No
voy hablar de libros, ni de nocturnidad, pero sí de un tema suficientemente
alevoso. Voy a opinar sobre guerras y sobre el verbo matar. No es un asunto
ligero, pero sí lo será en un par de someros artículos en los que, como en
otras ocasiones, me remito a la infancia y a algún recuerdo histórico.

Con
frecuencia y como es normal, nos escandalizamos de muertes injustas e
innecesarias, de las matanzas, de masacres y genocidios, que se han dado en
todo momento histórico. De un pasado plagado de conflictos bélicos, algunos
interminables, y un presente que con alterna frecuencia nos ofrece una enfurecida
“rabiosa actualidad”.
Las
guerras no cesan, parecen eternas; aunque algunas sean breves, y muchas se
oculten del panorama informativo pretendiendo esconderse del trascurrir de la
Historia, siempre tenemos alguna en las pantallas de nuestros televisores. Permanentemente
hay algún pueblo en litigio sangriento con el pueblo de al lado. En los muchos
conflictos entre humanos, en una buena mayoría de casos, la beligerancia acaba
triunfando sobre la templanza, la prudencia y el entendimiento. El hombre
parece no tener solución en estos aspectos guerreros. Ahora, de nuevo, tenemos otra
confrontación sangrienta en el Oriente Próximo, en Siria, y no hemos finalizado el follón de Irak, tampoco el de Afganistán,
que lleva toda la vida. No paramos ni creo que paremos.
Ayer
fueron días de matanzas en Egipto, sangre
y arena en Libia, en el Chad; anteayer en Somalia y el ardiente Cuerno
africano
. Hace un decenio, al sur de las nieves del Kilimanjaro, en los Grandes Lagos, hutus y tutsis se
masacraron al son de fúnebres tambores sonando en las ondas de las radios entre
selvas y cumbres borrascosas. Hace apenas quince, veinte años, a escasos
cientos de kilómetros de nuestras fronteras, en los Balcanes, hubo fantasmas y muertos por cientos de miles, verdaderos
genocidios entre primos hermanos, muy cerca de la Viena con sus tranquilos cafés, frente a la romántica Venecia, en la Europa de la Paz. No tenemos arreglo, parece que nos plazcan las
guerras, que no queremos ponerles freno. Así que lo de horrorizarnos tanto,
como se supone lo hacemos con este tema, me parece algo relativo.
En
este asunto de la violencia ya empezamos mal. Neanderthales y Cromagnones,
los Homo Sapiens recién descubiertos
en Georgia, que vivieron hace
1.800.000 años, no podían verse sin lanzarse piedras encarnizadamente haciendo
verdaderas industrias de estos proyectiles. ¿Humanos? ¿Bestias? Desde el inicio
de los tiempos los pueblos bíblicos allende Mesopotamia se liaron a palos primero
y con armas a poco tardar. Los hititas fabricaron sus espadas de hierro
inaugurando una nueva era que todo el mundo quiso celebrar; lo primero que se
ocurría a los seres pensantes de aquellas épocas era batallar con la tribu
próxima. La humana manía de tenerse mucha fobia, de enconarse en el odio.

Eternamente hemos discutido si las guerras han sido impulsoras del devenir de la Historia,
ruedas de la misma, o meramente, capítulos cruentos y evitables. Hoy día pueden
sentenciarse ambas cosas. Como los que afirman los perjuicios que causan, hay
quienes exponen argumentos ciertos y respetables que valoran la necesidad de
las guerras, la depuración de la destrucción, el renacimiento de las crisis,
sin olvidar el fabuloso negocio que es para algunos. (En esto, absolutamente
determinante, no vamos a entrar ahora.)
¿Concebiríamos
una historia de la Humanidad sin conflictos? ¿Podríamos imaginar un futuro sin
guerras, solucionando todos los problemas con diálogos y acuerdos? Me temo que
no. Mucho me temo que no. Los pueblos son guerreros, el ser humano es guerrero (hasta
las chicas dicen que lo son). No hay nación ni estado que no tenga su ejército,
que no sea intrínseco a su idiosincrasia el deseo de defensa, cuando no sus
razones para la ofensa a otros pueblos. Hay gentes orgullosísimas de ser
luchadoras, combatientes, de haber participado en guerras o glorificar algunas
de ellas. Las hay felices de llevar ese apellido, Guerra, Guerrero. Hay
soberbios clubs de excombatientes. Militantes y militares de vocación.
