Cuenta una leyenda budista que un hombre pasó galopando a caballo delante de un monje. Este le preguntó a dónde iba y el hombre dijo: «Pregúntale a mi caballo». La sensación de torpeza con la propia ubicación, de descontrol sobre el destino, no es desconocida para nadie, pero sí más acentuada para algunos. Rebecca Solnit recupera esas palabras en Una guía sobre el arte de perderse, el libro que la editorial Capitán Swing, coincidiendo con su décimo aniversario, publica en castellano y tras contar en su catálogo con otros dos títulos de la misma autora: Wanderlust y el muy celebrado Los hombres me explican cosas.
Solnit plantea en este libro el arte de perderse atendiendo tanto a sus formas evidentes –la desorientación en el bosque, en el desierto, la pérdida de objetos– como a las metafóricas –la formación de la identidad, la incertidumbre–. A partir de esta fértil y versátil idea de pérdida, los nueve textos que componen Una guía sobre el arte de perderse responden a una concepción muy habitual en los últimos tiempos: el libro como indagación variada en torno a un tema, entendido este como una inquietud o incógnita que abre camino en la misma medida a lo ensayístico y a la experiencia personal de quien lo escribe.
Rebecca Solnit expone su teoría de un modo amable a la lectura, anecdótico, a través de breves historias que dan profundidad y sentido a los conceptos que trabaja. Conocemos así a las personas y lugares que forman su mapa sentimental y accedemos a recuerdos cuya intimidad se diluye en el aprendizaje que propone.
El primero de estos textos –porque precisamente uno de los atractivos del libro es la feliz dificultad a la hora de clasificar cada una de las piezas como ensayo, crónica o narración de memorias– enuncia las bases de una teoría no rigurosa sobre ese arte de perderse pero, lamentablemente, el libro avanza dejando a un lado el desarrollo específico de esa propuesta inicial que desambigua el concepto: «Perderse es una rendición placentera, como si quedaras envuelto en unos brazos, embelesado, absolutamente absorto en lo presente de tal forma que lo demás se desdibuja (…), sumergido en la incertidumbre y el misterio. Y no es acabar perdido, sino perderse, lo cual implica que se trata de una elección consciente, una rendición voluntaria, un estado psíquico al que se accede a través de la geografía».
Uno de los puntos recurrentes del libro es «El azul de la distancia», título de los capítulos pares. En el primero, la autora explica su particular y azul terra incognita: «El mundo es azul en sus extremos y en sus profundidades. Ese azul es la luz que se ha perdido». Y continúa: «Desde hace muchos años me ha conmovido el azul del extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de las cordilleras remotas, de cualquier cosa situada en la lejanía».
A partir de entonces, la variedad es en algún momento desorientadora –algo quizá no tan aceptable en un libro como en la vida–, pero también amena. Uno de los capítulos centrales aborda la fascinante narrativa de conquistadores y cautivos, relatos de personas más perdidas, en todos los sentidos, de lo que nadie podrá estarlo. Se cuenta, por ejemplo, la historia de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que tras internarse en las –desconocidas para él– tierras americanas en 1527, decidió no volver a los navíos para que su honra no se pusiera en entredicho. Esto le llevó a vivir una serie de peripecias, desde ser esclavizado por una tribu hasta convertirse en curandero y perder finalmente el miedo y la avaricia antes de volver para contarlo. O la aventura biográfica de Eunice Williams, una niña que fue capturada por atacantes iroqueses y que pasó a formar parte de una de esas familias, decidiendo no volver nunca a sus raíces biológicas y transformándose, de algún modo, en otra persona.
También se interesa Solnit, y hace partícipe de ello al lector/a, por la música country, las ruinas, el cine –muy centrada en Vértigo, de Hitchcock– y los aprendizajes de las relaciones personales y sentimentales. Pero sobre todo se hace patente la centralidad de la naturaleza en su experiencia, absolutamente ligada al desierto y su ecosistema, algo que le permite trazar una proyección continua de comparaciones y vivencias: «Conozco esta tierra impregnada de historias de los mitos, o el territorio que queda ligeramente al norte de ella. Es el primer desierto que llegué a conocer bien y el lugar que me enseñó a escribir», comenta a raíz del Valle de la Muerte.
A pesar de lo sugerente de algunas ideas expuestas en Una guía sobre el arte de perderse, en ocasiones resultan tópicas y demasiado sentimentales las conclusiones a las que llega la autora, como cuando dice que «Hay cosas que solo poseemos si están ausentes, hay cosas que no están ausentes si de ellas nos separa la distancia». Quizá el círculo, como señalábamos al inicio, se cerraría mejor si los presupuestos del primer capítulo, así como la pregunta que lo hila –¿cómo emprenderás la búsqueda de aquello cuya naturaleza desconoces por completo?– consiguiese extender su influencia y se filtrase en otros textos del libro de manera explícita.
Más que de una guía sobre el arte de perderse, este libro es también una guía sobre «otro arte, el de encontrarse a gusto estando rodeado de lo desconocido, sin que esto provoque pánico o sufrimiento, el arte de encontrarse a gusto estando perdido». Así que, después de esto, si un monje nos pregunta a dónde vamos, podremos responderle que no tenemos la más remota idea, pero que Solnit le dará una buena alternativa para perderse con nosotros.
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