Foto de Ming Smith
La literatura de Gabriel García Márquez es un territorio donde realidad y fantasía se entrecruzan de manera sutil. Su mundo parece regirse por las leyes comunes de la naturaleza y de los hombres, pero de tanto en tanto, lo familiar y conocido torna en fenómenos extraordinarios como si a su pluma la legislara una extraña mitología popular y dioses que deliberadamente dejan caer sus anécdotas imposibles desde un cielo muy antiguo y absurdo a la cotidiana Colombia.
Esa fue la composición de su “realismo mágico”.
La línea que separa realidad y fantasía es tan delgada que a menudo se vuelve difícil distinguirlas. El genio de Gabo no tolera descuidos ni atropellos que no sean debidamente planificados. En ese afán de conjurar lo trivial con lo asombroso, cada intrusión puede rozar con delicadeza el orbe opuesto o penetrar abruptamente, aunque la magia nunca será excesiva ni sus efectos, brutales. Sí propone versiones distorsionadas de la realidad, donde los personajes y eventos giran en el aire junto a las dos caras de la moneda, creando un nuevo plano, atractivo y dinámico, donde no es necesario inquirir porque cualquier respuesta atenta contra lo sugestivo, y nadie es tan grosero que pida explicación de un milagro. Así parece haberlo interpretado Borges en el cuento de “Abenjacán el Bojarí”: “La solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos”.
Y la pregunta ni siquiera es dónde se encuentra esa línea fronteriza, sino cómo. Cómo se extiende en la cartografía de la mente; mediante qué acuerdos, arbitrajes y laudos profundos se traza el límite. No con la descripción detallada de una aldea ni con la creación de personajes ni siquiera con la reflexión sobre nuestra propia humanidad. Quizás, más bien, atravesando todo aquello. Quizás haya que buscarla en los paisajes desolados de la memoria donde irrumpe la imaginación prepotente, en las experiencias de la niñez que le dan letra a la invención literaria, en el discurso diario que se enreda con el oficio de soñador, en lo que ordena un sistema y una inteligencia anárquica deja fuera de lugar.
II
El jefe de redacción del diario El Universal, donde un joven Gabriel García Márquez haría sus primeros pasos como periodista, le dio la bienvenida destacando su “curiosidad intelectual” y una imaginación de condición impresionable ante las situaciones cotidianas que lo harían expresar todo un “mundo de sugerencias”.
En la voracidad por cazar la noticia nimia, García Márquez fue dando forma a un canto personal no sólo de la costa caribeña de Colombia sino de todo el planeta, empujando los márgenes a medida que los sucesos le llegaban por cable y se metían como fantasmas en la Remington de su escritorio. En donde otros verían una crónica de parquedad literaria, Gabo describe con pasión poética y precisión de historiador mientras rescata historias y leyendas para preservar la memoria colectiva de una época.
Textos costeños I – Obra periodística (1948-1952) (2015) permite rastrear la formación literaria de Gabo y ver el desarrollo de su voz y su estilo. La atención al detalle, la capacidad de crear atmósferas y personajes, la gracia con que mezclar realidad y fantasía. También la habilidad para seleccionar del “heterogéneo montón de noticias” las que mayores posibilidades le dieran de explotar su genio, ver en el diamante bruto una joya que tallará su “disciplina de cuentista y novelista”, como adelanta Jacques Gilard en el prólogo.

Gabriel García Márquez
Así, noticias de hace casi ochenta años tienen el valor de su trabajo de orfebrería. Estéticamente oblicuos, complejos, lentos artículos que se completan con hipótesis y ficciones, propio de la mente que engendró Macondo. De hecho, es imposible no imaginar a cualquiera de los Buendía furtivamente entre las historias, colándose entre los diálogos, retornando de los regates gitanos. El campo donde el espantapájaros está “crucificado en la mitad de la tarde” oliendo a frutas de la cosecha y los pájaros que lo rodean “en la plenitud de su decadencia” no es menos original que el pueblo en que llovieron flores amarillas cuando murió José Arcadio Buendía; Emilio Razzore, “el domador de la muerte”, “en cuyas espaldas los tigres y los osos habían escrito a zarpazos cuarenta años de circo” no es menos espectacular que el ángel de “Un señor muy viejo con alas enormes” cuyas “alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas” quedaron inmortalizadas en la novela corta La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada.
Gabo nos muestra que en sus crónicas como en su literatura, la realidad y la fantasía no son mutuamente excluyentes sino complementarias. Después de todo, narrar las historias que nos interpelan es una forma de desmantelar las formas materiales que nos rodean, contar el mundo es a la vez revelar sus estructuras ocultas. Como ensaya el mismo García Márquez en “El derecho a volverse loco”, “hay que reconocer la falta de originalidad de quienes organizaron nuestros sistemas de vida” y que hay un “esplendor y permanente grandeza” en “cometer disparates”, en desafiar las fronteras entre la norma y lo insólito.

Lucas Damián Cortiana