Litton Strachey. National Portrait Gallery, London

En Blomsbury, su monografía sobre el legendario grupo británico, Leon Edel, el gran especialista en Henry James, traza ciertas características de Lytton Strachey que  nos ofrece con justeza la particular ambigüedad  del carácter contradictorio de personaje único con que bregó toda su vida: “ Hablaba, como han testimoniado todos sus amigos, con dos voces. Una era profunda y varonil, la otra era minúscula y aguda. La primera resonaba con cálida voz de barítono, llenas de emoción; la segunda, correspondía de alguna forma a la voz aflautada de la infancia, aprendida quizá del hermanas que llenaba la casa de los Strachey”. Por otra parte, su madre,  Jane Maria Strachey, cuando Lytton, su undécimo hijo comenzó a hablar, dijo de él que era “un niño de lo más ridículo” porque le daba por pronunciar en voz alta las fantasías más extravagantes, y eso dicho por una dama, casada con sir Richard Strachey,teniente general del Ejército Colonial en India, en cuya casa de Lancaster Gate, un caserón victoriano con dejes de escenario de novela gótica, los niños representaban obras de teatro, leían  versos en voz alta, jugaban ruidosamente, lo que hacía de aquella casa algo parecido a una guardería, mientras ella repartía papeles a diestro y siniestro, dominándolo todo y su marido, militar retirado y treinta años mayor que ella, botánico y meteorólogo, con aspecto de profesor despistado,dejaba hacer. Ella, vestida siempre de satén negro, conocida sufragista, tenía manía a los pantalones bombachos por lo que vistió a Lytton desde niño con enaguas, como muestra una fotografía en que éste, vestido de terciopelo con cuello de encaje y las enaguas, parece una bailarina enana. Larguirucho,de miembros estirados y flacos, frágil, mimado por aquel gineceo formado por su madre y sus hermanas, que le consentían todo, Lytton llegó a considerarse un patito feo, muy femenino respecto a su mente receptiva pero a la vez, escondida tras una máscara de ser titubeante se agazapaba un alma masculina que quería dominar mediante unos recursos muy poco vistos en su milieu, lo que le hacía parecer rebelde: así, gracias a Maria Souvestre, una profesora de francés que había fundado una escuela para los hijos de la clase alta británica y a la que admiraban gentes como Henry James, y al modo de camino de Damasco, éste se le apareció bajo el aspecto de la lengua francesa, de la que quería imitar su formule saisissante, esa densidad del art de dire, que había hecho famoso ese idioma gracias a que parecía inclinar las mentes hacia una claridad alejada der las brumas del idioma de Shakespeare y que fascinó de tal modo al joven Lytton, que no sólo adoptó esas maneras en su dicción, bien es verdad que al contrario que sus amigos Clive Bell y Maynard Keynes, que dominaban un francés de su tiempo, éste optó por el estilo dieciochesco de Rousseau y Voltaire, sobre todo de éste último, hasta tal punto de que siempre fantaseó con ejercer en Inglaterra la influencia que el señor de Ferney ejerció en Europa. De hecho creyó conseguirlo en su última residencia, después de la decisiva relación que tuvo con Dora Carrington, cuando convertido en famoso y peculiar historiador, fustigador de las sagradas figuras que habían forjado el Imperio, desde Isabel I y el general Gordon a Florence Nightingale, colgó en la chimenea de su estudio una pintura de Huber en que se ve a Voltaire, con esa cara de monito que tenía en su vejez, bendiciendo a sus discípulos.

No de mente tan profunda como su amigo Leonard Woolf y sin llegar a los logros de otros  amigos suyos de Bloomsbury, como Maynard Keynes,  que al contrario que Lytton Strachey poseía en verdad una mente ordenada con la ventaja de que actuaba y sabía aprovecharse de ello, mientras Lytton se quejaba de que alguno de sus amantes de la universidad no le hacía caso y se notaba que estaba cayendo en una depresión, poco podía imaginar que Keynes ya le había incorporado hacía tiempo a su  harén personal, y sin llegar a la trascendencia dolorosa y genialoide de Virginia Woolf,  Strachey bien puede ser considerado como el más excéntrico del grupo, de gran ingenio, con una agudeza psicológica poco común, dotado de una mente brillante pero proclive a los desfallecimientos y provisto de una gran lucidez respecto a sus propios límites. Así, él, que quiso ser en cierta manera el Voltaire de Inglaterra nunca escribió una biografía del autor de Cándido, a pesar de que sus amigos insistían en que su vena se encontraba en la historia y, más en concreto, en la biografía literaria, y hay un ensayo temprano de Lytton donde disecciona los puntos débiles de la obra teatral de Voltaire, algo que Leon Edel interpreta como la conciencia que tenía Lytton de que su obra artística nunca estaría a la altura de la de la crítica, por lo que se dedicó a buscar la influencia, la fama, a su manera  y vaya si lo consiguió. Después de la publicación de Victorianos eminentes, el libro que le dio fama, Lytton pudo creerse por un momento el fustigador a la manera de Voltaire, si caer en la cuenta de donde brillaba su talento era en fustigar el pasado, nunca el presente, como sí hizo sobremanera el francés.

