Escrito desde una primera persona que pone las cartas sobre la mesa, pues el autor nos cuenta que no va a decir todo pero si bastante y sin esconderse detrás de la máscara de un narrador -algo que podríamos definir como ficción autobiográfica o sin invención-, Marcos Giralt Torrente escribe acerca los encuentros y desencuentros con su padre, el pintor Juan Giralt.

El autor empieza a desgranar su historia después del fallecimiento del padre y sin saber bien cómo enfocarla, pero enseguida toma las riendas para ir directo a lo que le interesa contar. Ello conlleva intimidad o falta de pudor. Lo que ustedes prefieran, pero la narración gana interés y sentimiento en cada página que leemos. El resultado es un libro que emociona y resulta eficaz en su intención.
En cuanto a la historia en sí, Juan Giralt, una vez separado de la madre de Marcos, termina viviendo con otra mujer que compite con el hijo por el padre y obstaculiza una relación normal entre éstos dos. Con el paso de los años, el padre es una estrella difusa en el firmamento del hijo. Sólo cuando Marcos ya es mayor y un escritor afirmado, se refuerza algo el vínculo. El padre enferma de cáncer y entonces se produce un progresivo acercamiento entre padre e hijo, facilitado por la deserción de la segunda mujer (que el autor denomina siempre con la perífrasis «la amiga que conoció en Brasil») en los cuidados finales de los que el hijo se ocupa con abnegación.
En cualquier caso, lo que da valor a esta narración es el sentimiento o, si ustedes lo prefieren, el amor. Como todas las verdaderas historias de amor, el final del camino es agridulce aunque nos hace más sabios, pues como se pregunta el mismo autor al hablarnos del hijo que espera de su mujer, «en qué lo condicionaré, en qué le fallaré, que deberé yo perdonarle», ya que entre padres e hijos nunca hay vencedores ni vencidos sino un recorrido común que es tan difícil como la vida y que  este libro sabe contarlo muy bien.  

Marcos Giralt Torrente
Tiempo de vida
Anagrama. Barcelona, 2010
202 páginas. 17 euros
 
                                Marcos Giralt Torrente. Foto de Luis Asín
 
 


Entrevista con Marcos Giralt Torrente sobre «Tiempo de vida»
 
¿Cuál es el motivo o el sentimiento por el que se decidió a escribir este libro?
No puedo hablar de un sentimiento sino de varios. En primer lugar, la sensación, que es común a todos los duelos, de no poder despegarme vitalmente del trauma de la pérdida. En segundo lugar, la sensación que tenía como escritor de que en esa pérdida, y en todo lo que le había antecedido, había una historia que contar. Una historia, la de mi padre y mía, que parecía predestinada a acabar de una forma pero que sin embargo acabó de manera muy distinta. Una historia nada maniquea, tan compleja como es la vida, hecha de desencuentros y de dolor, pero también de amor y luz.
En el libro habla de la dificultad de encontrar la forma y el tono para lograr escribirlo e incluso se mencionan muchos de los libros que leyó antes sobre relaciones paterno-filiales, ¿hubo alguno que le sirvió o la solución vino más bien de la perseverancia en el propio trabajo?
La solución siempre viene del trabajo, de intentarlo una vez tras otra. Todos los libros hay que aprender a escribirlos. En eso consiste, después de todo, escribir: en aprender a escribir cada nuevo libro. Se equivoca quien piense que el oficio ayuda. El oficio crea vicios que muchas veces son perjudiciales. Yo, por ejemplo, para escribir Tiempo de vida tuve que desprenderme del estilo literario que, con alguna diferencia de matiz, había caracterizado mis dos novelas anteriores. Y, en ese trayecto, me ayudaron mucho las lecturas que hice. Especialmente Pedigrí, de Patrick Modiano, y El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Modiano me enseñó que se puede abarcar toda una vida siendo sintético, y, Didion, que podía incorporar la historia de la escritura del libro a la narración misma.
  
