«La esclava». Gonzalo Bilbao, 1904

Ramón Garriga Alemany.
Del libro «Berlín, años cuarenta»
Planeta, 1983
Una cena que tuvimos con Heinz Barth y su mujer permitió comprobar que él, corresponsal del diario DAZ, de Berlín, era el periodista alemán más inteligente de todos los que actuaban en Madrid. Recuerdo que comparaba el régimen español imperante con un edificio miserable cuyo dueño se había dedicado a mejorar todo lo posible la fachada. Decía: “Cuando fiado con el aspecto magnífico que ofrece el exterior, abres la puerta y penetras en el interior, descubres que te han engañado, pues la propaganda no corresponde a la realidad. En el papel, la justicia social predicada por Falange es algo extraordinario, pero la realidad te ofrece un pueblo privado de cosas esenciales que en su gran mayoría se acuesta con hambre”. No debatimos largamente este tema, porque Barth había descubierto y se había enamorado de Andalucía y hablaba con gran entusiasmo de la gente y de las cosas del Sur. Me mostró botellas de vino y coñac que había adquirido en sus excusiones. Contaba:”Hay bodegas pequeñas, cuyos dueños carecen de sentido comercial, pues se dedican a vender sus caldos extraordinariamente buenos y baratos, sólo a los que acuden a su establecimiento. No se les ocurre llegar a los mercados y así resulta que son víctimas de los comerciantes que compran barato lo que venden caro a los centros de consumo.” El tema andaluz llevó a Barth a preguntar a mi mujer si le gustaría asistir a una juerga flamenca. Contestó ella afirmativamente, pues tenía una idea vaga de la España de pandereta; en Buenos Aires se movió principalmente entre la colonia alemana y no tuvo oportunidad de frecuentar los centros andaluces, donde se conservaban las tradiciones de la región. Miré el reloj y le indiqué al amigo que si íbamos a Villa Rosa llegaríamos al final del espectáculo. “Se ve que no conoces bien Madrid”, me replicó el alemán. “Hay una hora de cierre de los espectáculos, que la policía hace cumplir. Pero también hay excepciones, o mejor dicho tolerancias. Hay que saber moverse”.
                                                                                 Interior de Villa Rosa
         
Llegamos a Villa Rosa cuando ya se marchaba la gente. Barth buscó y habló con uno de los encargados y pronto nos condujeron a una sala privada de reducidas dimensiones, en la que había un tablado primitivo, adornado con plantas, en el fondo y junto a él media docena de mesas pequeñas. Nosotros cuatro nos sentamos en una y las restantes fueron ocupadas por gente elegante: diplomáticos, extranjeros con sus mujeres, alguna pareja que parecían de recién casados y algún respetable caballero acompañado por una mujer joven y llamativa. Todos daban señales de conocer el espectáculo que se les ofrecería; entre tanto empezaron a servir unos vasos de manzanilla. Una mujer mayor, con saya larga de vuelo, un mantoncillo al cuello y un clavel rojo y lozano en la cabellera, hizo su aparición y observó las personas sentadas en torno a las mesas. Cuando pareció satisfecha con el público que se había reunido, batió palmas y fue saliendo el elenco. En primer lugar estaban dos guitarristas –tocaores, según aclaró Barth haciendo gala de su erudición- que tomaron asiento inmediatamente, seguidos por dos mujeres algo maduras de edad que tendrían a sus cargo cantar, tañer las castañuelas y bailar en determinados momentos; luego aparecieron varios hombres y algunos muchachos, que con sus palmadas y gritos darían ritmo y animación al espectáculo. Antes de subir al tablado se pasearon entre las mesas y aceptaron los vasos de manzanilla que les ofrecían algunos espectadores que daban pruebas de conocerlos. Cuando entre el público y los artistas se hubo establecido un ambiente de convivencia, con el consumo de varias botellas, comenzó la anunciada juerga. Los dos guitarristas empezaron a tocar, se sumaron las palmadas y las castañuelas e hizo su aparición una pareja de chiquillos; ella tendría catorce o quince años y él parecía menor. Nos dijeron que eran hermanos o primos, pues todos los componentes del elenco eran miembros de la misma familia; formaban una tribu con mucha sangre gitana. Los chiquillos habían nacido para bailar con gracia, pues de una manera incansable pasaban de las soleares a las bulerías y demás repertorio. Cuando paraban para tomar aliento, las dos mujeres daban unos pasos de baile, uno de los muchachos de las palmadas salía para lucir su habilidad en el taconeo y un cantaor lanzaba, con gran esfuerzo gutural, sus lamentos musicales. Pero la cumbre del espectáculo era siempre la actuación de la pareja de chiquillos. Los gritos, las castañuelas y las guitarras, junto con una buena consumición de manzanilla, tanto por parte de los artistas como de los espectadores, fue caldeando el ambiente de la sala. Alguna de las acompañantes de los aparentemente respetables caballeros demostró su temperamento cañí y se sumó a las bailadoras. La nota amorosa estuvo a cargo de la pareja de recién casados, pues la chica se sentó sobre las rodillas de su enamorado y no se avergonzó de hacer una exhibición pública de besos y caricias. El alcohol había suprimido las barreras, pues los espectadores se confundían con los artistas, es decir se trataba indudablemente de toda una juerga flamenca.
            Nosotros abandonamos la sala después de las tres, cuando los que quedaron continuaban su diversión. Barth nos dijo que probablemente las cosas seguirían hasta las cinco o las seis de la madrugada. Y añadió que se trataba de una juerga flamenca auténtica porque todos los que intervenían en el espectáculo recibían muy poco; por su incansable actuación se les daba la simple comida y las pesetas que como propina soltaba algún generoso y entusiasta espectador. Esto ocurría a finales de julio de 1942, cuando se decía que la policía controlaba rigurosamente el orden público y los curas se preocupaban e intervenían para que todas las personas observaran una buena conducta moral. Entonces, ¿cómo era posible que unos menores de edad pudieran pasarse la noche bailando? “Son los misterios de las grandes ciudades”, me respondió Barth.”Son cosas que ocurren y no tienen explicación. Berlín, como tú sabes bien, también tiene sus misterios.” Diez años más tarde, con el auge del turismo en España, aquella juerga flamenca clandestina, a la que asistimos, fue adquiriendo carácter comercial y extendiéndose en muchos lugares del país, porque los extranjeros solicitaban e iban en búsqueda de la España de pandereta y tanto las corridas de toros como los espectáculos flamencos se convirtieron en excelentes negocios.

