Se acaba de presentar en el Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado el libro De la Unión Soviética a la Federación Rusa, de la profesora Sara Núñez de Prado Clavell. Pensando en los posibles interesados en la materia, iniciamos la reseña atendiendo a los contenidos, estructurados en nueve capítulos, para abarcar: los orígenes, nacimiento y creación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS); la URSS de Stalin y la formación del Imperio soviético (1924-1953); los últimos zares rojos, con Jruschov y Bréznev como figuras principales (1953-1985); Gorbachov y los intentos de renovación interna, con esas dos palabras que ya forman parte del léxico político global, Perestroika y Glásnost (1985-1988); Gorbachov versus Yeltsin, con atención a las repúblicas bálticas, el nuevo Tratado de la Unión, el golpe de Estado de agosto de 1991 y el final de la URSS, y por supuesto a las relaciones entre ambos dirigentes y el final de la presidencia de Gorbachov.

También analiza el desmembramiento territorial de la URSS, la aparición de nuevos Estados a partir de las extintas repúblicas soviéticas, con atención a las causas y desarrollo de los conflictos de raíz nacionalista en el seno de la Unión, por lo tanto, al papel de Rusia, las repúblicas bálticas, las repúblicas de Asia Central y los otros dos influyentes y gigantes territoriales, Ucrania y Bielorusia. El capítulo siete lleva por título “Proyecto Rusia” (1991-1999), para tratar el fin de la URSS y la creación de la Confederación de Estados Independientes (CEI), bajo la batuta de Yeltsin, y las cuestiones de política interior y exterior y de seguridad correspondientes, entre estas la crisis de Chechenia. Los dos últimos capítulos, el 8 y 9, estudian la Rusia de Putin. En estas páginas se analizan el personaje político que es Vladímir Putin, las reformas introducidas bajo su mandato como primer ministro y presidente, económicas, administrativas, las directrices de política internacional, la situación de los derechos humanos, las cuestiones de geopolítica interna y externa de Rusia, en concreto “Gas, petróleo y geopolítica”, “Crimea y Ucrania” y “El mar Caspio”, y, obviamente, los mecanismos y formas para perpetuarse en el poder, para terminar con una reflexión sobre el cuarto mandato de Putin y la posible evolución de la situación en la Federación Rusa.

La obra se completa con una selección de textos, la mayoría correspondientes a la historia más reciente de Rusia y una Cronología que abarca la Rusia de los zares, la Revolución soviética, la URSS y la Federación Rusa. Es un libro de divulgación, escrito de forma amena, de divulgación académica, es decir, dotado de rigor histórico, y por ello forma parte de la colección Temas de Historia Contemporánea de la editorial Síntesis que coordina la Dra. Pilar Toboso Sánchez.

En la actualidad, Rusia es objeto de atención, más que por los historiadores, de los expertos en relaciones internacionales, en seguridad y defensa del denominado mundo occidental, y, asimismo, de los investigadores chinos. El libro de Núñez de Prado atiende a todas estas cuestiones desde la perspectiva de un historiador consciente de la necesidad de establecer los antecedentes de los temas que va a tratar en profundidad. No obstante, consciente de que los estudiantes de las asignaturas de Historia y los aficionados a la historia actual están muy interesados en los acontecimientos recientes en Rusia, y, en general, en el este de Europa, dedica buena parte de estas páginas a desmenuzar las últimas etapas de la historia de la URSS-Rusia-Federación Rusa, marcada por la personalidad de sus líderes políticos, circunstancia que caracteriza también a Estados Unidos y a otros países, sobre todo a los regímenes autoritarios. Esta obra nos cuenta que, tras la muerte de Bréznev en 1982, fue Andropov el impulsor de la renovación de la cúpula de mando y del funcionamiento interno de la URSS y, asimismo, de la candidatura de Mijaíl Gorbachov como secretario general del PCUS, cargo al que accedió el político reformista en marzo de 1985, tras la muerte de Chernenko.

