La traductora Raquel Vicedo (i), la editora de Tránsito, Sol Salama (c) y la poeta Azahra Alonso (d) en la presentación de «La loca de la puerta de al lado» el pasado martes en Madrid. Foto de Donna Salama.
En El nacimiento de la filosofía, Giorgio Colli plantea un capítulo tan provocador como agudo, «La locura es el origen de la sabiduría», y en él recuerda unas palabras de Platón: «Los bienes más grandes llegan a nosotros a través de la locura». Pero en esta humanidad escasamente empática, la locura, tantísimas veces enunciada en femenino, ha sido mayoritariamente un agravio, un menosprecio y un estigma. Hay quien huye y quien finalmente se acomoda a él, tratando de comprender por esa vía los males con los que convive. Alda Merini (Milán, 1931–2009) es la loca por antonomasia, la que asume la palabra como un disfraz («Talla tu máscara», proponía Marco Aurelio), la poeta que pone en nuestras manos los bienes más preciados: sus libros.
Siguiendo con el sabio ateniense, distinguía estos cuatro tipos de locura: la profética, la mistérica, la poética y la erótica. Y no hay una sola que le falte a Merini, quien las dejó bien traducidas a palabras, brillantemente escritas, en todos y cada uno de sus libros. Pero si en uno están de manera más presente, equilibrada y accesible es en La loca de la puerta de al lado, que traduce Raquel Vicedo y edita Tránsito de manera impecable. Como se indica en la contracubierta, «Para Alda Merini, la loca de la puerta de al lado era la vecina. Para todos los demás, era ella», y así quiso escribir el desajuste.
La loca de la puerta de al lado es un libro en prosa, narrativo, pero en absoluto exento de poesía. Porque lo poético es la raíz de cada una de estas páginas, y así el relato de las escenas de la vida de Merini y su reflexión sobre las mismas quedan unificados por una palabra depurada y lírica que hace del conjunto un acontecimiento.
El libro se divide en cuatro capítulos, en principio abstractos y abarcadores: el amor, el secuestro, la familia y el dolor. Pero en ellos Merini narra muy concretamente hitos biográficos que la marcaron y que repercuten en el presente desde el que los escribe, en el Naviglio de Milán, en aquella etapa ya avanzada: «Alcanzar la madurez del alma y del cuerpo significa padecer el peor de los tormentos sin ayuda de nadie». Inaugurados por un breve poema, cada uno de los capítulos asume la naturalidad de una voz que muestra variaciones en las tonalidades –muy en consonancia con sus cambios de opinión–, con apelaciones –a veces directamente epistolares– a personajes, incluso con una breve incursión teatral.

Presentación de «La loca de la puerta de al lado» el pasado martes, 18 de mayo, en Madrid. Foto de Donna Salama
Alda Merini escribe sobre sí misma, pero está atestada de prójimos a los que ama con inocencia y con delirio, y otros a los que detesta: trabajadores, compañeras del manicomio, personas que rumorean y mancillan su nombre en el barrio, la vecina, el recuerdo de sus padres, el de sus cuatro hijas. Merini se dirige constantemente a un destinatario traslúcido, inasible, y se mezcla entonces la carta de amor con el tormento del diario íntimo, se suceden los nombres de ellos una y mil veces –Titán, Guido, Casiraghi, Raboni, Manganelli, el padre Ricardo–, también los de una genealogía mitológica y literaria en lo que ella refiere así: «son tantos los errabundos del destino (…) de esta gran biblioteca de la que formo parte». La poeta habla de sus amores con una visión lúcida del otro, y desentraña personalidades e intenciones, razones para el enamoramiento, «porque es cierto que existe la locura, pero también es cierto que quien está loco no sabe escribir». Ella sí sabe y es carnal hasta la médula; su amor es expansivo, sexual, totalizador: «la corporeidad de la mente acontece cuando uno vuelve a la totalidad de la escucha pélvica, y yo llamo escucha pélvica a ese moverse entre las paredes del útero: la unidad del pensamiento». No es extraño que Merini se abra paso con el amor en un recorrido así de desdichado.
Consciente del vacío en la memoria y la merma en la capacidad de sentir provocados por los electrochoques, sabe al mismo tiempo que la escritura es su modo de reinstaurarlos. Alda Merini es sus palabras de una manera casi orgánica. Y lejos de esos «contables expertos en mi miedo», quienes la leemos nos convertimos en cómplices de su intuición y del temor.
En el continuo vaivén de lo divino a lo humano, a pesar de la asimilación de las dos figuras que la integran –la poeta, la loca–, tradicionalmente tocadas por el cliché, no hay nada tópico en ninguna de ellas, ninguna impostura. «Soy pobre, lo sé, en anotaciones y glosas, y no tengo claro que una nota a pie de página, un asterisco sea bueno para el público y para los aficionados a la literatura, que se ponen a leerte el pensamiento entre líneas». Y como la fuerza de la poeta es su debilidad, una Alda Merini auténtica y sin acotación es La loca de la puerta de al lado.
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