Parece que es cierto: hay un día para todo. Así, por ejemplo, se celebra anualmente el Día de los calcetines perdidos, el Día de la galleta, el Día mundial del OVNI o el también mundial Día de la población. Una de las conmemoraciones con más seguimiento desde su inicio en 1984 es la del Día internacional de la Bicicleta, durante cuya jornada se reivindica y fomenta algo tan elogiable y sin doblez como su uso en tanto medio de transporte sostenible y saludable. Sin embargo, esta celebración tiene un origen más curioso del que en un principio podría imaginarse: Thomas B. Roberts, profesor de Psicología de la Educación en la Universidad del Norte de Illinois, quiso festejar así la efeméride del descubrimiento de la LSD en el mes de abril de 1943. Pero ¿qué tiene que ver esto con las bicicletas? Pues que el químico Albert Hofmann, poco después de su hallazgo, llevó a cabo un autoensayo con la sustancia y anotó algunas impresiones que tuvo colocado de ácido en su vuelta a casa en bicicleta. El experimento lo narra él mismo en un libro fundamental del siglo XX que ahora Arpa Editores recupera, LSD. Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo: «“Con bicicleta a casa. Desde las 18 h hasta aproximadamente las 20 h: punto más grave de la crisis”. Escribir las últimas palabras me costó un ingente esfuerzo. Entonces ya sabía perfectamente que la LSD había sido la causa de la extraña experiencia del viernes anterior (…). Ya me costaba muchísimo hablar claramente y le pedí a mi ayudante del laboratorio, que estaba enterada del autoensayo, que me acompañara a casa. En el viaje en bicicleta –en aquel momento no podía conseguirse un coche; en la época de posguerra los automóviles estaban reservados a unos pocos privilegiados– mi estado adoptó unas formas amenazadoras. Todo se tambaleaba en mi campo visual y aparecía distorsionado como en un espejo alabeado. También tuve la sensación de que la bicicleta no se movía. Luego mi asistente me dijo que habíamos viajado muy deprisa».

En efecto, todo sería a partir de entonces una cuestión de viaje. La asistente de laboratorio a la que se refiere Hofmann en sus notas sobre el autoensayo se llamaba Susi Ramstein y era una joven de veintiún años que se convirtió en la primera mujer de la historia en probar LSD. Estos y muchos otros detalles los sabemos ahora gracias al fantástico trabajo crítico del que se ha encargado José Carlos Bouso en esta edición que aparece cuando se cumplen exactamente setenta y cinco años de un descubrimiento que, en efecto, cambió el mundo tal como se conocía hasta entonces. Bouso es uno de los mayores expertos en drogas en nuestro país; psicólogo y doctor en Farmacología, es también director científico de la Fundación ICEERS, en la que investiga el potencial terapéutico de sustancias psicoactivas con el objetivo de mejorar las políticas públicas sanitarias. Todos sus conocimientos y un entusiasmo contagioso por la materia están puestos al servicio del prólogo, el epílogo y las acertadísimas notas que completan el libro de Hofmann.

Publicado originalmente en 1979, LSD. Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo relata en su mayor parte la actividad profesional de Hofmann ligada a la historia de la LSD: cómo se llegó a dar con esta sustancia a partir del cornezuelo de centeno y cómo se descubrieron sus efectos psíquicos, cuáles son sus aplicaciones en psiquiatría, de qué manera se dio el paso de medicamento a droga (con todos los problemas que esto le pudo ocasionar y que le impidieron, en sus palabras, ganar el Premio Nobel de Química), qué implicaciones espirituales tiene su consumo y todo lo relativo al viaje a México en el que el autor, junto con un grupo de investigadores amigos, fue a conocer «los parientes mexicanos de la LSD». Hacia el final del libro, Hofmann abandona la bata blanca y se deja llevar por los intereses literarios y artísticos que le caracterizaron. En esos últimos capítulos cuenta cómo su hallazgo le permitió entablar relación con grandes personalidades de la época y compartir experiencias psicoactivas. Así fue con Ernst Jünger, al que admiraba y leía con devoción desde hacía tiempo y con el que el la LSD le permitió entablar una enriquecedora amistad. También con Aldous Huxley, cuyo interés y confianza en el LSD le hizo pedir, en el lecho de muerte, que le administraran cierta cantidad para hacer menos agónico el final de su vida. Hofmann también mantuvo una peculiar correspondencia con el médico y poeta Walter Vogt, y recibió cientos de cartas y visitas de personas relacionadas con las drogas y el mundo hippieque por entonces se desarrollaba. Una de las más curiosas fue la de una joven de Nueva York que se autodenominaba «la Juana de Arco de los Estados Unidos» y que acudió a su oficina para transmitirle una misión: el químico debía convencer al por entonces presidente del país norteamericano, L. B. Johnson, de la necesidad de tomar LSD, ya que era la única manera de que este tomase las decisiones adecuadas para sacar al país de la guerra.

LSD. Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo es, en sí mismo, un viaje, narrado en primera persona por el hombre que revolucinó la cultura occidental. Hijo problemático o hijo pródigo, su descubrimiento diluyó las fronteras entre el sujeto que experimenta y el mundo exterior, y este libro deja constancia de ello: «Todo centelleaba y refulgía con una luz viva. El mundo parecía recién creado».