František Kupka. Charles Baudelaire

A vueltas con Baudelaire, esta tarde leía unos párrafos suyos sobre el invierno, exactamente sobre lo que Tomás De Quincey escribía sobre el invierno. Quincey, el escritor inglés del opio, autor de las famosas e inigualables Confesiones de un opiómano inglés, que a pesar de la prevención que pueda causar su título, resulta un divertidísimo libro, así como de la estupenda novela El asesinato considerado como una de las bellas artes, autor que fue traducido e introducido en la Francia de la época por Baudelaire, quien sería uno de los avalistas de este escritor erudito que vivía entre lagos, con un trabajo literario múltiple, que compaginaba con un mundo personal sumergido en la nepenta del opio, cuyo consumo, en su caso, le permitía estar doblemente activo.

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Escribe el francés de cómo Quinçey deseaba que llegara el invierno para poder aislarse en su casa en el campo y quedar incomunicado, con los caminos desaparecidos bajo un manto de nieve, los paisajes cegados por la niebla tras los cristales congelados. Deseaba inviernos largos, muy largos, encerrarse durante meses en su casa y biblioteca, para dedicarse en exclusiva a la lectura, al cuidado de su miles de libros, a la escritura de todo lo que en su cabeza tenía, y a los juegos del pensamiento y la imaginación narcotizados por el láudano, que consumía inmoderadamente. Dice Baudelaire que Quinçey rogaba al cielo que le mandase tormentas, granizos, rayos y centellas, la helada que bajase todos los grados Fahrenheit de la naturaleza.Que necesitaba un invierno canadiense, un invierno ruso, la expresión máxima del invierno. De este modo, su nido le parecía más cálido, más dulce, más entrañable.

La manera de sentir de Quinçey, su deseo de aislamiento entre dobles ventanas, cortinas hasta los suelos, mullidas alfombras, velas encendidas, y los anaqueles de su inmensa biblioteca, la observación que de ello hace Baudelaire, me animan en esta nueva temporada que ahora comienza, el breve invierno, pues así es donde vivo, un invierno mediterráneo, breve y nada riguroso, muy distinto al soñado por el inglés. Pero en fin. El otoño se aleja con los últimos vientos que desnudan los árboles y amanece cristalino el paisaje. Adiós a los colores del otoño, adiós a las brisas brillantes de los amables crepúsculos.

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Decía La Bruyère, el moralista clásico francés del siglo XVII que  realizar comparaciones es cosa vulgar, -odioso decimos ahora-, que cada obra de arte es única en sí misma. Nada tiene que ver la literatura de Quincey con la de Baudelaire y muy escasas las semejanzas vitales de uno y otro, por más que he leído en algún lugar que Baudelaire y Quincey tenían sus parecidos, que les habían ocurrido similares cosas. Pero no hay más que leerlos. Baudelaire es poesía y alevosa nocturnidad sentimental. Quincey es muchas cosas más, es el erudito cuya prosa se revuelve como su pensamiento, con un discurso extravagante no exento del más refinado sentido del humor británico. Quincey es el intelectual que discurre por un sin fin de temas, incluido el económico con su descubrimiento de las teoría de David Ricardo, es el poeta romántico, el tratadista, el novelista, el polígrafo siendo un enfermo que prefiere la enfermedad al remedio y se somete al destino sin ofrecerle resistencia, y estas últimas son palabras de Baudelaire, que se puso muy serio para hablar de Quincey.

Quincey era otra cosa. Su discurso lógico, a la antigua, te envolvía, te enrevesada mucho más, mucho más literario activaba modos de pensamiento mostrando los suyos propios que resultaban enormemente novedosos y extravagantes. El francés, los franceses, eran el verso, Quincey era el discurso de su original pensamiento, bien en su formulaciones eruditas, bien en los comentarios de su adicción diaria, maravillosamente en la comedia de tan gracioso título antes citada.

No sé por qué, pero una vez más recomiendo a Thomas de Quincey.

 

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