Hay que reconocer que los canales de pago, además de emitir las series que ahora tanto interesan, tienen la virtud de rescatar películas que nunca deberían haber sido olvidadas. Gracias a esas cadenas de televisión que llevan a cabo la recuperación de films, algunos ya viejos, uno puede volver a ver imágenes que desde la infancia se han convertido en recuerdo casi borroso y están a punto de fundirse, como las de un Van Johnson, ciego y perdido en las ruinas del blitz londinense a merced de un asesino, en A 23 pasos de BakerStreet, la película de Henry Hathaway, rodada en 1956 con un color casi de pastel; las imágenes de las arañas gigantes, aun más siniestras en blanco y negro, que amenazaban Los Ángeles en La Humanidad en peligro, el film de serie B de Gordon Douglas rodada en 1954, o las escenas en las que Tony Leblanc y Antonio Ozores dan el timo de la estampita a un isidro en los alrededores de la estación de Atocha en una secuencia inolvidable de Los tramposos, la película de Pedro Lazága realizada en 1959 que es una mirada amable del mundo de la moderna picaresca madrileña.
Pero gracias estas recuperaciones televisivas también es posible volver a ver otras obras más cercanas que amenazaban con perderse y que, como un regalo inesperado, aparecen sorpresivamente en la programación de algún canal. Es el caso de Luna de papel (Paper Moon), la película dirigida por Peter Bogdanovich en 1973, protagonizada por Ryan O’Neal y su hija Tatum encarnando a Moses Pray y a la niña Addie Loggins, luego convertida en Addie Pray. Es una acabada road movie de un pícaro timador de poca monta que vende biblias por los pueblos de Kansas y Missouri a las viudas y dependientas, al que acompaña una niña huérfana que acaba convirtiéndose en el socio ideal del estafador. Pocas veces se ha podido aplicar con más acierto el término de road movie desde su aparición con La diligencia, la mítica obra de John Ford, que a esta película de Peter Bogdanovich que muestra las andanzas de una pareja imposible por el Medio Oeste.
Pero Luna de papel es también un fresco de la Gran Depresión en el mundo rural americano que siguió al crack de 1929, el mismo que recorre otra película de carretera como Bonnie and Clyde de Arthur Penn, que recoge las andanzas de la pareja de atracadores por los mismos años de crisis y prohibición. Aunque está considerada una comedia y ciertamente hay momentos de humor, en Paper Moon siempre alienta el drama de unos personajes solitarios, sin trabajo, sin arraigo y sin familia, a los que la crisis les ha echado a la carretera convertida en una metáfora de la existencia, de la que se intuye no serán capaces de abandonar. Ese viaje a ninguna parte de unos personajes que no tienen nada más que lo que llevan en el coche, dando vueltas por los mismos estados, no responde a una huida ni a la búsqueda de un objetivo. Es un viaje sin fin, a la nada, que carece de una meta, de una estación terminus a modo de tierra prometida, que llevan a cabo aquellos que no tienen dónde ir como esa niña y el tipo al que ha adoptado como padre, así que es en la carretera donde encuentran su modo de vida y en el automóvil su verdadero hogar. No resulta extraño por tanto que los coches, los hoteles de pueblo, los aparatos y las emisiones de radios, los cafés, los talleres y las gasolineras, las camareras y sobre todo la carretera, tengan tal presencia en la película que se diría adquieren la condición de personajes secundarios.
Hay sin embargo en la película un resquicio para la esperanza, la que tiene Addie en un personaje cuyas noticias escucha en los noticiarios de radio al que llama Frank, y que no es otro que el futuro presidente Franklin D. Roosevelt, de quien es seguidora entregada y a quien cita continuamente como si fuera un ídolo infantil, sugiriendo el sentimiento que había despertado su New Deal. Diríamos que Addie comparte el entusiasmo por quien ya se conocía como FDR y la fe en su capacidad para sacar al país de la crisis surgida en 1929. Una fe extendida que explica porque se adoptó para su campaña electoral la famosa canción Happy days are here again, popularizada por la orquesta de Leo Reisman en 1930, convirtiéndose en himno oficioso del Partido Demócrata.
