Prisión de Fernando de Valenzuela. Cuadro de Manuel Castellano, 1866. Museo del Prado

 

Si Velázquez, con el instante detenido que recogen Las Meninas, inaugura el retrato colectivo regio y la representación de la vida cotidiana en la Corte del Alcázar madrileño de Felipe IV –el llamado «rey planeta», unas décadas más tarde y en circunstancias diferentes, Claudio Coello consagra con el enorme lienzo de la Sagrada Forma del Monasterio de El Escorial la representación de la realeza en el ejercicio de sus funciones, al tiempo que continúa vertiente documental y propagandística de la pintura que ya había tenido en Tiziano unos brillantes ejemplos dedicados a Carlos I. Es la de Coello una obra encargada por Carlos II como acto de contrición por lo sucedido en enero de 1676, con la intención de  reparar la profanación llevada a cabo por los nobles partidarios de Juan José de Austria, el hijo bastardo de Felipe IV y la Calderona, y hermanastro del rey, que acababa de llevar a cabo el que José Antonio Maravall consideraba era el primer golpe de Estado de la historia de España. La causa de la ruptura del asilo en sagrado era la captura de Fernando de Valenzuela, privado de Carlos II, quien se había refugiado en el monasterio escurialense con la esperanza de que la protección que le dispensaban los monjes jerónimos fuera a frenar al impetuoso  Juan José de Austria.

Más allá de las leyendas creadas por sus enemigos, ciertamente Fernando de Valenzuela era un personaje un tanto enigmático que había ascendido rápidamente y oscuramente en el entorno cortesano de la reina Mariana, la viuda de Felipe IV, al que llamaban “el duende de palacio”. Un apodo muy de folletín decimonónico, de novela de Manuel Fernández y González, que se aviene bien con los pasillos alcazareños, que contribuye a dotarle de un aire novelesco. Al aire misterioso de Valenzuela contribuyen otros elementos no menos literarios como el escenario del Alcázar madrileño, oscuro y algo siniestro, y el ambiente crepuscular de la Corte del último Austria, que retrató Juan Carreño Miranda con la finura del aire de Van Dyck pero con cierta crudeza madrileña. Algo de intrigante y de oscuro debía tener Valenzuela más allá del apodo, pues si el retrato de Claudio Coello es más convencional, el realizado de Carreño Miranda que se encuentra en el Lázaro Galdiano, parece confirmar ese aire de misterio. Carreño le pinta a lo Van Dyck, si, pero en tenebroso, le representa, mano en el pecho, con aspecto sombrío –-negro el largo cabello, negro el traje y oscurísimo el fondo de los salones del Alcázar– en un entorno muy acorde con el pesimismo hispano de la época.

Es Fernando de Valenzuela un personaje secundario pero interesante, al que hasta hace muy poco no se le había dedicado ni una sola monografía, remitiéndose su conocimiento a los datos procedentes de la magna obra de Gabriel Maura dedicada a Carlos II. Ahora, gracias a la investigación de Ignacio Ruiz Rodríguez, entre otros, hay una biografía consagrada al valido. A Fernando de Valenzuela se le suele considerar una especie de arribista, una mezcla de pícaro y cortesano, un hidalgo de origen humilde que aprovechó su matrimonio con una camarera de palacio y su ascendiente sobre la Reina Madre, Mariana de Austria, para convertirse en su privado y luego en valido del joven rey, culminando una carrera de ascensos que le enajenó a los grandes títulos del reino.

La minoría de Carlos II y su débil constitución impulsaron una lucha por el poder entre la Reina Madre y Juan José de Austria, al que respaldaba gran parte de la nobleza pero al que se veía desde el entorno regio como una amenaza pues se sospechaba que su última pretensión era sustituir al monarca, enfermo y sin descendencia, y continuar la dinastía. No es de extrañar que el hombre escogido fuera el severo confesor de la Reina, el jesuita Everardo Nithard, quien impuso unas medidas de gobierno tan impopulares y adustas como el ambiente que reinaba en una Corte en la que Mariana de Austria vestía con hábitos desde su viudez, solo había escasez y las nuevas que llegaban únicamente traían noticias de derrotas, epidemias y revueltas en el reino.