 

 

Gorbachov encontró resistencias a su propósito de reforma económica y política del sistema, conservándolo, y no lo logró, pues este fue incapaz de regenerarse a sí mismo, a diferencia de lo acontecido en China, lo que fue aprovechado por los sectores rupturistas. No obstante, el legado de Gorbachov es enorme. En economía destacan la apertura del monopolio estatal del mercado laboral, la reducción del volumen y el valor de la dirección centralizada de empresas estatales, para dar paso a cierto grado de autogestión, y la ruptura del monopolio del Estado sobre el comercio exterior. Además, el líder soviético buscó la implicación de la sociedad en la Perestroika, a diferencia del Despotismo Ilustrado, y con este fin un paquete de medidas favoreció, parcialmente, la libertad individual y de decisión empresarial, lo que se conoce como Glásnost, transparencia, con el mensaje de que la sociedad precisaba una nueva mentalidad y, en consecuencia, la discusión y la crítica tenían cabida en el mundo comunista, y que no tendrían consecuencias negativas para quienes las ejercieran. Entre el conjunto de medidas adoptadas para hacer realidad ese mensaje destacan la Ley de Prensa, que puso fin al control del Partido sobre las publicaciones periódicas y el conjunto de la cultura, la apertura en cine, literatura y música, y lo mismo en el ámbito de la historiografía, con el resultado de la revisión de los textos escolares y la publicación por los historiadores de estudios menos o nada sujetos a los dictados de la política y la propaganda gubernamental.

Pero el Partido Comunista perdía poder, control y autoridad, y Gorbachov, aunque reunía dos cargos en su persona, el de secretario general del Partido y el de jefe del Estado, lo mismo. Su posición se vio amenazada por el sector duro del Partido cuando acordó con Estados Unidos, por convencimiento de que era preciso avanzar en la desnuclearización del mundo y porque la situación económica de la URSS no hacía posible nuevas inversiones para modernizar el armamento, una reducción de su arsenal nuclear, que mermó sus capacidades defensivas en mayor medida que las de su adversario (mientras Reagan impulsaba el programa de guerra de las galaxias), y cuando el mundo asistía a la caída del muro de Berlín y la URSS perdía a la República Democrática Alemana como socio del Pacto de Varsovia. El malestar general por el deterioro de la situación económica, con fuerte producción de la industria pesada y graves carencias en industria civil y de consumo, convirtió a un líder reformista emergente, Boris Yeltsin, el muy popular secretario general del Partido en Moscú, en protagonista de primera fila. Elegido, tras las elecciones de marzo de 1990, presidente del Soviet Supremo de la República rusa, Yeltsin fue distanciándose de Gorbachov, hasta abandonar con sus seguidores el PCUS, y se convirtió en el actor principal de la desaparición de la URSS. Mientras, varias repúblicas de la URSS reclamaban su derecho a acceder a la soberanía. Un Gorbachov cada vez con menos partidarios quedó en medio de dos posturas, la de la línea dura del partido, en parte neoestalinista, y la de los demócratas que abanderaba Yeltsin.

En febrero de 1991, tras un referéndum, el parlamento de Lituania proclamó su independencia. En marzo, el referéndum convocado por Gorbachov para que los ciudadanos se expresasen sobre la preservación de la URSS como federación renovada de repúblicas soviéticas iguales “en las que se garantizarán plenamente los derechos y libertades del individuo de cualquier nacionalidad”, se saldó con un sí mayoritario, de un 75% de los votantes. A continuación, Gorbachov impulsó un nuevo tratado de las repúblicas, pero los representantes de seis no asistieron (las bálticas, Armenia, Georgia y Moldavia). La oposición a Gorbachov de los halcones del Partido y de los demócratas ganaba terreno. En Rusia se celebraron elecciones a la presidencia y el elegido fue Yeltsin con el 58% de los votos.

El fallido golpe de Estado de agosto de 1991, que pretendía una marcha atrás en el rumbo del país, terminó con la era Gorbachov. Con este preso de los golpistas, y agotado, físicamente al menos, fue Yeltsin, el presidente ruso, fotografiado subido a un tanque, para proclamar que lucharía por la democracia, y beneficiado por la división de las fuerzas armadas, quien consolidó su posición de líder nacional. El Partido Comunista fue suspendido en Rusia, Gorbachov renunció al cargo de secretario general del PCUS y disolvió en noviembre el Comité Central, y Yeltsin declaró que Rusia asumía la economía de mercado y que las instituciones rusas estaban por encima de las de la URSS. Y el proceso era irreversible. En diciembre, el referéndum ucraniano ofreció un resultado abrumador a favor de la independencia, y antes y después los intentos de Gorbachov de hacer avanzar el Tratado de la Unión, dotando a las repúblicas de mayor poder de decisión y, a continuación, dando paso a una federación con un mayor número de poderes transferidos, fracasaron. El 25 de diciembre de 1991, Gorbachov dimitió como presidente de la URSS. Esta Unión se acababa. Una a una, las repúblicas proclamaron declaraciones de soberanía, primero, y de independencia, después, y varias repúblicas colisionaron con Rusia o con otra república por motivos territoriales y de otra índole.