Junto a It’s Only a Paper Moon, estrenada en 1933, a cualquier blues de Robert Johnson o incluso a la posterior Route 66, que grabaron Bing Crosby y Nat King Cole, la banda sonora de la película podría ser también la muy significativa Dust Bowl Blues, la canción de Woody Guthrie en la que alude al mundo rural americano arruinado por la tremenda combinación de la caída de la demanda agraria, la sequía y el fenómeno del Dust Bowl, el viento polvoriento que, como un siniestro compañero de la crisis, azotó el Oeste americano desde 1930 desertizando las tierras y arrasando los cultivos. No es de extrañar que, arruinados y expulsados de sus propiedades por unos bancos en dificultades que cobraban sus deudas de manera implacable, los campesinos buscaran en la emigración el futuro que sabían ya no existía en sus tierras estériles e improductivas. Un mundo de abandono, miseria y desesperación que retrataron Walker Evans, Margaret Bourke-White y sobre todo Dorothea Lange en unas fotografías que inspiraron al húngaro Lazslo Kovács, quien da a las imágenes de Luna de papel un aire más expresionista que documental pero recogiendo la atmosfera de los días de la Gran Depresión. La película, que muy acertadamente opta por el blanco y negro, tiene secuencias de los pueblos del Medio Oeste en las que todo son casas de madera, lugares de las afueras, depósitos de agua, neones, estaciones, graneros, garajes, raíles de ferrocarril… Unos elementos y unos paisajes que parecen surgidos del pincel de Edward Hopper o de las fotografías de Lange.
Es Paper Moon una película protagonizada por una niña tan singular que consigue que no sea una película de niños, en la que siempre alienta cierta ternura elegante que, como es de esperar, es más intensa, sin dejar de ser contenida, al tratar del supuesto padre –en el fondo da igual si lo es o no– o de personajes que no aparecen nunca como la madre de Addie, una antigua novia tanto de Moses como de otros muchos, muerta en un accidente. Un sentimiento que alcanza a personajes secundarios como Trixie Delight –una equivoca artista de feria con pretensiones de diva que deslumbra a Moses– e Imogene, su joven criada negra, que no tardará en hacerse amiga de la despachada y listísima Addie.
Basada en la novela Addie Pray de Joe David Brown, quien vivió esos años críticos, la película es una especie de reverso más amable y esperanzado de Las uvas de la ira, la novela de John Steinbeck llevada casi inmediatamente al cine por John Ford, quizás por haber sido escrita cuarenta años después. Es Paper Moon una película deliciosa gracias también al guión ajustado de Alvin Sargent y a una dirección elegante y cuidada del siempre eficaz Peter Bogdanovich, a quien se le nota seducido por el relato. Sin embargo, el hallazgo de la película, lo que da el tono y diría que impide una de esas versiones contemporáneas, los terribles remakes casi siempre fallidos, es el personaje de la niña que encarna una Tatum O’Neal insuperable e irrepetible, que se convierte en la verdadera protagonista y dueña de la película al ensombrecer a todos los personajes. Inseparable ya para siempre de la figura de Addie Pray, la hija de Ryan O’Neal realiza un primer trabajo cinematográfico de tal calidad e intensidad que acabó devorando su carrera artística antes de empezar. Una especie de Carmen Laforet del cine que nunca superó su particular Nada que fue Luna de papel y cuyo padre Ryan O’Neal tuvo también en la película el papel de su vida, como lo tuvo Kevin Costner en la más que notable Un mundo perfecto, otra road movie con niño, en este caso ambientada en los años sesenta, gracias a Clint Eastwood, su director, quien renunció al papel.
Sin embargo, que nadie se engañe con la figura de la huérfana abandonada y con el supuesto padre y sus aventuras, pues en ningún momento hay lugar para el sentimentalismo o el ternurismo que hubiera podido alentar la presencia de un personaje infantil solo y abandonado. Al contrario, es una película dramática y divertida que narra el encuentro de dos vidas complicadas y solitarias en un contexto difícil en el que sobreviven trasgrediendo la ley y viviendo en sus límites.
Aunque en este caso fuera por razones diferentes a la Lolita de Vladimir Nabokov que filmó Stanley Kubrick, hoy día no se hubiera podido realizar Paper Moon al aparecer una simpática e inteligente menor de diez años fumando con soltura y en un papel de timadora de ancianas. No sé que se hubiera ganado con ello, pero si sé que el cine hubiera perdido una grandísima película.