Los primeros años del reinado de Carlos II fueron unos  momentos complicados, como ha mostrado Antonio Domínguez Ortiz, en la que los antiguos lamentos de Mateo Alemán a finales del siglo XVI por boca del pícaro Guzmán de Alfarache  -“Dios nos libre del hambre que baja de Castilla y de la peste que sube de Andalucía”- se quedaban cortos ante lo que sucedía en la política y la economía. En la segunda mitad del siglo XVII el pesimismo barroco estaba en el ambiente -no es casualidad que Valdés Leal pintase sus sevillanos Jeroglíficos sobre las postrimerías en 1672- aunque la condesa D’Aulnoy en su viaje por España, no apreciase más que el lujo postrero de una nobleza más que obsequiosa, pródiga, que estaba en un momento de fin de saga generalizado. No es de extrañar que se haya puesto en duda la veracidad del viaje peninsular de la aristócrata francesa, lo que dice mucho en favor de su capacidad literaria.

 

Carlos II. Juan Carreño de Miranda. Hacia 1680. Museo del Prado

 

En este entorno, Fernando de Valenzuela desarrolló sus capacidades para la intriga, viéndose favorecido por la promoción que hizo la Reina Mariana de Austria del sequito regio, al que pertenecían personajes como el duque de Medinaceli y otros miembros de la nobleza. En poco tiempo, aprovechando las circunstancias favorables y mediante el despliegue de intrigas cortesanas y conspiraciones, Valenzuela dejó sus puestos domésticos en el Alcázar y fue nombrado marqués de Villasierra, al tiempo que accedía a ámbitos de poder de carácter político e institucional. Sin duda una carrera brillante. Poco después, con la caída del padre Nithard y la prevención que despertaba Juan José de Austria en el círculo de la reina regente, contribuyeron a que en 1671 iniciase una carrera como valido, que se prolongó incluso más allá de la mayoría de edad del rey.

Es Fernando de Valenzuela un caso especial entre los privados de los tres últimos Austrias, estudiados por Francisco Tomás y Valiente, pues además de ser el único que no pertenecía a uno de los linajes principales de la nobleza, es también el único cuyas actividades y responsabilidades recibieron sanción oficial al ser nombrado Primer Ministro, siendo el primero de los privados que tuvo tal denominación. Sus diferencias con esa larga lista de validos que se inicia en el reinado de Felipe III con los duques de Lerma y Uceda, y sigue en el de Felipe IV con el conde duque de Olivares y Luis de Haro, se amplían por el tipo de política aplicada por Valenzuela, menos centrada en los intereses aristocráticos y próxima a la plebe madrileña con unas medidas que hoy denominaríamos populistas.

Valenzuela, un hidalgo hijo de un capitán de los Tercios, combinó la atención a la aristocracia, de cuyo respaldo junto con el de la Reina sabía que dependía su posición, con la búsqueda del apoyo popular, especialmente el de la Villa y Corte, que también se disputaba Juan José de Austria. Si para lograr la aquiescencia nobiliaria procedió a la habitual distribución de honores y prebendas, para conseguir la popularidad y el respaldo de un pueblo de Madrid que empezaba a intervenir en los asuntos públicos, optó por medidas encaminadas al control de los precios, desbocados por una inflación galopante, por una crisis monetaria y financiera desmesurada y por la escasez derivada de las malas cosechas. Unas medidas con las que pensaba podía compensar la desafección aristocrática y fortalecer su posición que, gracias a su institucionalización con el nombramiento de primer ministro, creía segura. En este sentido hay una cierta modernidad en el valido, pues en el fondo creia en la primacía de las instituciones políticas sobre los linajes, e incluso parece que confiaba en su capacidad para imponerse a otros criterios estamentales.

El Madrid de los años setenta del siglo XVII era un Madrid en el que se respiraban aires de conspiración y revuelta, tanto de subsistencia como de Fronda de los privilegiados, en el que la escasez y la carestía excitaban los ánimos, y en el que la llegada de noticias de pestes, malas cosechas y derrotas en Flandes o en las Antillas era lo habitual. Un Madrid sin toros ni teatro, prohibidos por el padre Nithard, aunque aun se disfrutase de los autos sacramentales y de las piezas para el Corpus de Calderón de la Barca; un Madrid inquieto, en el que circulaban los rumores  y se leían avisos y panfletos, en cuyos mentideros se comentaban las noticias de apariciones de cometas y de prodigios siempre anunciadores de desgracias, recurriendo a un providencialismo más apocalíptico que mesiánico e imperial, al contrario de lo sucedía en el siglo anterior. Era un panorama que contrastaba con el ambiente de la periferia peninsular donde incipientes aires de reformismo preilustrado anunciaban en Cataluña y Valencia una recuperación que aun tardaría en llegar a Castilla, aunque el conde de Oropesa en las postrimerías del siglo intentase modernizar la monarquía y la economía.