Y para ilustrar este aserto basta con comparar dos modos de ser volteriano, uno británico, el de Lytton Strachey; otro, siciliano, el de Leonardo Sciascia y fijarse en el aspecto que del escritor francés uno y otro adoptaron, es decir, el de la mordacidad o el de la ética, el del lenguaje incisivo, brillante o el de la postura moral ante los fanatismos de su época. Y si bien Lytton Strachey creyó siempre que era un innovador, lo cierto es que su figura era más bien la de un renovador, vale decir, alguien que se decanta por los cambios pero sin renunciar a los privilegios de su estatus, al que no está dispuesto a realizar, algo que si hizo a su manera su temprano amigo Leonard Woolf, comprometido con el socialismo de una Inglaterra, la de entreguerras, sumida en unos cambios que se aceleraron durante los años treinta pero envuelta aún en los oropeles de un Imperio que muchos atisbaron ya crepuscular aunque los banqueros de la City siguieran pensando que seguían siendo los dueños del crédito financiero en el mundo.

Voltaire fue uno de los escritores más comprometidos con su tiempo, y esa idea, la del compromiso hizo de él el látigo más famoso de los philophoses contra los poderes del momento, la monarquía absolutista, la miseria moral y física en que estaba sometida la mayor parte de la población, lo que llevaba a su vez a combatir a la Iglesia, sobre todo la Católica, que era la que Voltaire mejor conocía, sobre todo a la Compañía de Jesús, a la que había padecido. De ahí la fortuna gracias al ingenio y al peculiar modo de su estilo, de una eficacia tal que bien podríamos de periodística, tan rompedora era y tan  centrada en su  objetivo con tal número de ardides para convencer al lector que probablemente se haya convertido en el santo patrón de los publicistas de la prensa, el primero de todos ellos, el primero que hizo del debate una obra de arte por la elegancia de su prosa y la  eficacia con que sabía adornar sus argumentos lo que aliado a un ingenio brillante hacía de él un personaje fascinante, amado por sus amigos philosophes, odiado por la Iglesia, sobre todo por los jesuítas, que le educaron, adorado por la población y temido por los príncipes. Ni que decir tiene que a Lytton, cuando descubrió esa prosa, le sobrevino una especie de Camino de Damasco, algo que cultivó desde sus tiempos de Cambridge, de interno en el Trinity College a los 19 años, cuando formó parte del grupo de los Apóstoles y se rodeó de chicos, ejerciendo con ellos maneras de hermana mayor y que sólo el poco caso que las autoridades de la Universidad le hicieron respecto a sus ínfulas de historiador fue el detonante que necesitó para abandonar Cambridge, de hecho todo sonaba a una expulsión a la inglesa, es decir, solapada. En realidad le hicieron un gran favor al señalarle que a menudo olvidaba el asunto principal en sus escritos y se perdía en mil y una anécdotas que restaban fuerza al argumento central, aquello que constituía la tesis, y si bien cuando abandonó Cambridge, sólo veía “vacío, vacío, vacío”, como escribió a su amigo Leonard Woolf, lo cierto es que le permitió, integrado ya en Bloomsbury, un distanciamiento de los modos de la Universidad- Madre convertida ahora en Madrastra, adquirir cierta madurez de los propósitos en que debía centrar su obra, eso sí, perfeccionando su estilo hasta lograr que se correspondiera cada vez con el de Voltaire, cosa que consiguió en los años en que se relacionó con Dora Carrington, una pintora dotada de una personalidad apabullante, una atractiva mujer de tendencias lesbianas  y cuya relación ha sido estudiada hasta el detalle por Michael Holroyd, y de la que Leonard Woolf dijo que se comportaba como la hembra clásica, si el macho iba detrás de ella, le huía, si se distanciaba , ella le perseguía, cosa que hizo con nuestro Lytton, homosexual a las claras y de la que surgió una relación curiosa y  apasionada donde ella le pedía de continuo que la educara. Se instalaron en Tidmarsh donde Lytton se ejercitaba con ella en sus  modos volterianos. Virginia Woolf contó algo que nos habla bien a las claras en qué consistía aquella relación: en una ocasión en que se fueron a la cama con “ el  ánimo ostensible de copular” en una reunión de amigos, cuando alguien subió las escaleras que conducían a los dormitorios, oyó a Lytton recitando a Dora Carrington unas páginas de Macaulay.

