«Síguelo», Wang Qingsong, 2010

Después de haber leído Libros soñados seguido de Travesías de tinta, o quizás sucedió ya mientras lo leía, sentí compartir con el autor, Juan Ángel Juristo, la victoria que supone hacer realidad una buena idea literaria: construir sobre el trasfondo de aquellas obras literarias que le robaron el sentido, el tiempo y la voluntad una biografía intelectual y rememorar, al mismo tiempo, las circunstancias en las que transcurría la vida del autor y principal protagonista de los relatos. Las buenas ideas requieren talento, voluntad y perseverancia para verse cumplidas, algo que está al alcance de muy pocos. Una victoria, por otra parte, sin vencidos, salvo la negligencia y la vulgaridad.

Juan Ángel Juristo, habituado a construir mundos, experto en ficciones (tanto desde el punto de vista de autor como de crítico) y en mantener el difícil equilibrio entre imaginación y memoria, se sirve en esta ocasión de los materiales de la memoria más cercana para, a partir de ella, «novelar» su adolescencia y primera juventud sobre el leitmotiv (por otro lado, inagotable) del descubrimiento, las apariciones, de la gran literatura: Joyce, Sade, Dostoievski, Durrel, Espriu, Dante, Pound, Pasolini, Jünger, Shakespeare, Cervantes, Faulkner, Navokov… y tantos otros. «Clásicos» que nutren el sólido relato de la construcción de un carácter literario al tiempo que suceden los avatares cotidianos tantas veces en abierta oposición a aquel propósito. El libro concluye por entregar al lector el completo recorrido de un viaje iniciático, aunque prefiero el concepto de biografía intelectual o literaria, puesto que, guardando el debido respeto a la tradición, deben salvarse las conquistas de la modernidad hoy tan preteridas. 

Comienza la narración cuando el protagonista está abandonando la adolescencia con el trasfondo de la amistad y la camaradería propias de esa edad, en escenarios arquetípicos del Madrid de finales de los años 60: El Retiro, la Cuesta de Moyano y el instituto Ramiro de Maeztu. Allí, metaforizados en el hurto de un ejemplar del Ulises, de Joyce, aparecen el deseo, la transgresión y la culpa; tres componentes esenciales de la vocación literaria o, al menos, terriblemente recurrentes a la vocación y el destino literarios. 

Preguntas, quizá no ociosas para el autor, podrían ser: ¿cómo, desde dónde y cuándo, nació el deseo por la posesión de aquel «libro blanco»? Del cual, por su tan innegable como en ocasiones socorrida dificultad de lectura, solo alcanzó con dificultad a completar doce páginas en una primera tan ansiada como furtiva aproximación a la traducción del argentino Salas Subirat.

 

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Así abre Libros soñados, para cerrarse con América, quizá el más (todos lo son) tendidamente biográfico de los relatos que componen esta novela: la fascinación de las grandes ciudades, Londres, París, Nueva York, Roma y Atenas como contenedores de la de la modernidad y lugar donde tienen lugar las modernas epifanías del mundo clásico, que comienzan a fascinarle. Y Madrid, siempre Madrid. Y el amor siempre el amor en su expresión de duda, distancia y erotismo. Dicho de otra forma: la tensión erótica que producen la inseguridad y el riesgo como formas de vivir. 

Descubro en el comienzo del relato América que el autor vivió una temporada en la calle Santa Susana, a cuya espalda se erguían y yerguen (creo) las viviendas de la Unidad Vecinal de Absorción de Hortaleza, conocida como la UVA: una esquina del nordeste de Madrid donde coincidíamos en aquel tiempo jóvenes más o menos desarrapados, la población gitana de la UVA, aspirantes a artistas, parejas de hecho (que existían sin nombrarse) y un mundillo variopinto de flamencos, taxistas y vendedores de mercadillo. Todo centrado en un bar y una calle tan pendiente como el tobogán de la esperanza.

Apoyado en esta anécdota, quiero nombrar otra de las virtudes de Libros soñados que me parece muy destacable. Precisamente, cómo describe los ambientes, las circunstancias, los lugares y personas que enmarcan o protagonizan la acción. Con cierta distancia, fascinación en ocasiones y simpatía siempre. Hablar de amor a los personajes (como suele hacerse) me parecería una exageración, comparable a cuando dicen que la guerra civil fue un conflicto entre hermanos, siempre he pensado que es un abuso de la emoción y la estadística. Pero me parece destacable la triada de distancia, fascinación y simpatía, porque no olvidemos que se describe un mundo, el del llamado tardofranquismo, que ha dado para numerosas páginas de lamentos, ajustes de cuentas políticas y sentimentales y, por otra parte, glorificaciones de hechos o personas en ocasiones totalmente estúpidas. En Libros soñados aparecen los últimos fusilados de ETA, los muchachos que creyeron encontrar en la literatura de Mao, el Gran Timonel, la respuesta a los interrogantes de la vida, y la pobreza y desgana de una época. Todo está ahí por sí mismo, traído por la vida, es decir por las necesidades del relato, no por ensoñaciones ideológicas o en pos de ventajas emocionales. Los personajes no son juzgados, simplemente actúan. Viven.