En este ambiente, en el que la moda masculina más que severa era ya tenebrosa, y en el que los oscuros pasillos del Alcázar inspiraban a los pintores de la Corte más que las arboledas del Buen Retiro, Fernando de Valenzuela aplicó medidas encaminadas a asegurar las subsistencias y a mantener su precio, al tiempo que impulsó las comedias, las fiestas populares y los toros. Para reforzar la imagen regia y su posición el valido incrementó, en la medida que un menguadísimo presupuesto lo permitía, las obras publicas de la capital y las representaciones teatrales y manifestaciones artísticas que cantaban a la monarquía. Una política populista y de prestigio que ha destacado Carmen Sanz Ayanz en relación con el teatro cortesano, que estaba muy centrada en el espacio de la Villa y Corte, al considerarse a la ciudad el centro del poder regio y un escenario privilegiado próximo a la monarquía y al entorno palaciego, es decir, como capital de los reinos.

No es de extrañar que la rápida promoción de Fernando de Valenzuela gracias al favor real, unido a lo bajo de su origen –que se consideraba incompatible con los nombramientos recibidos– y a la política populista que llevó a cabo, le enajenase a la mayoría de la nobleza cortesana. Una gran parte de esta élite social –cuyo fracaso como clase dirigente se había puesto de manifiesto a lo largo de la centuria, en la que no estuvo a la altura de las circunstancias políticas y militares que exigían sus privilegios y posición– se inclinó en favor del principal enemigo de la Reina Madre, el hermanastro del rey, Juan José de Austria, quien aguardaba en Aragón el momento de convertirse en el hombre fuerte del reino.

 

La reina Mariana de Austria. Cuadro de Juan Carreño de Miranda. Hacia 1670. Museo del Prado

 

A lo largo de 1675, cuando Carlos II llega a la mayoría de edad, las conspiraciones contra Fernando de Valenzuela reunían a la mayor parte de la Corte, en la que una parte de los grandes mostraban su hostilidad al privado sin disimulo. En noviembre del año siguiente, la conjura contra Valenzuela y la reina Mariana y en favor de Juan José de Austria, gestada en los palacios madrileños del Arzobispo de Toledo, Pedro de Aragón, y de los duques de Alba y Medina Sidonia, avanzaba imparable. Aunque no pocos entre los grandes eran contrarios al bastardo de Felipe IV, entre ellos algunos de tanto peso como Oropesa y Medinaceli, la mayoría de los nobles miembros de los Consejos de Estado y de Castilla expresó su rechazo a Valenzuela. Una actitud que se unió a la hostilidad abierta que suponía ausentarse de las reuniones de la Junta de Gobierno a las que asistía el privado. Por si fuera poco, apareció un manifiesto dirigido contra Mariana de Austria y Fernando de Valenzuela, firmado por un buen número de los grandes en el que se pedía la destitución y encarcelamiento del flamante Primer Ministro. Unas maniobras que pueden considerarse lo que Crane Brinton denomina “revuelta de los privilegiados”, un movimiento dirigido contra el monarca, cúspide de la sociedad estamental, por el grupo dirigente que la sustenta y que considera amenazados sus privilegios.

Para que la conspiración contra el llamado duende de Palacio llegara a buen término solo faltaba que Juan José de Austria, a la sazón al frente de un ejército reunido en Zaragoza, llevara a cabo el acto de fuerza que todos esperaban. Los acontecimientos se precipitaron en el frío diciembre de 1676 de manera que cuando el hermanastro del rey inicio su particular marcha sobre Madrid al frente del mayor contingente militar visto en España hasta ese momento, un acto de fuerza que supone un golpe de Estado, la Reina Madre cedió y Valenzuela, con la protección expresa del rey, huyó a refugiarse al Monasterio de El Escorial, acogiéndose a sagrado. De poco le sirvieron al valido la hospitalidad de los monjes jerónimos y las recomendaciones regias, pues a poco de su llegada, una nutrida tropa encabezada por el marqués de Villanueva del Río forzó el paso al Monasterio y, aun a riesgo de la excomunión con que se les amenazó, profanaron el lugar y detuvieron al antiguo valido.