 

Dora Carrington, Saxon Arnold Sydney, Turner Ralph Partridge y Lytton Strachey por Frances Catherine Partridge 1926-1927

 

Luego, apareció por allí un joven llamado Gerald Brenan, estamos en 1922, que bebió los vientos por Dora en una de las relaciones más tormentosas que se dieron en Tidmarsh y de la que el lector puede hacerse una idea abriendo las páginas de Memoria personal, la autobiografía que Brenan escribió ya en su vejez y cuya primera parte se abre con su relación con Dora Carrington y, por extensión, con el grupo de Bloomsbury… por supuesto nuestro Lytton, pero también Roger Fry y Virginia Woolf e incluso el prestigioso Arthur Waley, el lúcido sinólogo. De lo peculiar de aquellas relaciones valga como muestra el que Virginia Woolf, Lytton Strachey, Dora Carrington y Ralph Partridge  le visitaron en Yegen en más de una ocasión…Imaginemos por un momento lo que pensaría nuestro Lytton del ambiente de un pueblo como Yegen en los años veinte, desde luego que afilaría su dialéctica volteriana y recurriría a Cándido y Pangloss para intentar aproximarse un poquito a una realidad que le resultaba tan enorme que sabía que tenía que refugiarse en la disección, llegando a veces a la crueldad , del pasado porque el presente se le hacía insoportable. Esa tendencia encontró su método idóneo en la mentalidad psicoanalítica, método que Lytton Strachey  fue el primero en adaptarlo  a la investigación histórica en la Inglaterra de su tiempo. No olvidemos que su hermano James Strachey fue un psicoanalista famoso y el primer traductor de la obra de Sigmund Freud al inglés.

La especial vocación con la frase volteriana, la especial relación que tuvo con sus amigos, donde no se excluía el cotilleo, la altanería e incluso cierto trato cruel, la especial relación con Dora Carrington… desembocó en un hallazgo que justificaba hasta su doloroso modo de estar en el mundo. Ese hallazgo tiene un título, Victorianos  Eminentes, publicada en 1918, poco después de Hitos en la literatura francesa, donde analizaba a su modo exhaustivo y hasta prolijo a cuatro figuras claves del Imperio en la época de Victoria, es decir, la generación anterior a la suya, la eduardiana: el cardenal Manning, Florence Nightingale, Thomas Arnold, director del Colegio de Rugby y el general Gordon, el de Jartum, donde murió asediado por el Madih…

Luego vinieron La reina Victoria, quizá su hito en el género biográfico, seguido de Books & Characters, unos fantásticos retratos de escritores franceses e ingleses que en esta edición que el lector tiene entre manos se ha traducido por Ensayos y comprende, por razones temáticas y que por coherencia con el libro anterior sobre literatura francesa, Landmarks in French Literature, traducido aquí como Introducción,  sólo los autores franceses, dejando a los ingleses para una edición posterior,  e Isabel y Essex. Al fin había conseguido lo que quería y nada resume ese hallazgo que la coda con que finaliza “Voltaire en Inglaterra”, publicado en esta edición en Ensayos, donde Strachey consigue colocar la flecha en la diana, no sé si de la relación de Voltaire con aquella isla de la que dijo que el único modo de comer bien en ella era  desayunar tres veces, pero sí de la relación de Lytton con su país, un Lytton transmutado en Voltaire:  “ Sin embargo resulta curioso observar cómo, a medida que pasaba el tiempo, la fuerza del carácter de Voltaire lo alejaba inevitablemente cada vez más de las opiniones principales de la mente inglesa. El movimiento del pensamiento inglés del siglo XVIII encontró como expresarse a la perfección en la genialidad profunda, escéptica y, sin embargo conservadora, de la esencia de Hume. ¡Qué diferente fue la actitud de Voltaire! Con qué audacia impulsiva , con qué pasión extrema e intransigente cargó, luchó y volvió a cargar. No tenía tiempo para las discriminaciones bonitas de una filosofía elaborada, ni deseaba el equilibrio cuidadoso de la mente crítica; su credo era sencillo y explícito, y además poseía la cualidad suprema de la brevedad. “ ¡ Ecrasez l´infame” !” era suficiente para él”

