligaciones de nadie, ni tan siquiera de los jueces- sino que merecen un monumento, porque permiten a los profanos acceder a saberes que de otra suerte nos estarían vedados. Y tampoco resultará necesario poner de relieve que, lejos de tratarse de un arte reservado a los anglosajones, en España contamos con muchos y buenísimos divulgadores. Algún día los filósofos tendrían que reconocérselo a Fernando Savater, los científicos a José Manuel Sánchez Ron o los historiadores de Grecia a Carlos García Gual y a David Hernández de la Fuente. Todos ellos además gente mediática -palabra, ahora de origen francés, que en su día también nació con un sesgo poco elogioso-, en el sentido de que trabajan para los medios, tarea por cierto que obliga a un esfuerzo adicional y para el que la Universidad no enseña: encajar un pensamiento completo, a fuerza de martillazos, en una columna de 300 palabras o 500, por decir algo.
Y eso, dando por supuesto que la generalidad sabe en lo que estamos pensando cuando hablamos de divulgación, en el sentido convencional de obra que sintetiza el status quaestionis de la ciencia en un determinado momento -una foto, para entendernos, porque el público no está para debates- y no da el paso de innovar nada, tarea en principio reservada -ahora sí- a los trabajos destinados a los del oficio. Pero todo vuelve a entrar en el terreno de lo discutible: ¿cómo clasificamos a Elvira Roca y su Imperiofobia? ¿Ponemos sólo el foco en la espectacular cifra de ventas? ¿O, por el contrario, le damos cancha al dato de que ha representado una ruptura absoluta con las aguas, hasta ahora pacíficas, de pensar que nosotrosestamos condenados a ser siempre peores que ellos? ¿Quién es el sumo sacerdote que decide en materia de contenidos? ¿Cabe apelación contra su sentencia? ¿Quién la resuelve? ¿En base a qué criterios? ¿Cómo se define el “lector común” que reivindicó Virginia Woolf? ¿Con qué concretas razones, aparte de su propia intuición, los administradores de la Biblioteca de Alejandría a partir de Ptolomeo III ponían los libros en la casa principal o los enviaban a la nueva y menor?
La filología tuvo en eso un pionero -un visionario, si se prefiere- que fue Fernando Lázaro Carreter, cuyos artículos de “El dardo en la palabra”, primero en ABC y más tarde en El País, tuvieron la singularidad de poner en la diana al periodismo deportivo, al que, al tiempo que criticaban sus modos de expresarse, auparon a la categoría -al menos, en lo sociológico- de género literario. Pues bien, en esa línea está Lola Pons Rodríguez (con ese nombre de pila, no Dolores ni María Dolores), Catedrática de Lengua Española de la Universidad de Sevilla -con docencia por cierto todavía en el edificio de la vieja Fábrica de Tabacos, tan relevante en nuestra cultura-, autora del libro que da lugar a esta reseña. Se trata de un conjunto de trabajos pequeños -más de la centena- que, como se explica en la Introducción (“muy muy emotiva”) plantean “una forma distinta de explicar a la sociedad la historia de la lengua que hablaban, conocían o explicaban”. La obra ha merecido muchos comentarios (y aplausos), tanto en revistas especializadas como en medios de los que se llaman generalistas.
Los trabajos se agrupan de la siguiente manera, para indicarlo en boca de la propia autora:
– Sonidos y letras, páginas 23 a 83: “De la A la Z, las formas de decir el español de una punta a otra del mundo: saboreamos los sonidos del español y nos fijamos en la forma que tenemos y hemos tenido de escribirlo”.
– Las estructuras, páginas 85 a 123: “Los sonidos hacen palabras y las palabras se juntan en estructuras: una mirada a la forma en que se relacionan las palabras, con quiénes se hermanan, con quiénes no se juntan y cómo la gramática enseña estas conexiones”.
– Palabras, palabras, palabras, páginas 125 a 182: “Las que decimos y las que no decimos ya: una singladura por las palabras españolas que han venido de lejos de España, un vistazo a las que hemos perdido y muchos, variados, múltiples, diversos, numerosos ejemplos de la riqueza léxica en la historia del español”.
– Los textos, páginas 183 a 212: “De los primeros que se equivocaron escribiendo castellano cuando querían escribir latín, a las tempranas muestras de literatura en la nueva lengua, las andanzas del español por el mundo y por el tiempo a través de sus escritos”.
– Filología y filólogos, páginas 213 a 242: “Relatos sobre la ciencia que estudia la lengua e intentos de acercamiento a la biografía de algunos virtuosos y claros filólogos: Una ojeada a quienes se han entusiasmado con las historias sobre el español”.
– En fin, Felices fiestas, páginas 243 a 287: “De enero a diciembre: un recorrido por el calendario, parándonos especialmente en los días festivos, las efemérides y las celebraciones”.