                                             Gregorio Prieto «Los maniquíes». 1934


Ramón Garriga Alemany, Barcelona 1908-1994,  fue corresponsal de Efe y La Vanguardia, además de agregado de prensa en la embajada española en Berlín, durante la Segunda Guerra Mundial. Después Garriga Alemany se exilió a Argentina, de donde volvió a España en los años setenta. Entre sus libros, destacan El ocaso de los dioses nazis (1945), Las relaciones secretas entre Hitler y Franco (1968), y La saga de los Franco (1980-1983). En 1977 ganó el premio Espejo de España por su biografía Juan March y su tiempo (1977).

                                                                 Villa Rosa, el primer bar de copas

En pleno barrio de las Letras, en la esquina de la plaza de Santa Ana con la calle Núñez de Arce, junto al Callejón del Gato, abre sus puertas en 1915 un típico colmao hoy testigo de otra época, impregnado de un ambiente taurino. No en vano, en el cercano edificio siempre ha existido un hotel que hasta hace muy poco tiempo era de obligada visita para los diestros que toreaban en las Ventas (hotel Victoria) además de ser sus primeros propietarios gente del toro, los picadores Farfán y Céntimo y el banderillero Alvaradito.
En 1919 pasó a estar regentado por profesionales de la hostelería Antonio Torres y Tomás Valverde, que reconvierten el negocio que en principio se dedicaba a la freiduría andaluza a sala de baile y cante con los típicos reservados de la mejor tradición flamenca, siendo asiduo, según nos cuenta Arturo Barea en su novela autobiografica “La forja de un Rebelde”, el mismismo jerezano y dictador, Primo de Ribera.
La artística fachada data de 1919 y es obra del pintor y ceramista Alfonso Romero y ha tenido que ser restaurada hace unos años; esta cubierta de azulejos enmarcados en maderas nobles, muy de la época del reinado de Alfonso XIII, que recuerdan a las ornamentaciones sevillanas de la plaza de España, en la que se suceden paisajes de las capitales andaluzas y un par de ellos, dedicadas a Madrid, la Cibeles y el Retiro.
La edad dorada de Villa Rosa se sitúa en los años alrededor de 1927 en que la intelectualidad y la aristocracia se reunía en el colmao para escuchar a Antonio Chacón ya en declive, y donde recibió un homenaje por parte del Conde de los Andes. Por allí era frecuente la aparición de históricos cantaores y guitarristas como Pericón de Cádiz, Manuel Morao, Manolo Pavón, Ramón Montoya y Pepe Marchena, en aquellos años se llenó de aristócratas, políticos, toreros, pintores y escritores, citándose como asiduo al mismo Hemingway.
En la década de 1960 se cierra para reabrir un año más tarde y ser considerado uno de los colmaos más afamados y considerado un clásico de la noche –es el bar de copas más antiguo de Madrid- junto con locales tan emblemáticos como, Chicote, Cock o Balmoral, cada uno, dentro de su estilo.
Almodóvar utilizó su escenario para una de las secuencias de su película Tacones lejanos y en la actualidad se puede escuchar un flamenco no elitista, y darse un paseo antes o después de la actuación para descubrir todas las barras y salones de uno de los mas laberínticos bares de nuestra ciudad.