Foto de Maxime Aliaga

 

Nuestros sentidos dan forma a cómo percibimos el mundo, pero solo proporcionan una fracción de la realidad que existe a nuestro alrededor. Desde los tiempos de la Antigua Grecia nos han enseñado que sólo tenemos cinco sentidos: vista, oído, gusto, tacto y olfato. Sin embargo, la ciencia moderna ha revelado que la percepción es mucho más compleja. El libro de la zoóloga británica Jackie Higgins “Seres sintientes. Como los sentidos animales revelan el prodigio de percibir el mundo” (Ariel, 2025, traducido por María Dolores Ábalos), te enseña de una forma original como otras especies van por la vida de una manera cuasi sobrenatural. Los animales revelan dimensiones de los sentidos que los humanos apenas podemos comprender.

Higgins cuenta cómo diferentes animales poseen habilidades sensoriales que van más allá de las capacidades humanas. Desde el el olfato del perro de San Huberto, uno de los animales con el olfato más agudo, hasta la detección de feromonas por parte de la polilla de la seda, dos especies que demuestran una mayor conexión de estos animales con su entorno, lo que les permite sobrevivir y mejorar.

Por suerte para nosotros, Higgins sostiene que los humanos también tenemos más capacidades sensoriales de las que reconocemos. Aunque no podamos igualar la visión de un halcón o la ecolocalización de un delfín, todos tenemos rasgos sensoriales únicos que nos diferencian de los demás. Higgins explica que a medida que nuestro cerebro se desarrolla nos especializamos en ciertas habilidades sensoriales, creando «superpoderes» individuales que dan forma a nuestra interacción con el mundo.

 

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Las personas dependen en gran medida de la visión, pero nuestros ojos solo perciben una parte limitada del espectro electromagnético. Las aves y los insectos, por ejemplo, pueden ver la luz ultravioleta, lo que les permite descubrir huellas ocultas en las flores que los guían hacia el néctar. Del mismo modo, las serpientes tienen receptores infrarrojos para detectar el calor que desprenden sus presas, lo que les da una ventaja cuando salen de caza.

Pero incluso entre nosotros, los humanos, la vista varía mucho. Algunas personas tienen una visión nocturna excepcional, mientras que otras tienen dificultades con la luz tenue. Higgins cuenta cómo descubrió su propia sensibilidad a la luz cuando ya era mayor, lo que refuerza la idea de que nuestras capacidades sensoriales están determinadas tanto por la biología como por la experiencia.

Si los humanos dependemos de la vista, la mayoría de los animales dependen principalmente del sonido. Por eso una amiga que vive con un perro que se quedó ciego hace unos pocos años, apenas tiene problemas de movilidad con su can. Los murciélagos y los delfines utilizan la ecolocalización para crear un mapa tridimensional de su entorno, detectando objetos y presas con una precisión asombrosa.

 

Pez duende

 

Los elefantes, por ejemplo, se comunican mediante sonidos de baja frecuencia que viajan a largas distancias. Estos sonidos, a menudo por debajo del umbral de audición humana, permiten a los elefantes mantenerse en contacto con miembros lejanos de la manada e incluso escuchar tormentas que se acercan, una capacidad que nosotros no tenemos ni por asomo.

Para otros animales, el olfato es el sentido dominante. Los perros, por ejemplo, tienen hasta 300 millones de receptores olfativos, en comparación con los escasos cinco millones de una persona. Esta sensibilidad les permite encontrar personas desaparecidas e incluso anticipar convulsiones antes de que ocurran. Los tiburones también confían en su sentido del olfato para rastrear presas a kilómetros de distancia.

Jackie Higgins nos explica cómo los humanos también pueden entrenar su sentido del olfato. Algo indispensable para los catadores de vino que pueden identificar aromas que otras personas pasarían por alto. En ciertas culturas, las personas aprenden a detectar cambios en su entorno a través del olfato, lo que refuerza la idea de que la percepción tiene tanto que ver con el aprendizaje como con la biología.

 

Sabueso basset artesiano normando

 

Pero una de las habilidades sensoriales más misteriosas de los animales es la capacidad de detectar los campos magnéticos de la Tierra. Las aves migratorias utilizan este sentido para navegar miles de kilómetros sin perderse, y las tortugas marinas confían en él para regresar a la misma playa donde nacieron. Los científicos creen que las aves tienen proteínas especiales en sus ojos que les permiten percibir los campos magnéticos como pautas de luz, lo que les sirve de brújula interna.

A pesar de los avances tecnológicos, la percepción humana sigue siendo superior en muchos aspectos a los sistemas artificiales. Aunque las máquinas pueden programarse para detectar estímulos específicos, carecen de la capacidad de procesar e interpretar el mundo con la complejidad y adaptabilidad de los organismos vivos. Los animales, a lo largo de millones de años de evolución, han desarrollado mecanismos sensoriales que superan incluso a la tecnología más sofisticada.

Sin embargo, la vida de hoy día ha cambiado la forma en que experimentamos el mundo. La iluminación artificial altera nuestros ritmos circadianos naturales, las fragancias sintéticas reemplazan los aromas orgánicos y las pantallas digitales monopolizan nuestra atención visual. Higgins sugiere que reconectar con nuestros sentidos naturales puede ser una experiencia gratificante y necesaria. Caminar en la naturaleza, escuchar el canto de los pájaros o simplemente prestar atención a los aromas de nuestro entorno nos ayuda a recuperar parte de la riqueza sensorial que la vida moderna nos ha restado.

 

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