Lola Pons
Así las cosas, del libro llama la atención (en el sentido de merecer encomio, dicho sea por quien no es especialista en la cosa, que es a quien precisamente va dirigido), de entrada, el tono, más propio de un diálogo que de quien habla desde el estrado. En página 17 se recoge una frase del remoto año 1623 que parece hecha para la ocasión: “Los livros se escriben para todos, chicos i grandes, i no para solos los ombres de letras i unos i otros mas gustan de la llaneza i lisura que de la afectacion, que es cansada”. Un estilo de redactar que requiere, por supuesto, una gran capacidad de observación de la realidad circundante, de eso que llamamos el lenguaje de la calle, con sus “guay”, sus “mola mazo” y demás expresiones del momento. Y, de nuevo, dando al deporte la importancia sociológica que tiene. No falta incluso una cita a Rafael Moreno (Aranzadi), Pichichi, bilbaíno de pura cepa, fallecido tempranamente -antes de que en 1928 se iniciaran los campeonatos de Liga, además- pero sin el que el fútbol español no sería reconocible.
En cuanto al contenido del libro, la autora se manifiesta muchas veces en pro de la tesis por así decir democrática del lenguaje: glosando el “Appendix probi” del siglo V ó VI después de Cristo, una suerte de manifiesto ortodoxo, lo deja claro: “Si el autor del Appendix hubiera sido atendido por los hablantes del latín de su tiempo, seguiríamos hablando latín, no español” (página 191). Y es que también de las lenguas se puede predicar que quien tenía razón era Heráclito (y luego Darwin o Schumpeter) y no Parménides. Sin que las cosas tengan, por supuesto, una fecha precisa: “El tiempo de inicio de esta historia es (…) indefinido, puesto que se trata de fijar cuándo a fuerza de cambios y escisiones respecto al latín, la variedad hablada en esa zona de Castilla comenzó a ser una lengua propia. En realidad, ese problema es el mismo para el resto de las lenguas romances. Y por eso convenimos en decir que los siglos IX a XI son la época de nacimiento de estas lenguas hijas del latín”: página 19.
No falta, claro está, una referencia específica al Cantar del Mío Cid (“A caballo y hablando por el móvil”: páginas 198 y 199) y otra a Alfonso X, rey entre 1252 y 1284 (“Sabio pero burro”: páginas 200 y 201).
La autora es una bien nacida y dedica monografías a honrar a quienes la han precedido en el oficio: María Moliner (páginas 231 y 232), Rafael Lapesa (233 a 235) o Joan Corominas (236 y 237). Y eso sin contar el obituario de páginas 238 a 240: “En la muerte, de mi maestro, Manuel Ariza”. El trono se reserva, eso sí, a quien le corresponde: “El gran maestro de la historia de la lengua española, Don Ramón Menéndez Pidal, nació el 13 de marzo de 1868 y yo siempre he pensado que ese día debería ser declarado Día de la Historia de la Lengua Española. Pero en ese mismo mes, el día 8, celebramos otro aniversario relevante para las historias sobre el español: el Día de la Mujer Trabajadora. María Goyri (1874-1955) fue la esposa de Don Ramón, y es una mujer muy relevante para la historia de la incorporación de la mujer a la vida intelectual española”: páginas 255 y 256.
La conclusión que uno obtiene de la lectura de Lola Pons es que las lenguas -la española, en lo que nos concierne- encarnan lo que en atletismo se llama un corredor de fondo, como los libros -el soporte físico, en concreto- o también inventos como la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras, objetos que siguen en pie en plena era de la robótica. Criaturas que, precisamente porque saben evolucionar, sobreviven a todo.
Estamos, dicho sea para concluir, ante uno de esos libros -entretenidos, para decirlo ya- a los que no resulta nada forzado calificar de interdisciplinar. Nadie ignora cómo son la inmensa mayoría de los alumnos de las Universidades españolas, que sólo se interesan, si acaso, por lo que tienen que estudiar -asignatura por asignatura como compartimentos estancos: cuando Aristóteles parceló el conocimiento entre física, biología, lógica, matemáticas y las demás cosas no pudo llegar a pensar que las fronteras acabarían perdiendo toda porosidad- para acabar obteniendo el titulillo (y además consideran el conocimiento específico, lo sea de Biotecnología, de Derecho Administrativo o de cualquier otra milonga, como algo del todo divorciado de la vida, sin ningún punto en común). Pero, leyendo este libro, resulta esperanzador que uno, que es docente de otro sitio y con veteranía, pueda llegar a pensar que los estudiantes de Lengua Española de la Universidad hispalense deben responder necesariamente a otro fenotipo. No sé si porque venían así de casa -hipótesis poco realista: el paño lo conocemos- o porque tienen la inmensa suerte de haberse encontrado con esa profesora.