
Edgar Neville. EFE
Casi es imposible ya contar ninguna anécdota sobre Edgar Neville teniendo en cuenta que anécdota, etimológicamente, significaba “inédito” y si algo ha abundado en torno a la figura de Neville son, precisamente, las anécdotas: se diría que a Neville se le enterró en sus propias anécdotas, tan brillantes todas, con nombres tan prestigiosos de la literatura, el cine y el flamenco, y no ha sido raro que quien se pusiera a escribir sobre él se hubiera sentido liberado de la necesidad de leerlo porque bastaba con repasar sus anécdotas para ofrecer una imagen fidedigna del personaje.
He leído diez o doce perfiles de Neville y en ninguno de ellos se hace mención de su obra literaria más allá del socorrido tópico que le presta el brazalete de capitán de lo que se dio en llamar, gracias a un discurso de López Rubio, la “otra generación del 27”, apelando a los humoristas que, a rebufo de Ramón Gómez de la Serna, ofrecieron una imagen más vivaz, festiva, absurda de la vida que los poetas titulares de esa generación. Con la etiqueta “humorismo” se suele solventar el trámite de dar por conocido a un escritor como Neville que para torpedearse su propia suerte como escritor cometió el imperdonable error de destacar también como uno de los más significativos cineastas de nuestra posguerra. El resultado de todo ello es que a Neville se le dio por leído, clasificado y colocado en el relato de nuestra literatura ocupando una sonriente y escueta nota a pie de página como cuentista, novelista, articulista y dramaturgo que formó parte del humorismo de los años veinte… y poco más. Como él tampoco hizo mucho por reivindicar sus propios logros o audacias, tampoco parecía tan grave que nadie viniera a releerlo para, al menos, fijar convenientemente su importancia o potencia. Sólo en una ocasión cedió el propio Neville a la tentación de recordar que fue el primero en cultivar un humor absurdo que había empezado a cobrar réditos en Francia e Italia. Lo hizo en el prólogo a la segunda edición de su novela Don Clorato de Potasa en 1947, pero ya dijo alguien que los prólogos son esos textos que se escriben después de que estén escritos los libros para colocarlos antes y no se lean ni antes ni después. En ese prólogo al hacer memoria de la época en la que escribió su novela, que amortigua su excelencia ya desde el ridículo título, recuerda que con Tono y Mihura, ideando una revista humorística, le dio por ensayar el arte del absurdo con cuentos en los que, por poner un ejemplo, una vaca pudiera enamorarse de un inspector de Hacienda, y por una vez cediendo al arte de la queja escribe: “Como todo esto está publicado con su fecha correspondiente se puede comprobar, cosa que digo para que los futuros historiadores de la literatura lo anoten y ningún niño pueda pasar el Examen de Estado sin saber que los que creamos el género mucho antes que los italianos y los franceses fuimos, Tono y Mihura en los dibujos y yo en la prosa”. Aunque no lo gritase, debía soportar con una sonrisa de cansancio que a aquellas alturas de siglo Ionesco y otros se hicieran de oro explotando las vías del teatro del absurdo. Pero no deja de ser una pose muy Neville, quizá consciente de que por mucho que se quejara de vez en cuando de que la gente no leyera -por ejemplo, en el prólogo de su libro de cuentos Música de fondo, de 1936, donde dice que eligió ese título tratando de aparentar que se trataba de una novela porque la gente no compra volúmenes de cuentos para resarcirse del hecho inapelable de que tampoco compra novelas-, todo eran excusas para ocultar la evidencia principal: su obra tenía un poderoso enemigo, y ese enemigo no era otro que él mismo.
