Ilustración de Víctor Aguilar Rúa

 

Hace mucho tiempo que a los estudiantes no se les somete al trago de memorizar la lista de los reyes godos, pero aun así todos sabemos, más o menos, que Teodorico hubo no uno, sino dos, bien que todavía en la época de la capitalidad en Tolosa, en la Galia. El primero gobernó de 418 a 451 y murió luchando contra los hunos de Atila en los Campos Cataláunicos, en la actual Lorena; y el segundo (453-466) fue hijo del anterior. Ambos, de la dinastía baltinga, la fundada nada menos que por Alarico I. En el bien entendido de que el Teodorico verdaderamente importante (“el grande”) fue un tercero, el rey de los ostrogodos -o sea, con base en Italia- entre 474 y 526, cuando murió, dónde si no, en Rávena. En el último tramo de su mandato se ocupó de la regencia de Hispania. José Soto Chica, en su libro Los visigodos: hijos de un dios furioso, lo explica al dedillo: la antigüedad tardía -el período entre los años 200 y 700, para decirlo con números redondos- la conoce como nadie.

Teodorico, o en plural Teodoricos, así pues. Dejemos por ahora las cosas en ese punto.

Manuel García-Pelayo, otro indispensable e inolvidado, dedicó hace casi cincuenta años un trabajo a lo que él llamó la sociedad organizacional: “todos necesitamos cotidianamente de teléfono para comunicarnos, de automóvil público o privado para trasladarnos de un lugar a otro, de aparatos electrodomésticos para tener nuestro hogar en orden, de medios de comunicación de masas para estar informados, etc. pero ninguno de estos y otros artefactos, articulados como una prótesis generalizada (para emplear una expresión de Gehlen) al hombre y a la sociedad modernas, puede obtenerse y utilizarse sin la mediación de las grandes organizaciones que los fabrican y aseguran su organización y mantenimiento y sin los grandes sistemas de comunicaciones, electrónicos o de tráfico, que aseguran su utilización”. En suma, “las organizaciones son la circunstancia que rodea y condiciona nuestra vida y con las que hemos de contar para la mayoría de nuestros actos”.

Igualmente notorio es que a las organizaciones -la primera de ellas, por supuesto, el Estado- les son consustanciales las patologías, tanto a la hora de su funcionamiento, donde las irracionalidades se muestran muchas veces inevitables, como sobre todo en el momento de la selección y promoción de su personal, porque no siempre el que llega arriba es el mejor. Al respecto contamos con literatura incluso cómica, como el libro sobre el principio de Peter. En España habría que recordar la oficina siniestra de La Codorniz.

 

Cayetana Álvarez de Toledo

 

Ni que decir tiene -vayamos ya centrando el tiro- que una de esas organizaciones son los partidos políticos, que de momento se muestran insustituibles en las democracias representativas pero cuyas disfunciones, a veces hasta el grado de la caricatura o incluso de lo grotesco, están cada vez más a la vista. La Constitución de 1978 les dispensó un Art. 6 que poco menos que los canoniza (“expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”: no cabe expresarse con más arrobo), pero la realidad que tenemos ante nuestros ojos  es muy otra y ofrece un panorama desolador: han copado, sí, la estructura de lo público sin dejar el menor hueco a nadie, pero, a la hora de ponerse a tomar las medidas que sin duda hacen falta -piénsese en la reforma de las pensiones-, se muestran, desde la crisis de 2008, la madre de todas las crisis, incapaces, como si estuvieran esclerotizados, por mucho que puedan tener a su favor la aritmética parlamentaria. Piero Ignazi les ha dedicado un libro que pone los puntos sobre las íes y no deja títere con cabeza, lo mismo que en España han hecho Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes en su Retablo de las maravillas, describiendo lo que inicialmente fueron abusos y hoy, por desgracia, han devenido usos. Los países que prosperan -el ejemplo más a mano es la Italia de los últimos tiempos- son los que tienen Gobiernos que no obedecen a los rasgos partitocráticos: los que se han liberado, al menos en parte, y sin dejar de ser representativos, de las hipotecas que, al modo de las maldiciones bíblicas, son consustanciales a ese tipo de organizaciones.

