Julio Cortázar. Foto de la Editorial Alfaguara

 

I

“Luego que amaneció vinieron a la playa muchos de estos hombres, todos mancebos, como dicho tengo, y todos de buena estatura, gente muy hermosa: los cabellos no crespos, salvo corredios y gruesos, como sedas de caballo, y todos de la frente y cabeza muy ancha más que otra generación que hasta aquí haya visto, y los ojos muy hermosos y no pequeños […]”. Esas palabras corresponden a la bitácora de Cristóbal Colón del día 13 de octubre de 1492, el día posterior a haber pisado tierra. Cortázar, en su pretensión literaria, compara las grandes hazañas navieras con un modesto derrotero por la autopista París-Marsella. Se pregunta, “¿Cuánto tardó Colón en zarpar? ¿Y Magallanes? Pero piense el lector en los resultados finales de sus viajes: un nuevo continente en vez de las Indias”. Entonces, ¿a dónde quería llegar Cortázar? ¿Qué quería descubrir? Habiéndose ya descubierto todo, ¿habría de tolerar la creencia de que no podía encontrase nada nuevo?

II

Los autonautas de la cosmopista (1983) es una joya inclasificable. El libro es muchas cosas: tiene algo de crónica de viaje, mucho de delirio lúdico, y otro tanto de diario íntimo que narra la expedición que Cortázar y Dunlop realizaron en 1982 a bordo de una furgoneta. Una anormalidad sin culpa, que se discute a sí misma porque es casi imposible enlazarla con obras de otros autores. Durante el trayecto, se impusieron una regla insólita: no podían salir de la autopista ni repetir áreas de descanso, haciendo foco en los pequeños universos desapercibidos, mirando fijo a lo que suele mirarse solo unos segundos. De esa manera transformaron una ruta banal en un territorio mitológico y autónomo, como si la autopista se volviera un país aparte, y ellos se lanzaron al azar o se sacudieron la cabeza en cada caída de sol nueva, en cada curva equidistante de la autopista real o del cosmos poético: “Esta autopista paralela que buscamos sólo existe acaso en la imaginación de quienes sueñan con ella”.

El texto está atravesado —a la manera cortazariana de no solemnidad— por una mezcla de humor, ternura, melancolía y juego. Por un instinto de supervivencia intelectual el lector hace equilibrio en esa ostentación verbal porque en otro plano de la autopista o de la página o de la palabra misma, puede haber un abismo. El humor le permite estructurar el libro con informes de etapas, fotografías, mapas, fichas técnicas, listas de supermercado y “descubrimientos”, parodiando los diarios de exploración científica, pero con el espíritu afectivo trasvolando y vigilando como un ángel o como un albatros el océano.

 

Comprar en Amazon

 

Pero también es un acto de resistencia contra la velocidad del mundo moderno. JC y CD se toman todo un mes para recorrer lo que podría hacerse en horas y de esa manera desafían la lógica productivista de la vida cotidiana: “[la autopista es] una construcción moderna altamente elaborada y que permite a los viajeros encerrados en sus cápsulas de cuatro ruedas recorrer un trayecto fácilmente verificable sobre un mapa y en la mayoría de los casos previsto por adelantado, en un mínimo de tiempo y con un máximo de seguridad”.

Hay un trasfondo conmovedor: Carol ya estaba enferma (moriría meses después), y el viaje tiene algo de último gesto amoroso, de despedida ritual a la vez que aventura infantil. Aun así, la veta romántica queda restringida sólo a los momentos ordinarios (cómo debe ser el romanticismo verdadero, sin artificiosidad ni afectación fingida) como un desayuno de jugo de naranjas y magdalenas en una estación de servicio. Cortázar lo escribió poco antes de su propia muerte por lo que el viaje se lee como una fuga antes de una fuga, como un exceso de libertad, como pasajeros intentando escapar antes de partir.