Neville se dio a conocer -después de que ya le conociera todo el mundo- con un libro de relatos que al no encontrar editor, porque seguramente ni lo buscó, fue a parar a manos de Altolaguirre y Prados que lo imprimieron en Sur con cubiertas charoladas de color verde. Era un manojo de cuentos que tenía el claro inconveniente de ser cuentos para niños dirigidos a los adultos. Es obvio que una gran rama de las vanguardias tiene un punto, un aire, un afán infantil quizá para contrarrestar la rama más pesada de las mismas vanguardias, empeñada en bajar al sótano de la subconsciencia y las asociaciones de palabras que no quieren significar nada por ver si en el arte combinatoria de disparar metáforas alguna conseguía abatir a algún lector. Ese aire infantil está en una cabalgata de cuadros y de poemas y también en la búsqueda de complicidades en lugares ajenos a la tradición que se padecía: por ejemplo, los pueblos primitivos, de donde no era raro que Blaise Cendrars hiciese su antología negra con leyendas africanas. No era de extrañar que incluso los libros para niños se vanguardizaran y no era raro que los libros para adultos vanguardistas se infantilizaran. Ese eco de época joven, que algunos, como Benjamín Jarnés o Antonio Espina, al intelectualizarlo demasiado llevaron a un callejón sin salida, seducidos por las ideas de Ortega, cuya hartura de novelas quizá se debía al hecho inapelable de que fue incapaz de escribir una, procede en España de un nombre mayor e indiscutible: Ramón Gómez de la Serna. Nuestros años veinte son indiscutiblemete ramonianos: se puede apreciar su huella tanto en los hooligans ramonianos, como sin duda fueron Neville o Jardiel o Samuel Ros o López Rubio, como en otros autores, poetas sobre todo, que disimulaban mejor la influencia, como el primer Pedro Salinas, algunos momentos de Jorge Guillen, los libros creacionistas de Gerardo Diego, autores que ahondaron la epistemología de Ramón -porque Ramón en efecto es una epistemología, un modo de interpretar el mundo- renunciando al componente humorístico de la greguería para darle una profundidad que consiguió algunas imágenes soberbias. No andaba muy descaminado Luis Cernuda cuando, años más tarde, al hacer resumen de la historia de la poesía española del siglo XX dedicaba un capítulo a Ramón colocándolo en el lugar que se merecía.
Tan influyente fue Ramón para los jóvenes narradores de los años veinte que en La Gaceta Literaria al reseñar un libro de relatos de Samuel Ros el crítico escribe: Decir que este libro es ramoniano es no decir nada porque hoy todo lo que producen nuestros jóvenes narradores es ramoniano… Ramoniano era, desde luego, el primer libro de Neville, Eva y Adán, donde tergiversa muy a menudo leyendas populares o episodios bíblicos lo que ya presta tono no sólo al libro entero sino también a casi toda la obra narrativa del autor, que iría afinando sin duda sus propósitos y sus posibilidades. En el fondo, de la misma manera que en los mejores momentos de Ramón y en los mejores momentos de sus discípulos, la obra de Neville es un canto constante a la inmadurez. De ahí que sea muy acertado -como hace José Manuel Benítez Ariza– vincular su mejor novela, Don Clorato de Potasa, con el Ferdydurkede Gombrowicz, en la que el protagonista de treinta y tantos años amanece un día convertido en un adolescente y tiene que enfrentarse al mundo desde la adolescencia aunque no pierda la conciencia nunca de su edad verdadera. De alguna manera a los personajes de Neville, especialmente los de esa primera novela no mejorada posteriormente, les pasa justo lo contrario: son adolescentes que no tienen idea de porqué están encerrados en cuerpos adultos, de donde no encuentran la menor razón para madurar. Don Clorato de Potasa tiene el inconveniente de su título, sin duda, porque con ese título es difícil ni siquiera tratar de hacer una lectura seria de la novela, y tiene el inconveniente de que Neville, para calar hondo y reírse de la cursilería y los dogmas morales que creen atenazar los caballos desbocados del deseo, no se puede permitir en ningún párrafo, a pesar de la tercera persona que narra, pararse a meditar en los propios hechos que nos va contando. Hace bien, sin duda, porque en otras novelas cuando se para a incidir en el fondo de la cuestión, acartona tanto el relato que acaba rebajándose al sermón: ello ocurre por ejemplo en un momento dado de la divertida pero insustancial Producciones García SA, cuando el protagonista lanza una filípica acerca de la trampa de hacer obras para satisfacer el gusto del público y elevando el tono para, contra la supuesta dictadura del vulgo, alabar el buen gusto callado de quienes buscan en las obras de arte algo que no sea más que costumbrismo o tremendismo o chiste fácil.
