
Escena de la película Blow-up
Tal y como tantos libros e imágenes se olvidan, otros tienden imprevisibles puentes entre sí para ser recordados de manera indefinida. Una joven obstinación por cierto guitarrista británico me llevó hace años a descubrir Blow-up, película dirigida en 1966 por Michelangelo Antonioni y basada libérrimamente en un cuento de Julio Cortázar, Las babas del diablo. En ella, además del cameo de The Yardbirds y Jane Birkin, y el reflejo estival y psicodélico de la década de los años sesenta, destaca la trama que lleva al protagonista, fotógrafo de moda, a frecuentar un parque en el que cree haber presenciado un asesinato. Allí vuelve regularmente en busca de indicios que se lo confirmen en lo que se convierte en una investigación muy ligada a las posibilidades de la fotografía. El espacio, ahora lo sé, es el Maryon Park, ubicado en la localidad de Charlton, Greenwich, Londres; un lugar que aún no he llegado a visitar pero cuya atmósfera se ha quedado fijada en mi imaginario desde que vi la cinta: las lomas, la frondosidad y los claros, la sospecha de sus recodos, el modo londinense en que tamiza la luz y esa especial invitación a una calma que se anuncia en altura. Es precisamente en ese espacio lleno de ligeras variaciones del terreno en el que he tenido la sensación de leer Curvas de nivel, el libro más reciente de Jordi Doce (Gijón, 1967).
Publicado por La isla de Siltolá durante las primeras semanas del año presente, este libro incluye los artículos que Doce escribió para diferentes medios entre 1997 y 2017, confirmando y difundiendo así la certeza de una vida dedicada a la literatura no solo desde el verso, el fragmento, la traducción y la labor editorial, sino también desde un compromiso investigador mantenido con ejemplar hábito. Abarca este la aproximación –palabra insuficiente dado el caso– periódica a cuestiones literarias de diversa raíz a través de una prosa vigorosamente pulida que podríamos haber sospechado poco acostumbrada en un poeta pero que es, en fin, su consecuencia lógica.
En Curvas de nivel se incluye una miscelánea de textos hermanados por el sesgo británico e hispánico, el estudio riguroso, el disfrute honesto y acostumbrado de la literatura y un estilo intachable. Es, en definitiva, el latido de un oficio alejado de toda impostación, la transferencia diáfana de una cultura asimilada durante décadas. Originalmente, la mayoría de los artículos fueron escritos para las revistas Clarín, El Cuaderno, Quimera, Letras Libres y los suplementos literarios Babelia de El País y La sombra del ciprés de El Norte de Castilla. En sus algo más de cuarenta textos, el autor reconoce cartografiar, en sus palabras, «un mapa bastante aproximado de mi formación literaria, de mis gustos y disgustos y hasta de mis simpatías instintivas». Encontramos así algunas reseñas y perfiles en profundidad sobre Shakespeare, Robert Southey, Charles Lamb, Charlotte Brontë, Charles Tomlinson, Antonio Machado, Jorge Luis Borges, etcétera. Pero en ese mapa también damos con Jordi Doce en una primera persona sin doblez: descubrimos cómo se deleita en las librerías tradicionales o cómo se enfrentar a la burocracia británica, viajamos con él en su último regreso a Sheffield, comprendemos el estímulo que para su escritura es el paisaje (algo que ya sabíamos muy presente en su poesía y que aquí reencontramos, entre otras muchas curvas, en el «Elogio de Chillida-Leku»), asistimos a recuerdos de juventud universitaria, ajustes sobre ciertas polémicas, emocionantes encuentros con grandes como Seamus Heaney y cuestiones de dardo en diana acerca de la escritura, como las que aparecen en «El baile del poeta» o «Pintores sin verde».
Es esta la segunda vez que Curvas de nivel llega a las librerías: hace más de una década que la editorial Artemisa se encargó de publicarlo y Doce ha aprovechado esta nueva edición para corregir los textos que conformaban el libro e incluir nuevos escritos afines a su núcleo temático. El resultado es la renovación de un volumen que, como él mismo señala, pasó desapercibido en su momento: «No me engaño; sé bien que un libro de artículos literarios –que es un bonito cajón de sastre armado, en el mejor de los casos, por el gusto, el capricho o la curiosidad de su autor– suele concitar el interés únicamente de los lectores afines o los asiduos al género, que no son muchos». Quiero pensar, con él, que «el peso de las etiquetas y las fronteras genéricas es ahora menor», pasado el tiempo. Y que la atmósfera de este libro, como la de aquel parque londinense, llegará ahora a muchos más lectores, preñada de los hitos que convergen en ella. Por justicia –quizá poética–.
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