Demi Moore en una escena de «La sustancia»
En ese avance difuso y reticular que el poder social ejerce sobre los individuos, el cuerpo es y ha sido desde siempre el punto de cruce entre lo personal y lo colectivo, entre lo privado y lo político. Como ya advirtió Spinoza, no poseemos un cuerpo, sino que somos cuerpo, y eso supone que en él se hace visible todo nuestro ser, quedando expuesto ante la mirada de los demás, quienes le dan un significado desde fuera y, en ese sentido, pueden modelarlo según sus necesidades o exigencias. Esta cualidad del organismo le permitió al filósofo Michel Foucault crear la noción de biopoder y estudiar desde una perspectiva histórica la utilización del cuerpo como lugar de vigilancia y de penitencia, desde el castigo físico o la mortificación hasta el encierro o el encarcelamiento. En las sociedades actuales, saturadas de materialismo y más preocupadas por la apariencia que por lo esencial, el cuerpo se ha convertido en un escenario de lucha, debido a que el ensañamiento con él se ha vuelto un negocio rentable movido por el consumo desenfrenado que sostiene al sistema capitalista. Los procedimientos de esta batalla por la apropiación del organismo humano son muy diversos: la prostitución en todas sus variantes, las cirugías estéticas, el trasplante de órganos, los estupefacientes, el monopolio y difusión de medicamentos que no curan y a veces dejan secuelas e incluso engendran dependencias, la manipulación de los alimentos, la suplementación alimentaria, el uso compulsivo del gimnasio y las modas en la vestimenta. En consecuencia, la humanidad se está convirtiendo poco a poco en un conjunto de cuerpos estresados, falsamente esculpidos, cuando no obesos, en el peor de los casos destrozados hasta su agotamiento final, y siempre esclavizados por quienes detentan el poder. En situaciones extremas, se comprueba que existe lo que Achille Mbembe llamó “necropolítica”, una estrategia basada en la idea de que “la última manifestación de la soberanía reside en el poder y en la capacidad de decidir quién puede vivir y quién puede morir”, implementada, por ejemplo, durante la pandemia de covid19. En países como México se cree que la profundización en este concepto puede servir para comprender el asesinato y desaparición de personas, así como los feminicidios y, en general, la violencia de género. La intervención de las políticas de muerte en las redes de hiperconsumo, en las fluctuaciones del capital, el narcotráfico, el narcopoder y la maquinaria del Estado hacen que el sistema del mercado global hoy pueda definirse como “capitalismo gore”, igual que lo hizo Sayak Valencia en su libro homónimo. Esta expresión señala con certeza hasta qué punto la sociedad actual está construida sobre la explotación, el abuso corporal y la muerte de la población, a pesar de tratarse de una categoría estética referida a un subgénero del cine de terror caracterizado por imágenes excesivamente crueles, con mucha sangre, vísceras y restos de cadáveres. Inversamente, si se quiere denunciar en una obra cinematográfica la violencia abrumadora que sufrimos sobre el cuerpo, a pesar de ser poco perceptible, el estilo gore parece ser el adecuado para llamar la atención sobre el daño producido. En realidad, su efecto estético es ambiguo, porque esta clase de lo siniestro nos pone al borde del asco, que ya era para Kant el límite donde se quiebra la belleza y se produce el rechazo, una frontera que no es igual para todos los espectadores.
