Una escena de la película de Jean-Luc Godard, Viento del este
La mayoría de los obituarios publicados con motivo de la muerte del cineasta franco-suizo Jean-Luc Godard, el pasado martes a los 91 años por suicidio asistido en Suiza, han destacado su lugar en la historia del cine y recordado su película más conocida, Al final de la escapada (1960), interpretada por Jean Paul Belmondo y Jean Seberg, pero sin entrar en detalles de su década maoísta.
No creo que el nombre de Godard (1930-2022) suene demasiado a los menores de 40 años, y menos que recuerden algún título de las más de 130 películas que filmó. En cambio, será raro que una persona mayor de 60 años no sepa quien fue el también crítico notable de los Cahiers du cinéma, y autor de la nouvelle vague junto a Truffaut, Chabrol, Rohmer y Rivette, entre otros.
El cine de Godard “refrescó” lo que se hacía en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Filmaciones cámara en mano, nuevos códigos narrativos, diálogos cortantes, paisajes crepusculares, mundos de neón, bares con pinballs y primeros planos de las actrices en historias de un romanticismo nihilista. Pero si volvemos a ver sus películas tenemos la impresión de que han envejecido mal, como les sucede a otros grandes maestros del cine contemporáneos de Godard.
El cine de Godard tenía fama de difícil y en algunas películas había que acompañarlas de lecturas añadidas, o al menos eso decían los entendidos en la materia. Mientras escuchabas una voz en off leer un texto filosófico, preferías contemplar la cara de Anna Karina para aburrirte lo menos posible.

La actriz Anna Karina y Jean-Luc Godard en el festival de cine de Venecia, el 31 de agosto de 1965. KEYSTONE/AP Photo/Mario Torrisi
Era el cine de Godard una mitología para iniciados, un mundo donde un hombre y una mujer podían leer un libro sobre la historia del arte metidos en una bañera sin mas interés que la sabiduría. Bañarse juntos y hablar solo de cuestiones artísticas. Toda una clase de seducción.
Godard era la promesa de algo que no se sabía bien que era, pero allí estaba en la pantalla, unas palabras escritas a mano filmadas por la cámara. ¿Un mensaje secreto quizás? ¿O un juego de palabras sin más? Misterios godardianos que ni siquiera en sus entrevistas desvelaba. Daba igual. El cine de Godard era un enigma, un crucigrama sin resolver.
Luego llegó el maoísmo, una década de entusiasmo revolucionario que Godard vivió en profundidad. Un peregrinaje que empieza en 1966, al calor de la Revolución cultural proletaria china impulsada por Mao Ze Dong tras el fracaso del Gran Salto Hacia Delante que había costado 30 millones de víctimas. Godard, como tantos otros jóvenes, dejará la órbita del Partido Comunista Francés para arribar a la Unión de las Juventudes Comunistas Marxistas-Leninistas y aprenderse de memoria el libro rojo del presidente Mao, el gran timonel.
Godard hará su primera película prochina titulada, como no podía ser de otro modo, La Chinoise (1967) que no gusta a los dirigentes prochinos de su partido. No les faltaba razón. La cinta nos contaba la historia de unos estudiantes que preparan una homicidio terrorista y una de las conclusiones que sacamos de ellos es que son unos ingenuos.
Cuando llega mayo del 68, Godard tiene la oportunidad de resarcirse. Cámara en mano filma ocupaciones de fábricas, universidades, asambleas, enfrentamientos con la policía… y para evitar todo personalismo burgués constituye el colectivo Dziga Vertov que en la practica lo conforman Jean Pierre Gorin y él. Su primera película es Pravda (1969), una denuncia de la ocupación de Checoslovaquia por los odiados revisionistas soviéticos. Paradojas de la historia, por entonces Rusia y China eran enemigos jurados.

Godard, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir con el periódico de la Izquierda Proletaria, «La Causa del pueblo».
El militante Godard filmó trece películas de estricto corte marxista-leninista y en algunas tenemos la impresión de una mala digestión de tercermundismo aderezado con maoísmo. Pero ya lo dijo el gran timonel en su libro rojo: “La educación ideológica es el eslabón clave que debemos empuñar firmemente en nuestro trabajo para unir a todo el Partido para la gran lucha política”.
Un buen realizador es siempre un buen cineasta y sus imágenes de este periodo nos gustan, pese al intento de Godard de anularse a si mismo. Entretanto pasó por todas las organizaciones maoístas más importantes, y en especial la Izquierda proletaria de Benny Lévy, surgida a comienzos de los setenta. Godard, como cualquier militante, vendió el periódico “La Causa del Pueblo”, con la efigie del gran timonel en la portada. Y como había que proletarizarse y dejarse de residuos burgueses, lo mismo que ocurría en China donde los elementos aburguesados eran enviados a trabajar en las fábricas y el campo (cuando no encarcelados o ejecutados), Godard limpiaba la sede armado con una fregona y cubo, según cuenta Christophe Bourseiller en su libro “Los maoístas. La loca historia de los guardias rojos franceses”, editada por Plon. Cada uno hace lo que puede.
Lo del maoísmo y Godard fue la historia de un amor a primera vista, un fervor inusitado, y como suele ocurrir con las grandes pasiones terminó mal. Pero amores imposibles los hemos tenidos todos, así que no hagamos leña del árbol caído y reconozcamos que Godard tendrá un lugar en la historia del cine.
En estos días donde muere gente importante, menudean los obituarios que ensalzan, beatifican y magnifican a los fallecidos, sin darse cuenta de que una vida de noventa años, como fue la de Godard, da para muchos cambios de rasante, o giros narrativos como dirían los novelistas.
No cabe duda de que hay muchos Godards en esa larga y fecunda vida. El que filmó historias de amor, el que escribió buenas críticas de cine, el progresista, el maoísta, el conservador, el cínico, el comercial, el aprovechado, el aburrido… Todos son verdaderos e ilustran la vida de un cineasta llamado Jean-Luc Godard.

Una escena de la película de Godard La chinoise