Foto de Arnold Genthe

I

En La presa (1958), de Kenzaburō Ōe, hay un instante que condensa la perplejidad moral de la infancia en tiempos de guerra: dos niños del pueblo, empujados por la curiosidad y la brutal fascinación por lo desconocido, quieren ver de cerca al avión que cayó en el bosque de abetos y a los aviadores enemigos. Pero otro niño los detiene: “Los niños tenemos prohibido ir a las montañas. ¡Podrían confundirnos con los enemigos y matarnos!” Esa frase, simple y abrupta, produce un estremecimiento porque invierte la lógica infantil —segura, dicotómica— y la obliga a contemplar la porosidad del mal. Si un niño puede ser confundido con el enemigo, entonces ¿qué o quién es el enemigo? ¿Qué rasgos visibles lo constituyen? El narrador-niño, ante esa ambigüedad, se pregunta cómo se vería realmente ese “Otro”, ese monstruo, y descubre que no puede imaginarlo sin toparse con su propio reflejo. “¿Qué cara deben de tener los enemigos?”, pregunta uno de los niños.

En esa pregunta —“¿cómo se ve el enemigo?”— se abre una grieta ontológica. El niño no busca simplemente una imagen, sino una diferencia, una marca que lo distinga sin equívocos. Pero el enemigo es un hombre —un afroamericano extraviado en los bosques de Japón—, con cuerpo, hambre y ojos. Esa humanidad desplaza la caricatura bélica y deja al niño sin categorías. Es aquí donde La presa adquiere un peso trágico: al despojar al enemigo de sus ropajes simbólicos, lo vuelve insoportablemente real, y en esa realidad, los niños, y con ellos el lector, se ven obligados a interrogarse no solo sobre el rostro del “Otro”, sino sobre la violencia necesaria para sostener la ilusión de que ese “Otro” no se nos parece.

 

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II

La lectura de La presa deja la impresión de haber estado observando un incendio desde la cima de un árbol. Un incendio lento, inevitable, que consume sin urgencia todo lo que tiene a su paso. La novela se narra con la ferocidad de una fábula pagana (“Ōe inventa espacios míticos. La presa sucede en un espacio excepcional y en un tiempo especial, un tiempo de prodigios”, dice Justo Navarro en el prólogo de Anagrama): una comunidad rural aislada, un niño como narrador, y la irrupción de lo extranjero en la forma de un soldado que cae —literalmente— del cielo. Pero a su vez, el argumento puede confundirse fácilmente con el de una leyenda moderna. Durante la Guerra del Pacífico, que dio como resultado el fin de la Segunda Guerra Mundial, un avión estadounidense se estrella en los montes de una aldea japonesa, y los habitantes capturan a uno de los tripulantes. El prisionero es negro, enorme, mudo, y los niños lo observan con una mezcla de temor y adoración (piensan, “Se escapará de ese agujero y matará a todos los habitantes y a los perros de la aldea y prenderá fuego las casas”), luego, tras encontrarle atributos sensibles, alejan su imagen de la de un animal y comienzan a humanizarlo: “Tuvimos la revelación brutal de que un soldado negro también podía sonreír, y tomamos conciencia de que entre él y nosotros, de golpe, acababan de establecerse unos vínculos sólidos, profundos y casi “humanos””. Así, el prisionero se convierte en una especie de tótem, una figura ambigua que condensa todo lo desconocido y lo abyecto, pero también lo deseado y lo atractivo.

Lo notable en el tratamiento de la historia es que logra avanzar sin sobresaltos narrativos, como el humo de aquel incendio lento que sube imparable, constante. Ōe no busca una progresión hacia un clímax sino una acumulación de pequeñas perturbaciones: gestos, silencios, supersticiones, miradas que se sostienen demasiado (“Durante largo rato contemplamos su mirada llena de simpatía, sonriéndole como sonreíamos a las cabras o a los perros”). Tampoco parece interesado en la mecánica de la trama, sino en la intensidad de la atmósfera, en la forma en que la presencia del “Otro” reordena, en silencio, el equilibrio moral de una comunidad infantil.

Los adultos quedan fuera del campo de gravedad emocional como figuras funcionales, sombras que organizan, pero cuya voz no logra imponerse del todo (“ni el alcalde ni el comisario de policía estaban capacitados para decidir acerca de la suerte de un prisionero de guerra”). El relato pertenece a los niños, y en particular al narrador, un niño que observa y registra con la impasibilidad del que aún no sabe lo que está viendo. Hay una pureza cruel en esa voz, una neutralidad que vuelve a las imágenes más salvajes y más hermosas, como si los hechos sucedieran sin mediación moral más que una pura inocencia.

La violencia —que lentamente se instala como una bruma— no estalla: se insinúa. El prisionero es a veces un animal domesticado, otras veces un monstruo, otras, un dios o un fenómeno y esa distancia es casi inexistente. La mirada infantil no logra fijarlo en una categoría definitiva. Eso también es inquietante: que la irrupción del extraño no ilumine nada, que no revele una verdad ni encarne una lección.

Hay algo de Golding en esta historia, claro. El señor de las moscas parece un eco evidente. Pero mientras Golding levanta una tesis (que la civilización es una cáscara frágil), Ōe se limita a poner la lupa sobre una situación opaca. No saca conclusiones ni dramatiza, simplemente deja que el lector mire junto al niño. Y eso exige más coraje. Mónica Ojeda, en “Un ensayo en siete partes sobre la violencia en La presa”, agrega algo más: “Los niños de La presa viven la violencia de la misma manera que los de El señor de las moscas: a través del juego. Establecen un mundo no-civilizado donde la violencia no posee un carácter medial. Para ellos la violencia es natural y pura: expresa la vida en sí misma”.

 

Kenzaburō Ōe

 

III

Lo que queda tras la lectura de La presa es una perturbación callada. Es el primer descubrimiento de la violencia, la primera incursión al territorio de los adultos tras cruzar la línea que separa la ingenuidad y la malicia (“Yo ya no formaba parte de la comunidad infantil”). A su vez, todavía latente, la búsqueda agotadora y eterna de identidad. En contadas ocasiones basta con que el individuo se vea al espejo —a un espejo muy íntimo y exigente— y en otras, compararse con los demás, amigos o enemigos. En última instancia, ya sin respuestas, se busca a sí mismo mirando al cielo (“Alcé mis ojos, en los que brillaban unas lágrimas, al cielo oscuro”), necesitado de una respuesta que, aunque no comprenda, alcance para llenar el vacío.