 

Primera página de la primera edición de Ulises de James Joyce

 

Y creo que esto sucede así, no por razones más o menos moralizantes ni por ningún a priori ideológico. Sucede así, porque el autor sabe exactamente lo que quiere contar y se ajusta a ello con disciplina espartana. Es decir, los personajes son, incluido él mismo, lo que cuentan y nada más. Y lo que cuentan se decide exactamente por lo que el autor quiere que forme parte del conjunto. Los actos definen a todos y dibujan un único retrato indeleble.

Para entendernos, si quisiéramos definir a Juan Ángel Juristo como autor romántico o autor realista, yo, aún sabiendo que el realismo forma parte de la modernidad que le es propia, diría que alterna ambas posturas sin permitir nunca que la emoción nuble la visión de las cosas, pero sin que ideología o interés nieguen su existencia. Tampoco el «oportunismo literario» que tantas páginas condena al olvido. Dicho de una vez, lo que define y construye Libros soñados es una férrea e innegociable voluntad de estilo.

Soy consciente de que líneas arriba escribí la palabra novela, en vez de relato y también capítulo, exactamente por lo mismo. Y no quisiera dejarlas ahí como meras insinuaciones o «atrevimientos» de lector «sagaz»; en primer lugar, porque no creo ser el primero ni desde luego el único en haber apreciado la capacidad de «totalidad» en este conjunto de relatos, a los cuales las virtudes del ensayo tampoco le son ajenas. ¿Qué es lo que acerca más Libros soñados al concepto de novela? En primer lugar, la existencia de un protagonista, el autor, y en segundo el desarrollo de un argumento compartido en todos sus capítulos o relatos: el diálogo y el deseo de relación con la gran literatura occidental centrada, como raíz, en el mundo clásico o para decir mejor, los mundos clásicos.

 

Cioran y Jünger

 

Por otra parte, la densidad narrativa y emocional de alguno de los relatos como América (ya citada) o la fuerte intensidad intelectual de otros como La comedia del velatorio de Finnegans avalarían esta disquisición, que, más allá de volver a decirnos que estamos ante un libro único, carece de importancia.

De La comedia del velatorio de Finnegans quiero destacar la libertad que el hecho de escribirla significa, también el atrevimiento, el valor necesarios para poner en diálogo a Dante y Joyce juzgando, desde Homero y Virgilio la cultura occidental…, y poniendo a caldo, por ejemplo, la obra de Jünger por estéril, salvando únicamente de ella El tirachinas, quizás porque, bajo ese mismo título, «el gran hombre» aparece en otro relato de Libros soñados con sus escarabajos, su cortesía entre castrense y aristocrática y sus predicciones sobre el futuro, que a mí siempre me han recordado un poco a las cuartetas de Nostradamus. Aunque, permítaseme el cuarto a espadas, siempre quedarán sus diarios, Radiaciones, especialmente las páginas dedicadas al París ocupado y a sus gentes.

La idea de totalidad que trasmite Libros soñados se refuerza, o se completa, de dos maneras distintas. Desde el punto de vista del trasfondo, es decir, el descubrimiento y el deslumbramiento de la gran literatura, se cierra con una deliciosa visita a Oriente, a lo que es de alguna manera el último «mundo clásico» incorporado al vademécum de la modernidad. El Libro de la almohada, obra de la aristócrata japonesa del siglo x, Sei Shönagon, en la que cuenta con delicadeza y distancia los códigos de conducta de la corte, es decir, su vida y circunstancias. Este libro, de subyugante y fría belleza que deslumbró a Borges, entre otros, es la disculpa para que Juan Ángel Juristo nos regale, a la manera de, pequeñas notas sobre lecturas, evocaciones, lugares, objetos o instantes… Pequeñas notas que, aun estando escritas (es posible) sin esa intención, se convierten en autorretratos, miniaturas de sí mismo, con las que el autor y personaje recupera para sí algo muy importante de lo que no dispone en el resto de los relatos: la soledad.

Finalmente, Travesías de tinta acoge la memoria más propia y paradójicamente la más falible, la infancia, en tres relatos espléndidos. La sobriedad con la que están escritos refuerza su emoción, porque refuerza su verdad. 

 

Juan Ángel Juristo