III

Hay un tratamiento similar que se puede rastrear en Rayuela. Allí, Horacio Oliveira camina por París como si cada baldosa estuviera a punto de revelar un secreto, y Cortázar escribe como si ninguna puerta del lenguaje o de la ciudad estuviera clausurada a su imaginación. Hay pasajes, puentes, libros leídos en cafés, coordenadas ocultas en “Yellow Dog Blues” de Louis Armstrong o en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Cortázar convirtió la ciudad en un tablero lúdico sin otra opción más que andar a los saltos, hacia adelante y hacia atrás, con un itinerario de información multidireccional. Era un arte del desplazamiento, del atajo. Si hubiese sido un accidente, se hubiera rescatado de allí a un Cortázar que pediría seguir divagando un poco más, continuar el rapto un poco más. Por ello, veinte años después, el juego mutó de escenario: ya no fue París sino la autopista, y ya no hubo jazz ni humo de Gauloises sino termos, papel higiénico y cambios de aceite para su Volkswagen Combi. Como si Los autonautas de la cosmopista fuera el reverso doméstico de Rayuela.

Aquí, ambos cartografían un territorio. Con incertidumbre, desconectándose (tentado por seguir un sendero al fondo de un parking, Julio razona que “no se trataba de entrar sino de salir”) pero trazando un mapa de miniaventuras encuadernadas con cinta adhesiva, con el apuro de los turistas y tirando migas a los pájaros. ¿Qué ocurre cuando dos escritores deciden atravesar la autopista París-Marsella sin salir de ella, sin saltarse ninguna parada? El mundo comienza a conectarse de maneras inesperadas. La oscura monotonía del trayecto se convierte en literatura; los objetos anodinos se cargan de sentido como las palabras en un verso; las visitas de sus amigos que lo interceptan en la ruta con regalos codiciados dejan de ser intromisión (“Cerezas y fendant… Al pobre Colón nadie le llevó cosas así en los primeros días de su viaje”).

 

Carol Dunlop y Julio Cortázar

 

Ese gesto, que podría leerse como un capricho, tiene algo de rito amoroso y algo de combate político. En plena era del vértigo, ellos detienen el tiempo. Se refugian en la lentitud. Fundan una república íntima sobre el pavimento: “cedía con frecuencia a la nostalgia de lo verde, de lo poblado, de la gran calma y la lentitud que tantas veces esperan al otro lado de las barreras del peaje”. Lo que en Rayuela era el arte de perderse, aquí es el arte de no avanzar. Pero en ambos se percibe que la “realidad” tal como la conocemos el resto de los mortales, se vive como una afrenta, como una mala palabra. Ambos libros son mapas, pero uno es urbano y vertical, mientras que el otro es lineal y horizontal (“nuestra empresa más bien horizontal y reptante”, dice).

IV

Los autonautas registran hallazgos mínimos como si temieran que el mundo, al no ser nombrado, desapareciera. Lo nombran, lo reformulan, si los resultados no los satisfacen, lo vuelven a renombrar. Cumplen así con la máxima poética de Nicanor Parra: “El poeta no cumple su palabra / Si no cambia el nombre de las cosas / ¿Con qué razón el sol / Ha de seguir llamándose sol?”. Por eso, cada párrafo es una forma de resistir la anulación que impone el mundo al viaje, al amor, incluso a la muerte.

En un tiempo donde todo debía ser útil, ellos optaron por lo inútil. En un siglo que veneraba la aceleración (“esa carrera en la que sólo cuenta lo que aún no se ha alcanzado, ese más allá que concentra y petrifica la mirada de los conductores”), eligieron el estancamiento (“Podríamos vivir cada día en un parking, fuera del mundo”) Y, como los antiguos exploradores, decidieron trazar un mapa del sinsentido, dibujando dragones en las zonas desconocidas.

Es probable que si uno recorre París con Rayuela en la mano pueda llegar a la rue de Seine o cazar “estrellas hasta la madrugada” en alguna noche en Quai de Bercy. Pero si uno toma la autopista con Los autonautas…, no encontrará direcciones precisas pero sí quizás algunas pistas: el aroma del café, tarjetas postales, los gusanos que caen de los árboles, los viajeros belgas y alemanes, chucrut, ensalada con roquefort… entonces uno también podrá preguntarse aquello de si será verdad de que no hay nada nuevo por descubrir.

 

Cortázar bajando del dragón Fafner incluida en el libro ‘Los autonautas de la cosmopista’. © Fondo Aurora Bernárdez, CGAI.