 

 

En diciembre de 1991, Rusia, Ucrania y Bielorrusia alentaron la Comunidad de Estados Independientes (CEI), a la que se sumaron Armenia, Azerbayán, Kazajistán, Uzbekistán, Kirguistán, Moldavia, Tayikistán y Turkmenistán (aunque este país y Ucrania no ratificarán el protocolo de adhesión). Dicho esto, una de las constantes de estos años, y de los que vienen, es la tensión, e incluso el enfrentamiento armado, entre territorios ex URSS; en 1994, tuvo lugar la crisis de Chechenia: Rusia combatió a los independentistas de esta región y conservó la unidad territorial de la república.

Yeltsin se mantuvo como presidente de Rusia, con distintos jefes de gobierno. La Constitución de 1993 estableció que la Federación Rusa-Rusia, cuya capital sigue siendo Moscú, es “un Estado de derecho federativo con una forma republicana de gobierno” y cuya población es “multinacional”, un Estado sin adscripción ideológica ni confesión religiosa y entre cuyos objetivos figuran garantizar “el reconocimiento, observación y defensa de los derechos y libertades del hombre y del ciudadano”, y que consagra el pluralismo y el pluripartidismo. Mientras Rusia aparece como perdedor de la Guerra Fría frente a Estados Unidos, China no para de ganar posiciones en el escalafón mundial como potencia económica y militar, y la OTAN se expande hacia el Este, la difícil situación económica, que afecta a clases bajas y media baja, producida por la liberalización de los precios y la desnacionalización de empresas, le pasa factura a Yeltsin; a mediados de la década de 1990, el consumo ha retrocedido, y un tercio de la población vive por debajo del considerado umbral de pobreza, lo que no oculta una evolución positiva para el resto de la población, cuyo nivel de consumo aumenta y disfruta de muchas más oportunidades de ocio que en años anteriores.

A finales de la misma, emerge en la política rusa la figura de Vladímir Putin. En 1999, los grupos contrarios a Yeltsin consiguen presentar en el Parlamento cinco cargos contra él, entre estos destruir la URSS y reducir la capacidad defensiva del país, y plantean su destitución. No consiguen entonces su objetivo, pero varias publicaciones le acusan de ser partícipe o responsable principal de varios casos de corrupción; a finales de año, Yeltsin dimite. Su candidato a la presidencia del Estado es quien lleva solo unos meses al frente del gobierno, Putin. Y es el quien se impone en las siguientes elecciones presidenciales, arropado, y parcialmente controlado, por la oligarquía económica, que no está acostumbrada a, y que no desea, una economía de libre mercado; y lo hace con un discurso que compagina democracia y libertades con autoridad y primacía de los intereses del Estado.

Esta oligarquía, estos señores del dinero, van a tener un especial protagonismo durante la era Putin, por las exigencias de quienes son, en parte, artífices del éxito político del personaje citado. Pero no perdamos de vista que las agrupaciones económicas convertidas en grupos de influencia son cambiantes, y dominadas por figuras que se suceden, y que la etapa naciente y actual está controlada por quienes detentan el poder político, con una figura principal, consolidada, unido al poder militar y los servicios de inteligencia. El libro de Núñez de Prado dedica dos capítulos a la era Putin. Al giro económico: reforma fiscal, para ampliar la base tributaria, mayor control a la actividad bancaria, aumento del gasto social, liberalización del mercado de las propiedades agrarias, medidas que propician un control de la inflación y un crecimiento sostenido; proyectos de Prioridad Nacional, para la mejora de la sanidad, educación y vivienda; y las relaciones entre las reservas y exportación de gas y petróleo y la geoestrategia del Estado. Y al giro político: incremento del control del Gobierno central sobre las entidades federadas, y, a continuación, vaciamiento de poder de las mismas; liquidación de los vestigios políticos de la etapa Yeltsin y ascenso de los muy fieles a quien ahora repite en la presidencia de la Federación; implementación de medidas para fortalecer el papel de Rusia en el contexto internacional, con especial atención a la modernización de sus capacidades militares, y choque con Estados Unidos a causa de la no vuelta atrás de Washington respecto al despliegue del escudo de defensa antimisiles en Europa; fortalecimiento del poder ejecutivo y de la figura presidencial; dado que el presidente no puede presentarse para un tercer mandato, medidas para perpetuar su estela, situando a un afín como presidente, que favorece su designación por la Duma como primer ministro, a la espera de regresar a la presidencia…, hasta llegar al cuarto mandato, con un afán de perpetuación; y recortes de las libertades ciudadanas, para frenar las protestas por el probable fraude electoral en las elecciones legislativas y presidenciales. La autora no se olvida de la situación de los derechos humanos en Rusia, a la práctica y a la situación actual en materia legislativa, y a la de la libertad de prensa.