Conociendo la religiosidad de la Corte de Carlos II y el ascendiente del clero en la monarquía de los Austrias, es de suponer el impacto que tuvieron los acontecimientos escurialenses. No tardaron en comenzar las negociaciones para que el Papa revocase la excomunión dictada, algo que no tardó en lograrse, aunque la expresión pública de arrepentimiento del monarca tardaría más en llegar. El encargo de una obra que sirviera de desagravio a los monjes, de acto de contrición y de muestra del poderío regio, se encomendó originariamente a Francisco Rizi, el pintor de cámara que pocos años después haría otro retrato colectivo, el  Auto de fe en la Plaza Mayor, aunque al poco tiempo fuera su sucesor, Claudio Coello, quien se encargase de su realización al morir el maestro.

Obra magna y compleja iniciada en 1685, que llevó años de concepción y ejecución, La Sagrada Forma es una pintura tan coral como teatral en la que los personajes, el escenario y las alegorías responden a un programa exacto. Aunque según Alfonso E. Pérez Sánchez se puede considerar una pintura exvoto o, como dice E. J. Sullivan, experto en Claudio Coello, una pintura expiatoria, en la obra destaca una intencionalidad política y cortesana pues representa tanto el poderío regio como al conjunto de la Corte. Junto a un Carlos II ya maduro y muy diferente del joven que asistió a los acontecimientos 1675 a los que se refiere la obra, en la pintura están retratados algunos de los principales personajes de la época como los duques de Medinaceli y de Pastrana, el conde de Baños y el marqués de Puebla así como el propio pintor. Es, como señala el citado Pérez Sánchez, un documento histórico, una instantánea de la época que además del retrato colectivo ofrece un programa ideológico encarnado en las tres alegorías que representan los pilares del la Corona de los Austrias –la Fe, la Religión y la Majestad Real– presentado a modo de acto teatral en un escenario, la Capilla de la Sagrada Forma escurialense, adecuado a las necesidades pictóricas. Cuadro monumental con mucho de escenografía teatral, está pintado para un contexto arquitectónico concreto, que a su vez está representado en la propia obra en un juego muy del Barroco, que confirma el carácter escasamente realista de la pintura española en el que insistía, hace ya medio siglo, Julián Gállego en su ya clásico Visión y símbolos de la pintura española del Siglo de Oro.

Finalizada La Sagrada Forma en 1690 y entregada a los monjes escurialenses en un costoso ceremonial para el que la Corte apenas tenía recursos, dado el tiempo transcurrido no es de extrañar que los principales protagonistas del acontecimiento que había impulsado el encargo regio, Fernando de Valenzuela, la Reina Mariana  y Juan José de Austria, estuvieran ausentes. Si este último apenas pudo disfrutar de su privanza, pues murió apenas dos años después de su golpe de Estado de manera repentina y quizás inducida, Fernando de Valenzuela vivió un duro destierro. Desposeído de sus bienes, abandonado por su familia y encarcelado a poco de su detención en El Escorial, acabó siendo embarcado en Cádiz, originariamente con destino a las Canarias aunque su final fuera Filipinas, en los confines del imperio ultramarino, de donde era más fácil quedarse que regresar.

Sin embargo, el antiguo duende palaciego consiguió sobrevivir a la vida en la isla pues en 1689, Valenzuela volvió del destierro filipino a México donde se instaló decidido a pleitear para intentar recuperar sus antiguos títulos y bienes. Allí, en 1692, mientras aguardaba  el galeón de España, un accidente acabó con su vida y sus planes. Cabe suponer que Mariana de Austria, muy apartada de los asuntos públicos desde la caída de Valenzuela, alcanzase a conocer la noticia de la muerte de su antiguo favorito antes de morir en Madrid en 1696, cuatro años antes que su hijo Carlos II, con quien moría también la dinastía.

 

Claudio Coello. La adoración de la Sagrada Forma. Hacia 1690