El título menciona, sí, un lugar (la ciudad de Melilla) y una fecha (1936). De lo primero, lo geográfico, hay que recordar que en el año recién concluido ha sido trending topic: el 24 de junio tuvo lugar en la valla -la frontera con Marruecos- una tragedia que dejó al menos veintitrés fallecidos y sobre cuyas responsabilidades se ha hablado por doquier, por mucho que el 23 de diciembre, la Fiscalía haya acabado archivando la investigación. Y otra cosa, que los frikis del urbanismo, un gremio pequeño pero aguerrido, hemos valorado mucho: el premio de la Fundación Melilla Ciudad Monumental a Salvador Moreno Peralta como arquitecto director del PERI de Melilla la Vieja, treinta años después de su aprobación y cuando de hecho y felizmente el recinto fortificado ha terminado luciendo como si fuese del todo nuevo.
Eso -la noticia trágica y la agradable- es lo que nos ha dejado Melilla en el ejercicio que acabamos de dejar atrás.
El otro dato, el cronológico (1936 o, dicho de manera más rotunda, “el 36”, sin necesidad de identificar el siglo del que estamos hablando), evoca entre los españoles el hecho histórico, particularmente dramático, que es notorio: el golpe de Estado que triunfó en unas zonas y no en otras (en particular, en Madrid), dando lugar a una situación de guerra civil que se prolongó casi tres años, hasta abril de 1939, que ha marcado decisivamente la historia posterior, no sólo en nuestro país. Stanley Payne publicó en 2005 su libro “El colapso de la república”, que, pese al tiempo transcurrido, y lo mucho escrito entre tanto, sigue siendo de referencia obligada para los estudiosos. Payne explica con todo lujo de detalles que al estallido de 18 de julio no se llegó en un día, porque, desde las elecciones de noviembre de 1933 (las primeras con voto femenino y que ganó la derecha), las cosas tomaron una deriva fatal: octubre de 1934 y febrero de 1936 no fueron sino etapas intermedias de ese camino hacia la conflagración. A la República de 1931 entre todos la mataron y ella sola se murió, por mucho que el legislador de 2022, el autor de la norma llamada “de memoria democrática”, ofrezca síntomas de esa enfermedad tan extendida (a babor y a estribor) que se llama la esquizofrenia moral, por cierto antesala muchas veces de la psicosis paranoica, a la que otros prefieren llamar trastorno delirante.
Cazorla ha mezclado las dos cosas, el lugar -Melilla- y la fecha, el 36. Y no sin fundamento, porque como es notorio fue allí donde -el 17, o sea, un día antes- empezó la rebelión. Los concretos acontecimientos son conocidos: el epicentro de la conspiración era la sede de una unidad, la Comisión Geográfica de Límites, que la autoridad republicana, bajo la presidencia del pobre Santiago Casares Quiroga (la gran María no tuvo fortuna con el padre que le había tocado en suerte), se propuso registrar, sin conseguir otra cosa que, con su extrema torpeza, precipitar los acontecimientos. No todos los militares estaban por el golpe -Manuel Romerales y Virgilio Leret Ruiz permanecieron fieles a la causa republicana: como Domingo Batet, para entendernos, cuyo desdichado destino compartieron-, pero quienes se quedaron con el santo y la limosna fueron otros: un Darío Gazapo, un Luis Solans o un Juan Seguí. Ahora, Cazorla le concede el protagonismo a un juez, Joaquín María Polonio Calvente, que llevaba allí pocos meses y que también acabó ejecutado por no haberse sumado al alzamiento.
El libro de Cazorla se presenta como novela histórica aunque, según proclama la contraportada, todos los personajes son reales, de manera que más bien podría hablarse de una historia novelada: o sea, dando al sustantivo y al adjetivo un orden invertido.

Luis María Cazorla, en la presentación de la novela celebrada en la Fundación Mediterráneo. Foto de Rafa Arjones
El texto, de un total de 346 páginas (más una breve “Nota del autor”), puede dividirse en dos partes. La primera, hasta la página 266, es el relato, muy conseguido, de lo que es, con todo su espesor, una atmósfera pregolpista. El resto consiste en explicar las consecuencias para la persona del juez de lo sucedido en esos días de julio.
¿Moralejas que puede obtener el lector? Muchas. Para empezar, que no es cierto que los golpes de estado -los de entonces, o sea, los que daban los militares y además se caracterizaban por su carácter instantáneo: los que describió Curzio Malaparte, para citar a quien ha devenido un clásico- se caractericen por su carácter sorpresivo. Antes al contrario: los hechos del 18 de ese mes (o, en Melilla, el 17) habían sido anunciados urbi et orbe, y sin que el Gobierno que había tuviese capacidad real para contrarrestarlos.
Segunda conclusión que puede sacarse: el autismo en que viven muchos jueces -autismo y arrogancia: una mezcla explosiva-, sobre todo si ocupan uno de esos órganos que se llaman unipersonales y más aún si no tienen colegas en la plaza. Los que nos dedicamos al ejercicio de la abogacía conocemos el paño: gente no sólo voluntariosa sino incluso con un encomiable sentido de la legalidad y la justicia, pero que, por eso mismo, ignoran la realidad social del tiempo en que esas normas han de aplicarse, para decirlo con las palabras casi literales del apartado 1 del Art. 3 del Código Civil. Vivir en un mundo paralelo -el BOE- puede terminar teniendo, cuando las cosas se ponen feas, consecuencias mortales, dicho sea literalmente.
Y eso por no hablar de la personalidad de los dos delegados gubernativos que se sucedieron en el breve tiempo (desde marzo hasta julio) de gobierno del Frente Popular, ambos por cierto miembros del pequeño grupo de Diego Martínez Barrio, Unión Republicana, una escisión por la izquierda del Partido Radical cuando este se arrimó a la CEDA. Dos individuos a los que Cazorla retrata, en aquel ambiente casi colonial, como auténticos marcianos. El patetismo de las figuras no le genera al lector independiente ni tan siquiera un ápice de conmiseración.
También nos encontramos, por cierto, con un Luis Jordana de Pozas, casualmente el 17 de julio en el lugar de los hechos. Sabe dios por qué y para qué.
Pero esas son sólo opiniones personalísimas de quien firma esta reseña, que -como el autor- tiene al derecho como profesión (y como vocación), pero que, por su veteranía, muestra hacia su oficio un escepticismo que, bien mirado, ayuda mucho a comprender la realidad de las cosas y desmitificar visiones idealizadas del planeta de lo normativo. Del libro como tal lo que hay que destacar es sobre todo, se insiste, su profundísima capacidad para describir eso tan intangible que conocemos como un ambiente: el aire que se respiraba en la ciudad de Melilla en 1936, que presagiaba -bien cabía haber formulado un vaticinio exacto, como el mejor de los augures- lo que el 17 de julio acabó por suceder. Mucho tardó.