 

 

La figura de Putin llena dos décadas de vida política de los rusos, y no solo política, y no solo de los rusos. Por este motivo, la personalidad y objetivos en política interior y exterior de este personaje son objeto de atención en los medios de comunicación y publicaciones especializadas, sobre todo de las occidentales dedicadas a Relaciones Internacionales y Defensa. Se señala que, en la historia de la Rusia contemporánea, encontramos procesos de modernización de la estructura económica y administrativa desde formas de Estado autoritario, las de Pedro I, Stalin, Gorbachov, Yeltsin y Putin, de forma equiparable a China, aunque sean caminos distintos. Núñez de Prado incide en que la Rusia zarista, la Rusia cabeza dirigente de la URSS y la Federación Rusa son denominaciones de una misma nación, y que, habiendo experimentado variaciones geográficas y políticas, “nunca ha perdido su esencia”. De hecho, la URSS de Stalin, victoriosa en 1945, supuso una fase más, ampliando el territorio europeo y con un formato político y económico distinto, del proyecto imperial ruso. En esta línea, la autora titula uno de los epígrafes “La doctrina de la soberanía limitada”, referido a la era Brézhnev, cuando la URSS refuerza su presencia como potencia internacional, como estado líder del mundo comunista y practica la distensión, continuadora de la coexistencia pacífica de la etapa Jruschov. Ciertamente, el mundo ha cambiado mucho desde entonces, si por mucho entendemos lo que significa China en la actualidad y la ampliación de la Unión Europea y de la OTAN mediante la incorporación de naciones del este de Europa. Y ya no se aplica en Moscú el derecho de intervención en defensa del socialismo como bien común superior…Sin embargo, Rusia, y no solo ella, también Estados Unidos, sigue aplicando la doctrina de soberanía limitada a algunos de sus vecinos. Por este motivo, la autora señala en el prólogo de la obra que la Rusia dirigida por Putin está “empeñada en recuperar el esplendor perdido y en encontrar su razón de ser basándose en el afianzamiento de sus propios valores y en un nacionalismo patriótico y eufórico encauzado hacia la grandeza interior y el aseguramiento exterior como potencia global de primer nivel”. ¿Es una crítica?, ¿no es, simplemente, lógico que sea así? Son formas de ver las cosas. En general, los analistas occidentales critican con dureza la actuación rusa en la reciente crisis de Crimea. Pero, algunos, olvidan que, nada más acceder al poder, Jruschov, nacido cerca de la frontera actual ruso-ucraniana, hizo que Rusia cediera Crimea a la República Socialista Soviética de Ucrania. Desde Rusia se preguntan: ¿Por qué tanto escándalo en Occidente cuando el gobierno de Putin ha reclamado el territorio y, tras las negativas de Ucrania, ha recuperado Crimea por la fuerza?