¿Se ha encontrado cómodo escribiendo un libro que es una ficción autobiográfica?
Tuve un momento, en los comienzos, de muchas dudas. Sabía que el libro sólo funcionaría literariamente renunciando al pudor. Para desvelar el conflicto con mi padre en toda su hondura era necesario no enmascarar nada. Ahora bien, me atemorizaban los daños colaterales. Tenía claro que sólo debía contar aquello que ayudara a iluminar nuestra historia, pero esto es mucho más fácil de decir que de hacer. Como era previsible, me encontré con ovillos en los que había muchas cosas enredadas. Dar con la alquimia exacta para cada caso potencialmente conflictivo no fue fácil. Al final, sin embargo, más que otra cosa, fue un reto técnico.
Si no está de acuerdo con la anterior definición, ¿en qué género encuadraría su libro?
Puede decirse, sí, que es una ficción autobiográfica. Pero prefiero delimitarlo más y decir que es una ficción sin invención. El material proviene de mi vida y trato de reflejar mi visión sin manipularlo ni  inventar, pero utilizo herramientas que son de escritor de ficción. La tensión narrativa en particular, ese mismo desbroce del que antes hablaba: limitarme a lo esencial que hace que la historia progrese y no a la pintura de ambientes o de costumbres. En cualquier caso, podríamos encuadrarlo en ese género tan en boga ahora, un verdadero saco en el que cabe todo, que es la autoficción.
Lo que usted ha escrito, ¿tiene más de memoria que de ajuste de cuentas?
En cierto modo, y quitándole la connotación negativa, sería un ajuste de cuentas conmigo mismo. Pero sobre todo es literatura. Una novela hecha de memoria vivida.
¿Fue la relación con su padre un conflicto irresuelto hasta el final o su muerte sirvió para resolverlo?
Lo resolvimos en lo fundamental unos pocos años antes de su enfermedad. La enfermedad, nuestra entrega mutua en ese tiempo penoso, demostró que no lo habíamos resuelto en falso y cerró cualquier cuenta pendiente. Los dos pusimos en la misma medida para que eso sucediera. Para él no fue fácil, tuvo que tomar decisiones a priori incómodas, y para mí tampoco.
El padre ausente, es una tipología de una época muy determinada, como pueden ser los años 60-80 en que los vínculos familiares cambian, ¿o es siempre la consecuencia de casos particulares?
Es cierto que entre los 60 y los 80, en España, cambian los vínculos familiares, sobre todo porque se modifican los roles. La mujer accede al trabajo y al mismo tiempo la pesada moral nacionalcatólica poco a poco se diluye. Eso propicia que surjan nuevos modelos familiares y es un estímulo quizá para que ciertos hombres, que antes estaban atados a la familia por la hipocresía social, se desvinculen. No obstante, no se puede generalizar. Antes, por ejemplo, eran muy frecuentes los llamados hijos naturales. ¿Qué mayor ausencia que la de un padre que ni siquiera te reconoce?
En su libro, ¿hay más sinceridad que falta de pudor?
Como dije antes, para escribirlo tuve que dejar a un lado el pudor. No obstante, no creo que sea un libro impúdico. De hecho me sorprende que a menudo se lo califique de valiente. No tengo conciencia de haber necesitado tanta valentía. Hablo de mi intimidad sin tapujos, cuento algún episodio del que no me enorgullezco, pero en la vida de todos hay pecados parecidos. De hecho, creo que esa es la razón también de que sea un libro que toque tanto una fibra emocional. Al margen de que sea una historia más o menos universal, creo que el lector se identifica con esas debilidades del narrador. Y que se muestren, dota al libro de una veracidad, de una autenticidad, que en literatura es muy difícil lograr.
¿Es la culpabilidad algo consustancial a las relaciones paterno filiales?
No debería serlo, pero con frecuencia lo es. Es normal que entre padres e hijos haya conflictos. Diría incluso que es necesario, ya que en determinado momento de su maduración es la única manera de que el hijo se emancipe realmente, de que sea una persona verdaderamente autónoma y no una réplica de sus padres. Y también es normal que ese tiempo de rebeldía deje heridas en ambos bandos. Heridas que, si no se curan bien, pueden degenerar en pesadas cargas de culpabilidad.  
¿La distancia marcó más su relación con su padre que la posible cotidianeidad?
La distancia, la ausencia, tratándose de relaciones entre padres e hijos, significa falta de cotidianidad. En ese sentido, me marcó la ausencia, ya que lo que básicamente echaba de menos en mi largo conflicto con mi padre era no tener una cotidianidad con él, haberme visto expulsado de ella.
¿Cuál es la esencia de la relación entre un padre y un hijo? ¿El cariño? ¿La ayuda mutua? ¿La dependencia? ¿El amor?
Todo ello. Y también, y sobre todo, la responsabilidad. El hijo no pide venir al mundo, al hijo lo traen dos adultos, un padre y una madre, que han decidido tenerlo. En ese sentido, los padres tienen una carga de responsabilidad con el bienestar de ese hijo a la que no pueden renunciar. Es su deber velar por él. No pueden desertar. Por otro lado, el hijo no es siempre un bebé, el hijo crece y por el camino aprende y llega un momento en el que probablemente deberá ser el padre de sus padres.  
¿Un padre puede entender a su hijo (me refiero a las razones y comprensiones en general y no en particular) y viceversa, o no?
Hay unos largos años en los que el único que puede entender, y está obligado a ello, es el padre. Después, si este lo ha hecho bien, el hijo deberá también saber entender. Lo primero de todo, que sus padres fueron hijos como él y también tuvieron sus carencias, ya que la perfección en el género humano no existe. Por bien que te propongas hacer las cosas siempre hay algo en lo que fallas. Nada tiene una sola lectura.
Al ser tanto el hijo como el padre artistas, hay en el libro una reflexión sobre el arte, o mejor dicho, sobre la carrera del artista y sus dificultades, ¿qué diferencia ve entre el la de su padre y la de usted?
Mi padre provenía de una familia burguesa convencional. No conocía de primera mano la parte oscura que toda vocación artística entraña: la incertidumbre económica, lo renuente que es a veces el éxito y, sobre todo, que este no siempre sanciona aquello que realmente lo merece sino que en él intervienen el azar y muy a menudo intereses bastardos… Yo, sin embargo, me crié en un ambiente artístico, en el que no me faltaron ejemplos cercanos de todo tipo, y mi mirada, a la hora de decidir seguir mi vocación, era menos romántica, menos inocente. Estaba, por eso, más preparado para encajar los reveses.