La sustancia, calificada como “la película más sangrienta presentada jamás en la competición oficial de Cannes” transita precisamente por estos caminos y apunta a convertirse en una obra icónica del cine feminista, registrando desde el principio un éxito comercial y de crítica, con varios premios y nominaciones. De origen británico-francés, fue dirigida y guionada por Coralie Fargeat. En ella se narra la historia de Elisabeth Sparkle (= chispa, destello) interpretada por Demi Moore. Poseedora de una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, la protagonista es la conductora de un programa televisivo de fitness quien, a pesar de su celebridad y de su buena forma, resulta despedida sin contemplaciones por el productor Harvey (Dennis Quaid) a causa de su edad avanzada el mismo día en que cumple 50 años. En estado de shock emocional, la mujer sale del estudio de grabación en automóvil y sufre un accidente por distracción al ver cómo quitan un cartel anunciando con su imagen el programa. Ya en el hospital, un joven enfermero, que parece empatizar con su situación, le ofrece clandestinamente un producto con el nombre de The substance, que le promete una versión superior de sí misma: “Tú, sólo que mejor en todos los sentidos… una nueva tú, más bella, más joven, más perfecta”, que no es distinta del original sino sólo un aspecto que pertenece a una única conciencia. Compartir el tiempo con el doble, alternando cada semana, y mantener el equilibrio sustentando con un líquido inyectable la estabilidad del cuerpo inactivo en ese momento son las reglas de este macabro proceso. Con el máximo sigilo, Elisabeth recoge su pedido y se inocula el suero activador de un solo uso, tras lo cual una mujer más joven, hermosa y turgente, emerge de una hendidura en su espalda dejándola inconsciente. El par surgido de esta demoníaca simbiosis biológica, representado por Margaret Qualley, se llama a sí misma “Sue”, y muy pronto Harvey la contrata como reemplazo de la conductora despedida. Su actuación y, sobre todo, su aspecto físico, más acorde con el gusto del público, la catapulta de inmediato a la fama y finalmente es seleccionada para presentar el show de Nochevieja emitido por esa cadena televisiva. Pero no todo resulta bien, pues esto ocurre a la vez que las dos versiones del mismo yo entran en conflicto, al dejarse atrapar por el furor de sus propias pasiones egocéntricas y desatender el interés de la otra parte. Elisabeth se siente frustrada y resentida, mientras que Sue vive confiada el éxito y el placer que le granjea su atractiva silueta joven. Una se deja carcomer por la envidia, mientras que la otra se horroriza ante los atracones de comida de la primera y su falta de autoestima. La tragedia se desata en el momento en que se rompe la ecuanimidad en el binomio, cuando Sue sobrepasa el tiempo estipulado y extrae del cuerpo inerme de su otra parte el líquido que evita el deterioro durante el estado inconsciente, para conseguir energía y mantener relaciones sexuales después de una noche de excesos. Entonces comienza el envejecimiento acelerado de la versión original, que en cada despertar adquiere un aspecto más horrible, avanzando a la vez hacia su completa descomposición psicológica, hasta que la joven se niega a operar la transmutación, para lo cual empieza a nutrirse del líquido estabilizador extraído a Elisabeth, que ahora es almacenado en frascos de vidrio. Tres meses después, el día antes de Fin de Año, descubre que ya no puede reponer el vigorizante porque ha drenado completamente el otro organismo y su única solución es devolver la conciencia a la matriz. Tras el trueque, Elisabeth observa con espanto su conversión en una deforme anciana gibosa. En su desesperación, adquiere un suero específicamente diseñado para concluir el proceso de desdoblamiento. Sin embargo, ávida de admiración, se detiene sin agotar la dosis necesaria y resucita a Sue, alterando otra vez el equilibrio simbiótico y dejando a ambas formas completamente conscientes. Al ver la jeringa de terminación casi vacía, la joven se enfurece y golpea brutalmente a la vieja hasta matarla, justo antes de acudir al programa. Sin el original, el cuerpo de la doble se estropea a una velocidad inusitada: se le caen dientes, uñas y orejas. Presa del pánico, se apresura a volver a su apartamento, donde intenta crear una nueva versión de sí misma con el suero activador sobrante, algo expresamente prohibido por el proveedor. Esto la convierte en un híbrido grotesco constituido por diferentes partes de los dos seres anteriores, el «Monstro Elisasue», que, no obstante, se viste y acude a la transmisión en vivo con una máscara recortada de un cuadro de Elisabeth en el momento de su esplendor. Su aparición en el escenario va acompañada de los poderosos acordes de la fanfarria Aurora, que inauguran el poema sinfónico Así habló Zaratustra compuesto por Richard Strauss, y presiden también los primeros, así como los últimos fotogramas del filme Odisea 2001 de Stanley Kubrick, en una clara alusión al nacimiento de un nuevo ser humano, un superhombre, aunque monstruoso y esperpéntico. Cuando el engendro comienza a hablar al público, se le cae máscara, lo que hace estallar el caos entre los espectadores asustados. Un hombre decapita una de sus cabezas provocando un baño de sangre que empapa a los presentes, mientras los restos aún vivos del destrozo escapan del estudio para finalmente derrumbarse desintegrándose en una pila de órganos. El rostro original de Elisabeth se desprende de ese conjunto, se arrastra hasta su ya olvidada estrella del Paseo de la Fama, observa sonriendo el brillo de los astros en el cielo nocturno y murmura: “Fui perfecta”, antes de diluirse en un charco de sangre que, al día siguiente, un empleado municipal limpia con una fregadora de suelos.

