Foto de August Sander

 

Aires de República de Weimar, de Berlín Alexanderplatz. De desfiles de Stahlelms y vivas a Thaëllmann en las calles de la ciudad que Alfred Döblin llamaba “Babilonia la ramera”. Ecos de unas calles apenas limpias de barricadas y abandonadas por los freikorps,convencidos de haber recibido la llamada “puñalada por la espalda” que les hizo perder la guerra, y por milicias de consejos obreros espartaquistas que proclamaban la república de los soviets. De nuevas De músicas de Kurt Weill y canciones de cabaret de Adolf Ginsburg, de los tangos algo canallas de la orquesta de Dajos Béla como Donna Clara, Wenn Ich die Blonde Inge y Eine Nacht in Monte-Carlo o del optimista In einer kleinen Konditorei. Un mundo que gustaba de siniestros doctores Caligari y Mabuse, de asesinos en serie como el vampiro de Dusseldorf, protagonista de M,  la obra de Fritz Lang; de películas turbadoras como Abwege, de Georg W.Pabst y la enigmática Brigitte Helm; de pesadillas urbanas como las dos “Metrópolis”, la cinematográfica de Fritz Lang y la pintada de George Grosz; de sinfonías urbanas como la filmada por Walter Ruttmann, de geometrías Bauhaus y sueños Dada, de pinturas de George Grosz, Otto Dix o de la Neue Sachlichkeit, de las fotografías de August Sander, de lujo y hambre, de derroche y paro, de cocaínas y morfinas compradas en el mismo cabaret en el que se bebe champagne, de antros proletarios humeantes con reuniones de conspiradores del Rot Front alrededor de jarras de cerveza y vasos de schnapps… Todo esto y mucho más lo contemplaban en un café desde la cima de un taburete, a través de un impertinente monóculo, con un cigarrillo entre los dedos y un vestido de diseño, quienes se han convertido en el rostro de esa época que Sigfried Kracauer situó entre Caligari y Hitler.

Sylvia von Harden, periodista y escritora cuyo verdadero nombre era Sylvia Lehr, encarna la imagen de lo nuevo en esa Alemania weimariana en la que hervía lo mejor y lo peor de la modernidad, en un ambiente de excitación casi apocalíptica en el que se vivía sin pensar en el porvenir entre crisis y crisis, entre guerra y guerra, en el que el arte y literatura eran o un juego o un arma. Cuando en 1926, Otto Dix, aun sin curar las heridas de las jungerianas tempestades de acero sufridas en las trincheras y aun fresca su “Escena de la Kurfürstendamm” -una exacta visión del Berlín de la época-, se cruzó con Sylvia Von Harden supo que estaba ante la imagen de su tiempo. Fue una visión turbadora la de esa joven enfundada en un vestido que parecía diseñado a medias entre Moholy-Nagy y Josef Albers, con un rostro nuevo, andrógino y moderno, entre cubista y dada. Su entusiasmo y la certeza de estar viendo una obra irrepetible, el modelo de la mujer moderna en forma de performance, le llevó a Dix a decirle de manera imperiosa: “¡tengo que pintarla!” Una necesidad que está en el origen del retrato que hoy cuelga en las paredes del Pompidou parisino.

Algo semejante le ocurrió a August Sander, el fotógrafo empeñado como un entomólogo en recoger los rostros de su época con la mirada de la nueva objetividad –precisa, sin añadidos ni adornos, ni siquiera la sonrisa o la identidad– que tanto le aproximaba a Otto Dix. En 1929, trabajando para su libro El rostro de nuestro tiempo que habría de prologar Alfred Döblin, August Sander se topó con su modelo en una emisora de radio de Colonia. Era una joven locutora aun más andrógina y con un corte de pelo corto semejante al de Sylvia Von Harden, cuyo vestido, negro y también ajustado, adornado con unas flores, quizás perdía en brillantez en comparación con el diseño más vanguardista del que viste la periodista retratada por Otto Dix. Sin embargo, su rostro, al igual que su mirada, era aun más equívoco e inquietante, como la Alemania a la que el escritor Christopher Isherwood acababa de llegar con su amante el poeta Wystan H. Auden  y que Sebastián Haffner no tardaría en dejar en dirección al exilio.

Ambos retratos, el pictórico y el fotográfico, resumen el ethosde la modernidad de Weimar, un espíritu que está en el rostro andrógino y extraño de las dos mujeres que fuman con soltura desconocida, en su corte de pelo a lo garçonnière, en la copa de cocktail –una  pieza de cristalería recién creada para las nuevas bebidas– y en la caja de cigarrillos que aparecen sobre el velador, que proclaman su libertad, en los vestidos de las jóvenes captados por la cámara de Sander y los pinceles de Dix. Es el retrato de este artista un prodigio de la nueva figuración, moderna pero llena de claves que remiten a la tradición flamenca y germana, a las ilustraciones de la prensa, al espíritu crítico de la modernidad, a la Nueva Objetividad. La caricatura exacta, sin exageraciones innecesarias, en la forma de recoger las manos y representar el rostro, que acentúa los rasgos más precisos del retrato de Von Harden, no es más que una síntesis de las mujeres que compartían las actividades de la vanguardia alemana, donde destacaban numerosas artistas como Hannah Hoch, las llamadas fotógrafas de Weimar como Ilse Bing, Germaine Krull o Gertrude Fehr, o la actriz y bailarina, algo enloquecida Anita Berber,  unas mujeres libres y activas en el arte y en sus vidas como exponentes de esos años weimarianos en los que se anticipaba todo, tanto la modernidad más frecuente como el apocalipsis que iban a traer Auschwitz y la bomba atómica.

En 1933, con la llegada de Hitler al poder, Sylvia von Harden, como tantos otros abandonó Alemania, demostrando un instinto que confirmaba que era periodista y que probablemente le salvó la vida. En cambio, no sabemos lo que le sucedió a la audaz y moderna locutora de la Westdeutscher Rundfunk de Colonia cuyo retrato incluyó August Sander en el capítulo correspondiente de su obra dedicado a las mujeres. Cabe pensar lo peor pues se encontró con muchas cosas a las que sobrevivir: al nazismo, a la guerra, a los continuos bombardeos aliados       -americanos por el día, británicos por la noche- o a una dura postguerra de dificultades, privaciones y enfermedades. Sea como fuere, como la cultura de Weimar que evocan tanto las modelos como los artistas y las obras creadas, ambas siempre estarán cruzando por el semáforo de la Potsdamer Platz convertidas en el símbolo de una época tan intensa como interesante.

 

Sylvia von Harden. Fernando Castillo