No se ha señalado lo suficiente, creo, un aspecto importante de la llamada “otra generación del 27”, que agrupa a los humoristas de la época, preteridos en las listas oficiales de los autores de esa generación según denunciaba en famoso discurso López Rubio: casi todos ellos mantuvieron un tono “años veinte”, cuando los años veinte ya quedaron atrás. Es evidente que el Dámaso Alonso de los años veinte no suena como el Dámaso Alonso de los cuarenta, como el Alberti de la Belle Époque tiene poco que ver con el Alberti de los años sesenta. Sin embargo Mihura, López Rubio, y sobre todo Neville, en toda su obra mantuvieron ese aire de levedad y gracia y fiesta de la época en la que fueron jóvenes. Neville, como digo, más que ninguno, y al menos en su obra literaria, que no en la cinematográfica, fue siempre un autor años veinte como se puede apreciar perfectamente en el volumen de Cuentos Completos y Rescatadosque ha recopilado José María Goicoechea para Reino de Cordelia. Si a algún género le fue fiel Neville fue al relato. Su primer libro reunía relatos -entre ellos quizá su primer gran cuento, “La mujer maravillosa”, un paseo por el París de las vanguardias- y su último también –Dos cuentos crueles, ahí suena un Neville distinto, los dos relatos del libro son tremendos (que no tremendistas). Entre uno y otro publicó Música de Fondo -pero salió en 1936, mal año para la risa-, Frente de Madrid– un libro fundamentalmente de propaganda pero en el que hay un gran cuento, “Don Pedro Hambre”, y una clara intención de, sin dejar de reprochar de manera maniquea algunas barbaridades, cantar la necesidad de la reconciliación- Torito Bravo y El largo díade Monsieur Marcel. Era costumbre de Neville pasar de un libro a otro sus relatos, de manera que alguna de las piezas se repetía en varios de sus libros. No cabe duda de que hay una gran cantidad de cuentos de Neville que sólo son o chistes o bocetos o prosas para entrenar los dedos o satisfacer un encargo, pero no podemos medir la intensidad de un autor por sus textos de circunstancias. Y en otros, parece evidente que Neville no sólo dio lo mejor de sí, sino que también demostró lo mejor de aquel movimiento que entre bromas y veras inventó con Mihura y Tono, pujando por un humor absurdo a través del que cantar la perfección festiva de la inmadurez, las ganas de reírse de las sombras del mundo, la resistencia a cualquier gravedad retórica. Uno de esos relatos es “José Sánchez” que cuenta el viaje que hace un hombre con ese nombre junto al soldado encargado de matarlo. Acusado de llamarse José Sánchez (“ y por eso te van a matar”, le dice el chófer, “Es que además mi segundo apellido es García” responde él, “Es que vas provocando” le responde el chófer) la relación del personaje con quien ha sido encargado de su fusilamiento, expresa a través de un diálogo muy vivo, esa necesidad de reconciliación que aparecía esbozada al final de su película Frente de Madrid, pero más allá de eso, resulta un cuento emocionante, divertido, en el que el absurdo se vuelve tan real como en los mejores momentos de Don Clorato de Potasa.
Los Cuentos Completos de Neville -y hay que destacar de esta edición el esfuerzo de Goicoechea por recuperar muchos relatos que no fueron publicados en libros, algunos de ellos realmente buenos, mejores que los publicados, lo que dice mucho del desinterés del propio Neville cuando le tocaba hacer acopio de piezas para formar un volumen pues solía olvidarse de piezas espléndidas- nos muestran no sólo los mejores momentos de un escritor que no puede decirse que haya sido olvidado, porque más o menos no ha habido lustro que no se publicara algún libro suyo, sino también su taller, su manera de hacer, su búsqueda del absurdo -la vaca que se enamora de un inspector de Hacienda- para expresar de manera festiva su manera de estar en el mundo. Un ahorcado que encuentra el árbol donde va a ahorcarse ocupado por una muchacha que también quiere ahorcarse, un carnicero que se niega rotundamente a que los soldados hambrientos sacrifiquen el cerdo que tiene y que está cebando para que llegue a su hora como mandan los cánones, una mujer que en el Berlín que va a ser arrasado por los rusos busca a alguien con quien tener la experiencia sexual que no ha tenido nunca, un criador de toros que se lanza al ruedo para salvar a su torito bravo… Los personajes “nevillescos” en fin forman un extraño y por momentos estremecido coro de seres fuera de juego -porque el juego de la realidad es demasiado grave para ellos-, que no temen incurrir en la inverosimilitud -porque las reglas de la realidad no son bienvenidas- y que, en definitiva, tal vez pertenezcan a un curioso género de corte muy vanguardista: el cuento infantil para adultos. Ahí suena también aquel afán ramoniano -que es pura epistemología- de tratar de mirar la realidad con ojos nuevos, llenos de perplejidad.

Portada del disco con la música de la película «El baile» dirigida y escrita por Edgar Neville
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Cuentos completos y rescatados. Edgar Neville. Reino de Cordelia. Edición de José María Goicoechea.