Demi Moore en una escena de «La sustancia»
Desde una perspectiva literal, el filme puede interpretarse como una sátira, con un humor ácido y lleno de guiños dirigidos a los cinéfilos, donde se realiza una crítica brutal contra la presión estética a la que están sometidas las actrices de Hollywood, obligadas a maltratar su cuerpo para mantenerse siempre jóvenes, delgadas y sexys a fin de alcanzar el triunfo en el mundo del entretenimiento, que al final las desecha, porque depende de los criterios de hombres maduros, cuando no de viejos… verdes. No es difícil asociar el personaje del productor Harvey, tanto por el nombre como también por su parecido físico, con Harvey Weinstein, quien actualmente cumple condena después de haber sido acusado de abusos sexuales e incluso violación por decenas de actrices norteamericanas, cuyas denuncias dieron origen al movimiento Me Too, de alcance mundial. Y desde luego, en semejante contexto, es de elogiar la confianza en sí misma de la actriz Demi Moore al desafiar los criterios de belleza vigentes en la industria cinematográfica presentándose desnuda con sus relativas imperfecciones a sus esplendorosos 62 años. Pero, cualquiera sea el caso, la crítica no se limita a este campo, porque la película plantea el deseo humano de la eterna juventud, que ya persiguieron inútilmente los alquimistas, convertido aquí en obsesión y enmarcado dentro de la censura a la mirada masculina en general, que juzga a las mujeres como un mero objeto sexual y prefiere a las jóvenes en cualquier ámbito, incluso en aquellas profesiones donde la madurez de la experiencia acumulada es esencial para evitar la superficialidad y el infantilismo, como ocurre en la literatura o la filosofía. Además, la denuncia no sólo se dirige a la visión patriarcal que impone cómo debe ser la figura femenina sino al poder que ejerce sobre las mujeres, a quienes se las convence de que sólo siguiendo este ideal normativo serán valoradas por la sociedad. En consecuencia, cuando se apartan de tales modelos, establecen una relación problemática con su físico, incluso odiándolo hasta caer en depresión, tienen trastornos alimentarios o buscan soluciones cosméticas, cuando no quirúrgicas. En el fondo, el gran problema consiste en ser una misma en un medio de cuerpos artificiales y sonrisas falsas que disocia el yo, fomenta el narcisismo y termina cebándose en ese lado oscuro que todos llevamos dentro. Como dijo Coralie Fargeat, “el cine de género es político”, por tanto, La sustancia es un llamado a rebelarse definitivamente contra los estereotipos corporales implantados por los varones, pero también contra el materialismo de la sociedad de consumo que los hace sostenibles. De ahí que la película, además de mostrar de forma constante y minuciosa el cuerpo de las protagonistas, avasalle con imágenes espeluznantes, arrojando sobre el público sangre o vísceras, sacando en primer plano un pecho expulsado por la boca del monstruo, la sutura de la impresionante herida de la espalda por donde ha salido el doble, vómitos de bilis o jeringas penetrando la piel. Busca provocar el pánico físico en el espectador y, aprovechando su conmoción, implicarlo en el reclamo. De ese modo, la materia se hace presente con toda su fuerza invadiendo una y otra vez el territorio de las butacas, para lo cual se utilizan siempre planos muy cortos, por ejemplo, cuando el coche del accidente se abalanza sobre los espectadores, cuando se aprecia al detalle cómo el productor mastica langostinos, o cuando alguien prepara un Martini y la aceituna desciende en la copa con una tridimensionalidad de realismo apabullante. Sobre todo, hay muchas imágenes que destacan el aspecto repugnante y perturbador que subyace a los placeres de la carne como