Pío Caro Baroja. Foto de J. L. Nocito
Como es notorio, el de los obituarios es, dentro de la literatura, un género en sí mismo. Admite formas varias, incluso poéticas (las “Coplas” de Jorge Manrique o el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” de Federico García Lorca, por mencionar sólo lo más socorrido), y también formatos variados, desde el artículo periodístico (casi poco más que una esquela) hasta el ensayo extenso.
Un género, eso sí, extraordinariamente difícil. La semblanza del fallecido sólo la puede hacer alguien cercano, pero eso mismo complica las cosas, porque, en singular si se escribe en el mismo momento, resulta casi inevitable dejarse llevar por los sentimientos y caer en algo tan banal como la hagiografía, que es lo que menos perdonan los lectores.
Si el muerto es el progenitor del autor, todo resulta aún peor, porque, en el planeta de las relaciones familiares, no cabe ninguna más compleja que la paternofilial. Literatura sobre ello no falta: nadie ignora los profundísimos análisis de Freud sobre el síndrome de Edipo (o incluso la propia leyenda griega del personaje) o, visto desde la perspectiva inversa, la del padre odiando al hijo, “El romance de lobos” de nuestro Valle Inclán. Y eso por no hablar del mito de Saturno devorando a su propia criatura, que el pincel de Goya recogió con la imagen dramática que tenemos en la cabeza.
Y el asunto se presenta aún más arduo, tercero, si ese padre era Pío Caro Baroja (1928-2015), que arrojaba toda la riqueza de matices de un homme de lettres (“La barca de Caronte”) y además de un hombre de acción. Los años cincuenta en España fueron lo amarillentos que conocemos y muchos jóvenes buscaron mejores lugares, pero él optó por un lugar tan singularísimo (en el sentido de atractivo) como aquél México, el que tenía a Agustín Lara y María Félix como iconos. El centro del mundo.
Cuarto peldaño de la escalera: que el tal Pío no era sólo la persona, sino también y sobre todo el miembro de una estirpe (“Uno para todos y todos para uno”, como los tres mosqueteros de Alejandro Dumas) y no precisamente de cualquier estirpe. No existe, o al menos el autor de estas líneas no lo conoce, una autobiografía familiar comparable a “Los Baroja” de Julio Caro Baroja, el hermano mayor (1914-1995).

Julio Caro-Baroja
Son cuatro retos, sí, cada uno peor que el previo. Cualquiera optaría por no empezar siquiera.
Pero Pío hijo (ya con el Caro-Baroja unido y con Jaureguialzo de segundo) se empeñó en hacerlo. Y el libro le ha salido muy bien. Primero, por el estilo literario: leerlo es una verdadera gozada. Pero no sólo ni principalmente. El autor exhibe una especial pericia en describir no sólo las figuras humanas, empezando por supuesto por la de su padre, sino también los lugares (más eso que los ambientes, para decirlo con precisión: la geografía y no sólo la atmósfera). Itzea y Bera de Bidasoa (o Vera, si se prefiere), por supuesto, pero también la finca de las afueras de Málaga o el barrio de los Jerónimos de Madrid. Y eso por no hablar del campo de Argentina o, por supuesto, del México de aquella época, que el escribidor no conoció (no había nacido: sólo lo hizo en 1969), pero del que intuye muchas cosas. En cierto sentido, es la “Rebeca” -el protagonista ausente- de este libro.
Del subjetivismo se habla de a veces con un tono nada amable: decir de tal o cual opinión que es subjetiva suele significar que se le quiere quitar valor. Pero también es cierto que la subjetividad es el rasgo esencial de la edad moderna y lo que nos ha hecho progresar. En cualquier libro, aunque no se trate propiamente de unas memorias, se embosca un ajuste de cuentas con algunas personas y eso no tiene que merecer reproche, sobre todo si, como aquí sucede, el autor se muestra pudoroso y en varias ocasiones previere expresarse sólo con iniciales. Es lo propio del escritor: la libertad por un lado y la autocensura (la mutilación, si se quiere) por el otro. La penitencia de quien coge la pluma.
Y, en fin, el hijo ha sabido escoger el momento de honrar a su padre y a toda su gens: justo cuando acaban de terminar de publicarse los tomos de “Baroja y yo”, con la contribución de su hermana Carmen, “El grito del Capitán Chimista”. Un dignísimo colofón para una colección en la que no resulta hacedero jerarquizar, porque es cada pieza la que merece el calificativo de espléndida.
Se debe terminar y nada mejor que hacerlo recogiendo los planteamientos de Saint-Beuve. Hay quien está familiarizado, incluso personalmente, con lo barojiano (quien practica esa religión, para llamar a las cosas por su nombre) y también existe quien todavía no se ha convertido. En ese segundo caso la vida resulta muy diferente (y peor), pero en ese escenario este libro puede antojarse aún más interesante. Diríase que está escrito pensando en ellos: para abrirles el apetito.
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