Convendría, para una mayor comprensión de lo que Strachey entendía por volteriano compararlo, ya lo dijimos antes, con una figura como Sciascia, que en circunstancias muy distintas a las del británico, no solamente distintas sino abismales, justamente lo que separa dar clases en una escuela en la Sicilia del Duce a ser miembro  de uno de los grupos legendarios de la cultura del siglo XX, el grupo de Bloomsbury, separación abismal que se acrecienta cuando  vemos una foto de Lytton Strachey vagando por el jardín de Tidmarsh junto a la figura andrógina de Dora Carrington y la comparamos con esas en las que aparece Leonardo Sciascia con su mujer sentado en una silla tomando el fresco en la noche del estío siciliano con un aspecto que no le diferencia gran cosa de cualquier jubilado del lugar. Para Sciascia, tan volteriano que llegó a escribir una versión del Candide titulándola Cándido o el sueño siciliano, el escritor francés es ese del que Lytton toma buena nota, el de “Ecrasez l´infame”, pero la diferencia estriba quizá en lo que cada uno entiende por infame: desde luego para Sciascia, Voltaire es el fustigador ideal de la Era de las Luces justamente por aquellas cualidades de su estilo que había fascinado desde joven a Strachey, pero para Sciascia ese estilo único, tan moderno , tan adecuado para la polémica es el que Voltaire emplea para satirizar el abuso del Absolutismo de su tiempo, del Rey y de la Iglesia, abogando por un Despotismo Ilustrado, de un paternalismo nada subido de tono, como del agnosticismo  de que hizo gala y que se hubiera espantado de ciertas acciones que años más tarde, llevaron a cabo los más radicales de los Jacobinos del Incorruptible, quien en su último discurso del 26 de julio de 1794, sabiéndose ya condenado, advierte, “ Acuérdate de que existe en tu seno una liga de traidores, que lucha contra la virtud pública y que tiene más influencia que tú mismo sobre tus propios problemas, y recuerda que, lejos de sacrificar este puñado de bribones a tu felicidad, tus enemigos quieren sacrificarte a este puñado de bribones, autores de todas nuestras desdichas y únicos obstáculos para la prosperidad pública” , palabras que sugieren la Venganza infinita, aquella que no tiene fin porque se alimenta del Resentimiento infinito, de la idea de la Incorruptibilidad al modo de  una idea platónica, una especie de Inquisición laica que demanda eficacia y que se plasmó luego en el comisariado soviético y en instituciones como la Policía política,  desde el GPU hasta las Waffen SS. De la Higiene ante todo. Contradicciones en un mundo poblado de grises, a pesar del blanco y negro: la prosperidad de que goza, incluso actualmente, la industria agraria francesa tiene su origen en la Reforma Agraria llevada a cabo por Robespierre. Algo de lo que sabía el propio Voltaire, fustigador de los abusos de la aristocracia pero frecuentador de Cortes y Príncipes donde se encontraba más a sus anchas en el fondo que en ese país brumoso, algo salvaje, no había más que asistir a dramas como El rey Lear, admirable en cierto modo por su liberalismo, por haberse defendido de los abusos cometiendo el primer Regicidio en nombre de la Libertad pero donde había que desayunar tres veces para comer de una manera decente.