el fumar y el comer, en los cuales se ejecuta una pulsión tanática, de autodestrucción en el primer caso o de violencia aniquiladora en el segundo. Así, cuando Elisabeth cocina, es evidente que prepara furiosa sus alimentos y esa rabia impregna la materia prima convirtiéndola en cadáveres de animales a los que arranca sus vísceras o fríe sin más. Desolador es el espectáculo de los restos de comida abarrotando el salón de la casa como si fueran basura, desechos que le toca recoger a Sue. Sorprendente también, el uso de colores llamativos y contrastantes con un alcance simbólico, pues están asociados a los personajes y los valores que sostienen.
Sin embargo, ni siquiera esto agota el contenido de la película. Efectivamente, desde un principio, al hacer preceder la historia de Elisabeth con las escenas de la duplicación por mitosis de un huevo como efecto de una inyección, se nos indica que estamos ante un experimento biológico y que la obra se instalará en el terreno de la ciencia ficción. No deja de ser curioso que la primera novela de este género, Frankenstein, fuese escrita por una mujer, Mary Shelley, y que en ella intentase advertir sobre las probables consecuencias negativas de la creación de un hombre nuevo siguiendo los últimos adelantos de la filosofía de la naturaleza de entonces, por lo que el subtítulo del texto es “El moderno Prometeo”. Igual que en este libro, que se pensó simplemente como una novela de terror, La sustancia alerta sobre los peligros que entraña el uso de la razón científica en manos de la sociedad capitalista sin ningún principio ético que la controle. En especial, anticipa el horrendo mundo que podría llegar a crear la moderna biología genética después del desciframiento del ADN, una auténtica revolución científica minimizada ante la de la informática, sin la cual la primera no hubiese podido suceder. Los efectos adversos que puede producir el retraso artificial de la muerte y el envejecimiento, así como la de manipulación de la vida y las especies existentes en el planeta son el último referente al que apunta el mensaje crítico de esta película, un aviso imprescindible en estos momentos en que la naturaleza se convulsiona a causa de la acción humana devastadora y el cambio climático.

El monstruo Elisasue en una escena de la película
La necesidad de mostrar que el filme trasciende la historia hollywoodense, dramática, pero hasta cierto punto trivial, se aprecia en las referencias a otras muchas películas con las cuales la directora parece decirnos que la suya forma una unidad, una red de sentido donde priman la consternación, el temor y el rechazo visceral ante la deriva alcanzada por la ciencia y la sociedad. Los críticos han señalado afinidades, por ejemplo, con el canadiense David Cronenberg, maestro de lo que se ha llamado “horror corporal”, quien se dedicó a explorar los miedos humanos ante la transformación física y la infección, inaugurando el concepto de la «nueva carne», donde se eliminan las fronteras entre lo mecánico y lo orgánico. Hay semejanzas en pequeños detalles, pongamos por caso el primer plano de los labios de Sue en múltiples pantallas de televisión, que remite al anuncio publicitario del canal con contenidos sexuales violentos en Videodrome. También las hay en ideas rectoras, como la de que la mejora física puede ir acompañada de degradación moral, que se desarrolla en La mosca (un insecto que, por cierto, aparece en reiteradas ocasiones durante el film) y Cronenberg recoge de la novela filosófica El Retrato de Dorian Gray escrita por Oscar Wilde. Igualmente, la ambientación conecta con ciertas películas de culto del cine de terror y ciencia ficción: los largos pasillos rojos y alfombrados del set de televisión, antesala de todos los