Desde luego al lado de los grandes nombres de la llamada “la otra Generación del 27”, la de la vanguardia y el humorismo, es decir, la que formaban gentes como Jardiel Poncela, Miguel Mihura, Tono, Edgar Neville, José López Rubio… lo cierto es que Roberto Gómez puede ser considerado un segundón que, como esos actores de cine así calificados, a veces, pero sólo a veces, superan a los de primer rango. En realidad es una cuestión de masa, de continuidad… El segundón actúa mediante destellos y entonces ocupa a veces el lugar del principal, sobre todo cuando a éste, y seguimos con el símil, se le acumulan los cortocircuitos. Y digo masa porque el problema del segundón es que aparece y desaparece sin aviso, se oscurece y cuando eso sucede nadie repara en ello. Cuando se posee masa ello no acaece. El hueco que deja su ausencia es llamativo.
Madrileño de 1897, Roberto Gómez se hizo un nombre a principios de los años veinte en la mejor revista de humor de la época y bastión de “la otra Generación del 27”, la revista Gutiérrez, que tiraba unos 20.000 ejemplares semanales, algo notable en aquellos años, una revista con portadas de línea déco, con los chistes de Tovar y Sileno, un poco anticuados, conviviendo con los más avanzados, los que realizan una evolución de simplificación formal, tal K-Hito, López Rubio y Mihura, una revista donde Gómez dibujaba sobre todo parejas sofisticadas, de esas que fumaban cigarrillos ingleses o turcos, encendían éstos con mecheros Dunhill y no con proletarias cerillas, en un ambiente de ensueño déco tomado directamente del cine de aquellos años, unas parejas donde él, engominado, anguloso, le dirigía la palabra a una chica respetable vestida de flapper.
Pero a principios de los años treinta, con el advenimiento de la República, se fue a Buenos Aires y allí, en el diario Crítica, el diario en español más leído en aquellos años, adquirió cierta fama como caricaturista político. Cuando estalló la Guerra Civil, en el 36, Gómez publicó sus habituales dibujos pero empezó a combinarlos con unas prosas que llamó “charlas de café”, quizá bajo el célebre auspicio del título del libro de Ramón y Cajal. El caso es que esos textos adquirieron fama inusitada y en el año 38 pasaron de la fama al éxito, trascendiendo fronteras y ayudando a la causa republicana en América. Pasada la contienda y mientras estas “Charlas de café” se reeditaban porque en cierta manera representaban lo mejor del chascarrillo popular sobre el franquismo, desenmascarándolo ya desde los años de la guerra, Gómez se exilió a Uruguay desconfiando del régimen profascista de Perón y murió en Montevideo en 1965 sin haber querido regresar a España, él, que había sentido la nostalgia de Madrid hasta extremos dolorosos, como le ocurrió a otro paisano suyo, Arturo Barea, que en Londres se desvivía recordando el cocido y el tabaco negro.
La Editorial Guillermo Escolar acaba de publicar las 34 tiras cómicas que constituyeron esas “charlas de café” , rescatando texto y dibujo, y con un excelente estudio introductorio de Niall Binns que resulta ser una imprescindible contextualización sobre un autor que, quizá por su condición de segundón, el lector actual atisba en él unas cualidades fieles al tiempo que le tocó vivir más acordes que las de cómicos con más enjundia, cuya personalidad a veces está por encima del avatar histórico en que su obra se inscribe, algo que resulta cierto en la mayoría de los casos y del que dio buena cuenta Lucien Goldmann en su magnífica especulación sobre Pascal, El hombre y lo absoluto.
Estas 34 tiras cómicas pertenecen ahora al ámbito del documento imprescindible porque, repasándolas, nos damos cuenta de que Gómez fue un dibujante y cómico de dilatada lucidez. Por estas charlas discurre casi una representación de la política de aquellos años, con sus figurones, descritos con atinada exactitud y llama la atención que el autor no hubiera vivido de primera mano ni esos años de la guerra ni, por supuesto, los años republicanos llenos de nefandos presagios. Y llama la atención porque Gómez destaca aquí, en algunas de estas charlas, la conducta ambigua de muchos intelectuales adscritos a una postura liberal, como Marañón y Ortega que cambiaron muchas veces de posición según cambiasen las circunstancias, por lo que llegamos a la conclusión de que al pertenecer al ámbito liberal de clara ascendencia anglosajona, su reino, es decir, el de una contienda en blanco y negro, no era de este mundo, vale decir, del suyo.
Ni que decir tiene que por estas charlas se atisban todos, casi todos, los protagonistas de la guerra: Azaña. Franco, Mola, Miaja, Juan March, Gil Robles, llamado Gilito, la Pasionaria, Marcelino Domingo, un bandido del Tercio, así aparece, Alfonso, Casares, Companys… y llama la atención que en un supuesto partido de fútbol de la Copa de España entre republicanos y fascistas que Gómez se inventó para una sesión radiada, aparezcan todos estos nombres pero no el de José Antonio Primo de Rivera, hasta el punto de que en la sección Fascistas se dice que llevan camisa negra, prescindiendo del azul, lo que podría llevarnos a pensar que por estos detalles es donde caemos en la cuenta de que Gómez estaba desde hace años muy alejado de la realidad española, tildando de fascistas lo que Azaña en aquellos años calificaba de reaccionarios de clara raíz clarical y militar, lo que posteriormente los historiadores llamaron “nacional-catolicismo”.
Esto va en detrimento de Gómez, como el del comienzo de la primera charla donde cita a Azaña, quién, con lucidez, dice que el pueblo de Madrid salió a la calle el 18 de julio a defender a la Patria como si de una fiesta se tratara. Gómez exalta ese sentido festivo donde Azaña ve falta de profundidad, de tomarse las cosas en serio y de carencia de planes y de estrategias definidas, es decir, la algarada callejera en su vertiente más terrible… y trágica.
Aún y así, estas Charlas son una bendición por lo que tienen de desconocidas para el público español.