El libro de Cayetana Álvarez de Toledo, con el título provocador de Políticamente indeseable, consiste, como es notorio, en un desahogo desde dentro de uno de esos partidos, el PP, del que sigue siendo diputada, aunque ahora, como había sucedido en períodos anteriores a 2019, sin el menor protagonismo. Estamos ante una reivindicación  -serena, eso sí- del parlamentario individual o, incluso, de la persona como tal: un acto de rebeldía, consistente en poner por escrito, y con todo de denuncia, lo que está a la vista de todos pero, desde dentro, nadie quiere relatar: que los partidos son poco menos que conventos de clausura -cierto que con un régimen de garantía estabular a la hora de la alimentación- y en esas atmósferas falta el oxígeno para respirar. Los enemigos de la autora, siempre o casi siempre sus correligionarios, han descalificado su trabajo con los alegatos que eran de esperar: es una persona egocéntrica y lo que busca es su propio protagonismo. Los que por el contrario han saludado el texto -entre otros, Juan Luis Cebrián en Babelia– han puesto de relieve que ya era hora de que lo que en la calle representa un verdadero clamor  -las disfunciones de los partidos, para decirlo con suavidad- pasase a ser dicho (o, al menos, a no verse silenciado, al modo de lo que sucedió en la Iglesia Católica con las conductas que en los últimos tiempos se han ido destapando) por alguien que, al menos de momento, continúa estando dentro -del partido y por ende del sistema, aunque, siendo de derechas, tiene la insólita costumbre, a la hora de emitir opiniones, de no dejarse encasillar en los límites de lo que se conoce como la (estrechísima y cada vez más) ventana de Overton: medir con lupa cada palabra y limitarse a decir aquello que no se salga del carril de lo previsible.

 

Cayetana Álvarez de Toledo cuando era jefa del grupo parlamentario del Partido Popular en el Congreso

 

El libro cuenta con más de 500 páginas y hay quien piensa que para exponer su diatriba -verdades como puños, se insiste: que le roi est nu lo sabíamos todos- no habría hecho falta tanto espacio. Pero lo cierto es que el lector promedio, aunque no se sorprenda de nada porque está curado de espanto y sobre los partidos no había comenzado albergando la menor expectativa, no se queda con esa impresión y llega hasta el final, porque está muy bien escrito (y bien concebido: quien se expresa con claridad es porque tiene el cerebro diáfano) y, más aún, porque sabe usar la ironía, con la que se llega más lejos que con insulto alguno.

En estas historias siempre tiene que haber un malvado, que en el libro se encarna en un tal Teodoro, el Secretario General de la cosa (en el PP es siempre el cargo del número dos, como en el PSOE el Secretario de Organización: el que hace de poli malo para dejar al líder arroparse luego con el papel de arcángel). El diminutivo murciano de su nombre de pila sería Teodorico, y de ahí lo expuesto al inicio sobre los reyes godos, pero todo parece indicar que con el parangón -forzadísimo, sin duda- estamos cayendo en el terreno de la broma. Incluso el sarcasmo o la crueldad. El fenotipo -el dirigente de partido- sólo puede verse como un genus, no por referencia a una concreta persona con su nombre y apellidos: son gente intercambiable o, como se dice en derecho, fungible. A babor y estribor. Sin discriminación de credos. Las filas se muestran igualmente prietas en todas las sectas. O quizá genotipo mejor que fenotipo, porque con toda probabilidad esas personas nacen, no se hacen. Tienen que haber salido así de fábrica: el arte de ser capataz de las reses es algo que no se enseña en ninguna academia. Nadie medianamente culto ignora que Robert Michels habló, con tono de denuncia y también de resignación, de la ley de hierro -y también Max Weber, en 1919, al hilo de la que él llamaba la democracia plebiscitaria, fruto inevitable, se quiera o no, de la universalización del sufragio-, pero le faltaban conocimientos de zoología para analizar con detalle al espécimen.

Nos queda, eso sí, el problema de fondo: ¿qué hacer, a estas alturas, con los partidos que tenemos? ¿son acaso recuperables? ¿cabe una democracia sin ellos? Y lo que es más grave: ¿cabe acaso con ellos? ¿hay por ventura límites al deterioro? ¿dónde están esos límites? ¿hay otro tipo de partidos? ¿dónde están? En 2014 y 2015 la vieja política -el bipartidismo- pareció haber llegado al fin de su viaje, porque gran parte de la sociedad -jóvenes y también clases medias productivas, para entendernos- dejó de reconocerse en el PP y en el PSOE, a quienes permanecieron fieles sólo los pensionistas. Pero la nueva política -al cabo, también partidos: partidos start up, sí, pero fatalmente partidos: nacieron con el estigma- tuvo un recorrido muy corto, apenas cuatro o cinco años. En 2019, ay, se terminó la aventura. Vuelta a la casilla de salida.

¿What comes next? Cayetana Álvarez de Toledo se muestra optimista. A ver.

 

 

 

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