Recientemente, el Instituto Español de Estudios Estratégicos a atendido a estas cuestiones, en dos artículos. El primero se debe a José Pardo de Santayana, coronel de Artillería DEM y Coordinador de investigación del IEEE, en “El desencuentro con Rusia y las claves de su estrategia militar” (Documento Análisis, 22/2020, 17-6-2020). Aquí leemos que, progresivamente, tras la tapa de parcial entendimiento entre Estados Unidos y Rusia durante fases de las presidencias de Gorbachov y Yeltsin, se pasó a una fase rusa de insatisfacción, desconfianza y resentimiento. En dos fases. Primero, se trató de implementar la denominada doctrina Primakov, que proponía los siguientes principios para la política exterior rusa: promover un mundo multipolar administrado por un concierto de grandes potencias que pudieran contrarrestar el poder unilateral de Estados Unidos; insistir en su primacía en el espacio postsoviético y liderar la integración de esa región; y oposición a la expansión de la OTAN. Posteriormente, con la llegada de Putin a la presidencia en el año 2000, existió un intento de reconducir la relación con la OTAN sobre las bases de la colaboración y el respeto de los intereses recíprocos. Moscú aspiraba a recuperar el rango de gran potencia, manteniendo un equilibrio geopolítico entre Washington y Pekín: en 2001, Putin prestó su apoyo al presidente Bush durante su intervención militar en Afganistán, y en 2003, a pesar de advertir a la Casa Blanca de las consecuencias que podrían derivarse, el Kremlin no opuso resistencia a la invasión norteamericana de Irak. Esto no impidió la expansión de la OTAN hasta la frontera de Rusia, en 2004, al tiempo que, señala Pardo, las revoluciones de color amenazaban la estabilidad de las repúblicas vecinas, algo que los líderes rusos consideraban instigado por Occidente. Moscú pasó entonces a la defensiva y pidió a Washington y sus aliados garantías de que no iba a continuar el avance hacia el este. Dado que en las capitales occidentales se antepuso el derecho soberano de los Estados para incorporarse a la OTAN y a la UE, Putin recuperó la doctrina Primakov y, a partir de 2006, empezó a desarrollar una estrategia, unas fuerzas y unos objetivos para la proyección de poder global. Desde entonces, Moscú busca una entente estratégica con Pekín y diseña una ambiciosa geoestratégica global, de lo que son ejemplos los casos de Crimea y Donbas (2014) y de Siria (desde 2015), y también la ampliación de sus ambiciones en el Mediterráneo oriental, África e Iberoamérica: “En Libia, en particular, Moscú está poniendo en práctica un modelo operativo similar al empleado en Siria, pero con un menor grado de implicación y es todavía pronto para poder evaluar su eficacia. En Venezuela ha querido demostrar que no se debe actuar de espaldas a Rusia”.

Asimismo, se ha ocupado de este tema Martina Álvarez Portas, “Identidad nacional y política exterior: un breve análisis de su conexión en el caso de Rusia” (IEEE, Documento Opinión, 25/2020, 24 de marzo). Incide en una cuestión ya enunciada, cómo la identidad nacional de Rusia, construida en oposición a Occidente, el otro frente al que se define como nación, influye en su política exterior y, en consecuencia, en cómo los factores identitarios dan forma a las elecciones y decisiones de política exterior del presidente Putin. Partiendo del análisis de la caída de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría, con la victoria de Estados Unidos y sus aliados y la pérdida de influencia regional, mundial y de aliados por parte de Rusia, y del posterior auge de Asia y tránsito del poder de Occidente a Oriente, del cual Rusia también forma parte, en opinión de la autora, pasando de la unipolaridad a la multipolaridad, y a una coyuntura en la que Rusia recupera parte del poder perdido y busca el reconocimiento de parte de Europa del lugar que cree merecer en el ámbito internacional, Álvarez plantea una serie de conclusiones, de las que retenemos las siguientes ideas. La primera, Putin trata de recuperar el poder y la influencia perdidas por la URSS-Rusia, mediante la reconstrucción de las capacidades, energéticas y militares, que poseía cuando era una superpotencia. La segunda, que la política de oposición a Occidente “está influenciada por el sentimiento ruso de haber sido el perdedor de la Guerra Fría y haber quedado aislado de las potencias europeas”, y, asimismo, por la convicción de que Europa occidental y Estados Unidos intentan “negarle a Rusia su misión histórica, su identidad y su verdadero lugar en el sistema internacional”. La tercera, que buena parte de la sociedad rusa, no solo sus dirigentes, siente que “tiene una misión en los territorios que antiguamente conformaban a la Unión Soviética, la cual implica integrar este espacio en una gran nación y proteger los derechos de los rusos que habitan en los nuevos Estados postsoviéticos”; Putin utiliza el paneslavismo, componente clave de la identidad nacional rusa, “como una herramienta política y estratégica para acercarse a los territorios donde viven las minorías rusas. Finalmente, Álvarez expone su interpretación de la visión revisionista de Putin sobre el funcionamiento del sistema internacional y su deseo de cambiar las reglas del juego a su favor y, así, recuperar el estatus perdido como país, no para ser una nación emergente, sino para reemerger. Para que esto fuera posible, la Rusia de Putin necesitaría “el apoyo de sus vecinos, como mínimo, y de algunos países relevantes de la comunidad internacional” y esto no es fácil de lograr a causa de su estrategia, que se basa en “las concepciones de su identidad nacional”.

Ni Lenin ni Stalin dejaron instrucciones sobre la sucesión en el cargo. Son casos distintos, pero, ¿qué va a ocurrir en el caso de Putin?

 

 

 

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Historia de Rusia: De la Unión Soviética a la Federación Rusa

Sara Núñez de Prado Clavell

Madrid, Síntesis, 2019, 330 pp.

ISBN 978-84-9171-413-2.