Conchita Montes en «Domingo de Carnaval» de Edgar Neville
“Un Solana, un auténtico Solana”, exclamaba entusiasta Conchita Montes con esa particular dicción que le hacía más atractiva, en una entrevista que le hizo Fernando Méndez Leite a principios de los años ochenta al referirse a Domingo de Carnaval, la película de Edgar Neville realizada cuarenta años antes, con ocasión de su primera proyección en televisión. Era una declaración expresa de solanismo de la que la fascinante Conchita Montes –también escritora con su nombre, Conchita Carro, y autora del Damero maldito de La Codorniz— podía hablar con conocimiento, pues no solo conocía perfectamente las obras de José Gutiérrez Solana que colgaban en el despacho de la productora y, luego, en la casa de Neville, sino que ella fue la protagonista femenina de la película más solanesca, encarnando a la joven y castiza Nieves con un estilo de elegancia inimitable.
Domingo de Carnaval, una película realizada en 1945 entre La torre de los siete jorobados y El crimen de la calle Bordadores, es el segundo de los tres filmes de posguerra de Edgar Neville que Santiago Aguilar denomina “sainetes criminales”, que por su dependencia estética y sencillez del guión ha sido preterido ante otros títulos. Siempre se ha considerado, y con acierto, que el argumento de la película era una excusa para que su director desarrollase la estética y temas de las pinturas y grabados de José Gutiérrez Solana dedicadas al carnaval madrileño, y para rodar unos escenarios y a unos tipos de la capital, que, al igual que al artista, siempre le habían atraído sobremanera.
La trama urdida a partir del asesinato durante el domingo de Carnaval de 1917 de una “prendera”, una prestamista que vive en la Ribera de Curtidores, y la solución del caso cuatro días después, el Miércoles de Ceniza, coincidiendo con el Entierro de la Sardina en plena Pradera de San Isidro, permitió a Edgar Neville describir el carnaval madrileño más popular a la luz de la estética de las obras pintadas y grabadas por Gutiérrez Solana. Aunque también pueden encontrarse referencias a obras de Goya dedicadas a este asunto y a este espacio madrileño, definitivamente es la obra carnavalesca de Gutiérrez Solana la que inspira las mascaras, las destrozonas y las comparsas que recorren el callejero del Rastro en el que se desarrolla Domingo de Carnaval. Subiendo y bajando por Mira el Río Baja, la Arganzuela o la Ribera de Curtidores, las calles que cantó Ramón Gómez de la Serna, nos encontramos al Tío del Alhigui, con su caña y el higo pendiente, seguido de chicos cantando “con la mano no, con la boca sí”; a las destrozonas y a las mascaras, más menos siniestras y expresionistas, que pueblan las pinturas solanescas, y a unas murgas que cierran las Carnestolendas en el entorno suburbial y barojiano de la ermita del Santo, con Madrid al fondo como decorado goyesco.

