Llegamos a Villa Rosa cuando ya se marchaba la gente. Barth buscó y habló con uno de los encargados y pronto nos condujeron a una sala privada de reducidas dimensiones, en la que había un tablado primitivo, adornado con plantas, en el fondo y junto a él media docena de mesas pequeñas. Nosotros cuatro nos sentamos en una y las restantes fueron ocupadas por gente elegante: diplomáticos, extranjeros con sus mujeres, alguna pareja que parecían de recién casados y algún respetable caballero acompañado por una mujer joven y llamativa. Todos daban señales de conocer el espectáculo que se les ofrecería; entre tanto empezaron a servir unos vasos de manzanilla. Una mujer mayor, con saya larga de vuelo, un mantoncillo al cuello y un clavel rojo y lozano en la cabellera, hizo su aparición y observó las personas sentadas en torno a las mesas. Cuando pareció satisfecha con el público que se había reunido, batió palmas y fue saliendo el elenco. En primer lugar estaban dos guitarristas –tocaores, según aclaró Barth haciendo gala de su erudición- que tomaron asiento inmediatamente, seguidos por dos mujeres algo maduras de edad que tendrían a sus cargo cantar, tañer las castañuelas y bailar en determinados momentos; luego aparecieron varios hombres y algunos muchachos, que con sus palmadas y gritos darían ritmo y animación al espectáculo. Antes de subir al tablado se pasearon entre las mesas y aceptaron los vasos de manzanilla que les ofrecían algunos espectadores que daban pruebas de conocerlos. Cuando entre el público y los artistas se hubo establecido un ambiente de convivencia, con el consumo de varias botellas, comenzó la anunciada juerga. Los dos guitarristas empezaron a tocar, se sumaron las palmadas y las castañuelas e hizo su aparición una pareja de chiquillos; ella tendría catorce o quince años y él parecía menor. Nos dijeron que eran hermanos o primos, pues todos los componentes del elenco eran miembros de la misma familia; formaban una tribu con mucha sangre gitana. Los chiquillos habían nacido para bailar con gracia, pues de una manera incansable pasaban de las soleares a las bulerías y demás repertorio. Cuando paraban para tomar aliento, las dos mujeres daban unos pasos de baile, uno de los muchachos de las palmadas salía para lucir su habilidad en el taconeo y un cantaor lanzaba, con gran esfuerzo gutural, sus lamentos musicales. Pero la cumbre del espectáculo era siempre la actuación de la pareja de chiquillos. Los gritos, las castañuelas y las guitarras, junto con una buena consumición de manzanilla, tanto por parte de los artistas como de los espectadores, fue caldeando el ambiente de la sala. Alguna de las acompañantes de los aparentemente respetables caballeros demostró su temperamento cañí y se sumó a las bailadoras. La nota amorosa estuvo a cargo de la pareja de recién casados, pues la chica se sentó sobre las rodillas de su enamorado y no se avergonzó de hacer una exhibición pública de besos y caricias. El alcohol había suprimido las barreras, pues los espectadores se confundían con los artistas, es decir se trataba indudablemente de toda una juerga flamenca.
Villa Rosa, el primer bar de copas
En pleno barrio de las Letras, en la esquina de la plaza de Santa Ana con la calle Núñez de Arce, junto al Callejón del Gato, abre sus puertas en 1915 un típico colmao hoy testigo de otra época, impregnado de un ambiente taurino. No en vano, en el cercano edificio siempre ha existido un hotel que hasta hace muy poco tiempo era de obligada visita para los diestros que toreaban en las Ventas (hotel Victoria) además de ser sus primeros propietarios gente del toro, los picadores Farfán y Céntimo y el banderillero Alvaradito.
En 1919 pasó a estar regentado por profesionales de la hostelería Antonio Torres y Tomás Valverde, que reconvierten el negocio que en principio se dedicaba a la freiduría andaluza a sala de baile y cante con los típicos reservados de la mejor tradición flamenca, siendo asiduo, según nos cuenta Arturo Barea en su novela autobiografica “La forja de un Rebelde”, el mismismo jerezano y dictador, Primo de Ribera.
La artística fachada data de 1919 y es obra del pintor y ceramista Alfonso Romero y ha tenido que ser restaurada hace unos años; esta cubierta de azulejos enmarcados en maderas nobles, muy de la época del reinado de Alfonso XIII, que recuerdan a las ornamentaciones sevillanas de la plaza de España, en la que se suceden paisajes de las capitales andaluzas y un par de ellos, dedicadas a Madrid, la Cibeles y el Retiro.
La edad dorada de Villa Rosa se sitúa en los años alrededor de 1927 en que la intelectualidad y la aristocracia se reunía en el colmao para escuchar a Antonio Chacón ya en declive, y donde recibió un homenaje por parte del Conde de los Andes. Por allí era frecuente la aparición de históricos cantaores y guitarristas como Pericón de Cádiz, Manuel Morao, Manolo Pavón, Ramón Montoya y Pepe Marchena, en aquellos años se llenó de aristócratas, políticos, toreros, pintores y escritores, citándose como asiduo al mismo Hemingway.
En la década de 1960 se cierra para reabrir un año más tarde y ser considerado uno de los colmaos más afamados y considerado un clásico de la noche –es el bar de copas más antiguo de Madrid- junto con locales tan emblemáticos como, Chicote, Cock o Balmoral, cada uno, dentro de su estilo.
Almodóvar utilizó su escenario para una de las secuencias de su película Tacones lejanos y en la actualidad se puede escuchar un flamenco no elitista, y darse un paseo antes o después de la actuación para descubrir todas las barras y salones de uno de los mas laberínticos bares de nuestra ciudad.