 

Una lección de Voltaire en el café Procopio

 

El tremendo radicalismo de Voltaire se hallaba en otro lado, en la práctica de una Razón y una Ética basada en el compromiso y alejada del Resentimiento, del que hicieron gala aquellos que le juraron odio a través de los tiempos: Sciascia pertenece a esa sociedad, al igual que la española, donde tuvimos que oír a los curas repetirnos en el colegio los terrores que les acaecieron a gentes como Voltaire y Zola cuando agonizaban , terror aliado en algún caso a la casi coprofagia de aquel, no recuerdo si era Voltaire o Zola, que a punto de morir sintió la vergüenza de ver como un perro defecaba en su boca. Lo curioso, y que nos habla bien a las claras de su influencia a través de la palabra, es que no se referían nunca a personajes como el Abate Marchena.

 Este modo de entender a Voltaire, el philosophe publicista de verbo con esprit de finesse y esprit de géometrie, tal y como quería Pascal el estilo, pero embarcado en una lucha  persistente y aguda con los poderes de su tiempo nos es tan familiar que hace falta un criterio muy abierto y cierta voluntad de saber colocarnos en las peculiares circunstancias de otro lugar para hacernos una idea de lo que un inglés de clase media alta, eduardiano, homosexual, tan acostumbrado a los avatares de la vida parlamentaria, que para él era tan inconsciente como el respirar, podía valorar en Voltaire hasta el punto de elevarle a la altura de mentor y maestro porque, en efecto hay en esa fascinación de Lytton por el autor de Zadig , un ramalazo que nos recuerda en parte la labor de Virgilio en la Comedia del Dante, es decir, aquel que fecunda, a través  del tiempo, la obra del otro a través de su ejemplo y que sin ese concurso no se puede entender el sentido de su creación. En el Trinity College estudió literatura francesa porque como buen inglés culto, Samuel Johnson tuvo certeras palabras sobre la labor de civilización que la cultura francesa supuso para Inglaterra, y no sólo en la época de los normandos, “Honni soit qui mal y pensé”, sino en la concepción misma de  un libro fundacional como los Cuentos de Canterbury, de Chaucer, que no se entienden sin el Decamerón, pero que, Johnson dixit, “ Nuestra literatura nos ha venido a través de Francia. Caxton imprimió solamente dos libros, los de Chaucer  y Gower que no fueran traducciones del francés…” y allí, en el  viejo Cambridge, fue donde se forjó una idea muy británica cuando estos se vuelven francófilos, que es la de pensar que el orden de su cultura se  lo deben a Francia: Lytton, en Landmarks in French Literature, que en esta edición nuestra toma el título de  Introducción para iluminar el posterior retrato de algunos escritores franceses, bajo el título de  Ensayos y que corresponden a los dedicados a Francia,  Madame du Deffand, Voltaire, Racine, Rousseau y Stendhal, de Books and Characters a los que se les ha quitado el elenco de escritores británicos para publicar en una edición posterior, afirma “ La literatura francesa es absolutamente homogénea. Es difícil decir hasta qué punto esto se  considera una ventaja o todo lo contrario, pero el dato de importancia en que se debe fijar el lector inglés es que esta diferencia sí existe entre la lengua francesa y la suya propia. El complejo origen de la lengua inglesa ha permitido a los escritores ingleses obtener esos efectos de diversidad, de  contraste,de extraña imaginación, que han  jugado un papel dominante en su literatura. La genialidad del idioma francés, que ha descendido únicamente del latín, ha triunfado justo en la dirección opuesta, en simplicidad, unidad, claridad y limitación”. Y esto, sin abjurar de las  ventajas de su lengua, es lo que Lytton quiso hacer de su estilo para desentrañar mejor algunas brumas de la historia de Gran Bretaña, desde Isabel a Victoria. Lo que no sabremos nunca, aunque lo imaginamos, es lo que pensaría de una obra como la de Louis Ferdinand Céline pero podemos apostar a que se sentiría a salvo leyendo a André Gide.

     ESTA EDICIÓN

Estos Ensayos sobre literatura francesa es la primera vez que se editan en España y permiten a nuestros lectores acercarse a la obra, completándola, de los libros que pasan por canónicos de nuestro autor, La reina Victoria, Victorianos Eminentes, Isabel y Essex… donde Strachey disecciona ciertos aspectos del pasado de su país.

 Estos Ensayos sobre literatura francesa comprenden dos libros: Landmarks in French Literature, que aquí hemos titulado Introducción y Books and Characters, que forman el grueso de la edición de estos Ensayos, a los que se les ha quitado los retratos de escritores ingleses con la idea de publicarlos en un tomo aparte que complementan a éste pero que de este modo no le restan unidad temática.

 

 

 

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