Máscaras de Carnaval. Solana
La trama policial, ciertamente algo ingenua y descoordinada, en la que el dramatis personae está formado por una pulsera; doña Reme, la asesinada; un señorito perdis con una tía que vivía en la calle del Sacramento; un sereno torvo y un joven y espabilado comisario llamado Matías, sirve para que Neville muestre las calles del Rastro y a los protagonistas del carnaval, pero también para convocar a unos tipos populares del Madrid solanesco y ramoniano, como ese señor Nemesio que encarna al vendedor imposible, al sacamuelas de verborrea incontenible que, a la sombra de Cascorro, es capaz de vender cualquier cosa al más pintado. A ellos se unen Julia y la joven y despachada Nieves (“pero guardia, si yo no le aborrezco”, le dice a su enamorado comisario); Nicasio el bastonero, los castizos de corrala Requena y Emeterio, y la francesa cocainómana que da el toque de mundanidad que ha llegado a la capital con la Gran Guerra, completando el elenco de circunstancias.
Edgar Neville llegó a recrear tal cual -con actores como Conchita Montes, Fernando Fernán Gómez, Guillermo Marín, Julia Lajos, y la magnífica banda sonora del compositorJosé Muñoz Molleda, discípulo de Respighi- algunas pinturas, dibujos y grabados de Gutiérrez Solana dedicadas al carnaval madrileño, como aquel de su colección en el que aparecen unas mascaras y unas comparsas junto al Ventorro del Chaleco, al lado de la Ermita de San Isidro, con el Madrid más goyesco al fondo. Una pintura que reprodujo fielmente en las últimas secuencias de la película en una apoteosis pictórica, a cuyo rodaje asistió asombrado el propio José Gutiérrez Solana, en lo que supone un homenaje al artista. Era el del balcón del Manzanares un paisaje goyesco y solanesco, si, pero también barojiano y ramoniano, que le obsesionaba pues, años después, de nuevo le sirvió para una secuencia de su imprescindible película dedicada al cante flamenco, Duende y misterio del flamenco (1952), en la que, a la sombra de Palacio y de la cúpula de San Francisco el Grande, ilustra un palo tan madrileño como los caracoles, con un genial cuadro de baile de Pilar López Júlvez, la hermana de la mítica Encarnación, la Argentinita.
Domingo de Carnaval es en cierto sentido una variación en tradicional de Esencia de verbena, una película urbana anterior de Ernesto Giménez Caballero dedicada a un Madrid de vanguardia en el que las verbenas son las de las pinturas de Maruja Mallo y los suburbios de las obras de Gabriel García Maroto, es decir, tan vanguardistas como castizos. Sin embargo, Neville, que no está muy lejos del ambiente de las kermeses de la Bombilla y de las verbenas de San Antonio de aires zarzueleros que recoge el director de La Gaceta Literaria, y aunque rueda quince años más tarde, sitúa su obra una época anterior, dándole un aire más del Noventa y ocho. El escritor y director sitúa el sainete carnavalesco que es Domingo de Carnaval en 1917, un año clave en el que la crisis del sistema de la Restauración se abre con brusquedad al coincidir varios conflictos institucionales y sociales. El nacionalismo catalán, la huelga general de agosto, los disturbios campesinos andaluces y el corporativismo militar de las juntas de defensa, confirman el fin a una época que se había iniciado con la Regencia; unos años que, con la Guerra Civil, los sectores más conservadores consideraron algo parecido a una edad de oro. Fue un periodo mítico para escritores como Agustín de Foxá o el propio Edgar Neville, que vivieron en él su infancia y que consideraban que el Madrid ideal era el de estos años de zarzuela y minoría real, de Teatro Apolo y tertulias de escritores modernistas, de asombro ante el nuevo siglo y las nuevas técnicas que traían esas ciencias que, en efecto, «avanzaban que era una barbaridad». Una época que confirmaba que, como decía el entonces poeta ultraísta Pedro Garfias, «las cosas se habían roto».

Escena de «Domingo de Carnaval»
Era una época idealizada en la que -según proclamaron luego en los años de trincheras y del Burgos campamental y franquista- el taller todavía no era industria y el menestral, que aun no se había convertido en obrero, alternaba con el señorito sin que terciase por medio la lucha de clases. Luego, en los años treinta, llegaría la sorpresa y la pregunta, muy retórica, de Giménez Caballero -“¿quien puso cartuchera sobre el vientre del lechero, alegre, de mi desayuno?”-, que en su Madrid nuestro insistía en el rechazo de la nueva ciudad surgida durante la República. Ya entonces Foxá y Neville entonaban desde la Salamanca franquista el ubi sunt de la urbe de su infancia recurriendo al recuerdo de la mosca y el bigote de los alabarderos de Palacio o del carrito de la Plaza de Oriente de su infancia, en el que muchos llegamos a montar. Quizás también estos tres sainetes nevillianos, situados en los años anteriores a 1917, haya que verlos como un canto a la ciudad que, a pesar de la victoria, sabían definitivamente perdida.
Pero, en Domingo de Carnaval, más que nostalgia arcádica, lo que hay es una decidida entrega a la pintura y también a la literatura, pues en la película de Neville hay mucho del Gutiérrez Solana escritor -también muy del noventa y ocho-, especialmente de su magnífico Madrid, escenas y costumbres, y de su amigo Ramón, en especial de El Rastro o de La Nardo, unas obras cuya influencia se detecta en tipos y en secuencias del film. La atracción por lo madrileño, que no por lo costumbrista, como categoría cultural, en la que el Rastro ocupa un lugar esencial, y la inclinación a lo castizo de Edgar Neville, que aparece en muchas de sus obras, tanto escritas -pienso en Frente de Madrid o en la casi desconocida Historia madrileña del medio siglo, ahora recuperada por la editorial Renacimiento-, como filmadas, tal que la postrera y memorialística, Mi calle, es superior al de otros escritores, aunque la vocación por lo capitalino sea una constante desde el Noventa y ocho.
Sin embargo, la vocación hacia el mundo madrileño más popular y el interés por el carnaval más castizo que tenía Neville, además de estar al servicio de una plástica y de expresarse a medio camino entre el sainete y el esperpento amable –de aguafuerte español calificaba a la película el propio director–, tiene un carácter documental, casi de narración antropológica. Así, desde esta combinación de pintura y grabados de Gutiérrez Solana y de Tristes trópicos a la madrileña, también se puede contemplar Domingo de Carnaval, una película a recuperar.

Escena de «Domingo de Carnaval»