males, recuerdan al solitario hotel de montaña de El resplandor de Kubrick, donde el protagonista cae en la locura, mientras que las escenas de la ducha y la mujer caída en el suelo del baño, sobre cuyo ojo enfoca la cámara, traen ecos de Psicosis de Hitchcock. El baño blanco en el que se producen las transformaciones, cuyo fin es detener las secuelas del tiempo, se parece a la habitación atemporal del final de 2001: Una odisea del espacio, sin contar con la secuencia de luces asociada al paso a un nuevo estado tras inocular la sustancia, muy similar a la entrada a otra dimensión durante el viaje a Júpiter en esta película, con la que hemos señalado ya cierto parecido también en la banda sonora. Agreguemos a éste, otra resonancia simbólica llena de ironía: cuando el monstruo se acicala con unos pendientes para asistir a su último show, se escucha la música de la escena de Vértigo de Alfred Hitchcock en que Judy, la mujer real invisibilizada, se convierte en Madeleine, una femme fatale construida adecuadamente al gusto masculino. En lo que se refiere al repugnante retrato de la industria del espectáculo, no se puede ignorar al recientemente fallecido David Lynch con El hombre elefante, Inland Empire y Mulholland Drive. Y en cuanto a la sucesión de imágenes cruentas o a las obsesiones que culminan en lo contrario de lo que se estaba buscando, la sugerencia se encontraría tal vez en Réquiem por un sueño de Darren Aronofsky o en algunos filmes de Julia Ducournau. No hay duda de que la película de Fargeat remite a muchos elementos de otras anteriores, a las que en cierto sentido rinde homenaje. Difícil es no encontrar similitudes entre el final de Black Swande Aronofsky, cuando la niña bailarina muere escuchando el reconocimiento del público, y el momento en que llueven estrellas y aplausos sobre la cara de Elisabeth justo antes de desaparecer. Lo mismo puede decirse del baño de sangre de la fiesta de graduación en Carrie de Brian de Palma, que La sustancia repite en el espectáculo de Fin de año. La serie fílmica Alien, especialmente las cintas dirigidas por Ridley Scott, son motivo de inspiración para las escenas en que el nuevo ser sale de la espina dorsal de la matriz o cuando Sue recupera la pata de pollo a través del ombligo, prueba de que entre las diferentes versiones de Elisabeth existe simbiosis. Finalmente, hay dos mujeres del mundo cinematográfico a las que La sustanciaofrece de manera indirecta un tributo. La primera es Jane Fonda, actriz, escritora feminista y activista política, que realizó una famosa serie de videos aeróbicos siendo ya mayor, una verdadera leyenda de Hollywood, que se mantiene en activo a pesar de superar los 80 y representa el ideal que habría querido alcanzar Elisabeth si hubiese estado psicológicamente sana. La segunda es Jessica Lange, por su defensa pública de las actrices frente a la discriminación de edad que las relega a roles secundarios o a la invisibilidad al llegar a la madurez. Harvey hace una alusión velada a ella cuando pone como paradigma de vetustez femenina la película King Kong de 1933, ya que fue la protagonista de la edición de 1976.
Excesiva y agotadora para el espectador por la verdad de sus reivindicaciones, por su riqueza conceptual, sus imágenes violentas o inmundas, su simbolismo y sus referencias culturales, esta brillantísima película quizás nos deje sin aliento. Por contraste, su mensaje es muy simple y convincente: el secreto está en el equilibrio, en esa mesura de la que ya hablaban los griegos, que consiste en afrontar la vida con moderación sin caer en extremos, respetando a los demás y evitando el perfeccionismo riguroso, que no admite nuestros propios defectos. Un mensaje por reducción al absurdo… Ironías de Fargeat y su Sustancia.