Somos
depredadores de nuestra especie, los más eficaces además. Los mayores
facinerosos de los seres que vivimos en el Planeta Tierra. Aunque racionales,
somos animales, unos animalitos un tanto salvajes. Hasta los ha habido
caníbales, que ya hay que tener ganas y afán culinario. Peores que los lobos.
El simpático comediante romano Plauto
y el rigorista Thomas Hobbes se
quedaron cortos al decir aquello de homo
homini lupus
, latinajo que aprendemos pronto. No sé mucho de este canido
salvaje, pero creo que no se matan como lo hacemos nosotros, humanos homicidas
y asesinos capaces de alcanzar un grado extremo de premeditación y alevosía.
Está
muy bien oponernos y doler por tanta muerte injusta, pero lo cierto es que nos
educamos en ello. Mi generación disfrutó al máximo con los westerns en el cine y la televisión, en los que se disparaba y
mataba por cualquier tontería. Se mataban los buenos, los malos, los
protagonistas y miles de extras, a tiros, con plumas y a lo loco. En las
películas de romanos morían por centenas los centuriones, sus legiones y el
esclavo o bárbaro que por allí pasara. Se decían muy civilizados y su
espectáculo preferido, su Fiesta Mayor, era la lucha de los gladiadores en el
circo, bien con fieras felinas, bien entre ellos, que venían de todo el mundo
conocido a matarse los unos a los otros, para que los enloquecidos romanos
disfrutasen lo suyo. Ahí es nada.
Ninguno
de nosotros discute cómo lo pasábamos con las películas de gánsteres tiroteándose
en calles oscuritas como las nuestras, aunque con mejores cabarets y pudiendo fumar en cualquier sitio. Con las de guerra,
muchas de ellas fabulosas, interpretadas por ídolos de la pantalla que
suscitaban pasiones, lo pasábamos “bomba”. Películas que no podían ser más trágicas,
pero que eufemísticamente llamábamos “épicas”. Guerras que eran epopeyas. Gloriosas
batallas, magníficos combates, grandes peleas, muerte y más muerte. Yo creo que
menos en la radio, lo que más veías en las ansiadas pantallas era bombardeos y
trincheras, infanterías y bayonetas, lanzas, flechas, caballos al galope e
indios ululantes, batir de espadas o gritos en la sombra tras el rugido de
ametralladoras. Menudo invento la ametralladora.
Con
las primeras lecciones de Historia Sagrada, en todo el Antiguo Testamento,
observamos cómo se cortaban cabezas y se servían en bandejas de plata. Judith y Holofernes, Salomé y Juan el Bautista, que a pesar de ser
una bellísima persona, le decapitaron por una nimiedad. Estudiamos las
historias de razzias, de matanzas y desastres de un montón de pueblos bíblicos.
Mucha sangre en la infancia… jugábamos con pistolas, con espadas a matarnos los
unos a los otros. Veíamos y leíamos todo aquello, jugábamos con la muerte.
Según
empezábamos a conocer la Historia Universal, nos contaron las guerras entre
medos y persas, entre tirios y troyanos, entre romanos y cartagineses. De los
primeros latines que aprendimos era el enunciado de una masacre, delenda est Carthago, una barbaridad con
la que empezarían a hablarnos de genocidios antes de hacerlo de bárbaros y de Atila, gran jefe de los Hunos. ¿Quién
olvidaba su nombre de niño? Impresionaba.
Así
nos educábamos. Cultura era la observación de estas tropelías históricas o
particulares, la maldad existente y lo malos que eran los hombres y hasta los
dioses. El panteón de dioses griegos era excesivo, y no paraba de meterse en
líos en los que acababan liquidándose con una facilidad etérea y pasmosa. Los
dioses mesopotámicos eran justicieros. Yaveh
tenía el carácter que tenía. En la religión dominante, nuestro cristianismo
occidental, los primeros hijos de los primeros padres, Caín y Abel, ya sabe el
lector cómo acabaron. No tardó nuestro Dios mismo en cargarse dos ciudades
enteras, Sodoma y Gomorra, con un ensayo de guerra
tóxica, solo porque no le gustaban las costumbres que sus ciudadanos tenían (sus
ciudadanos y sus ciudadanas, como hay que decir ahora). Seguimos sin saber lo
que sucedió en la antigua Jericó; al caer sus murallas tuvo que haber un montón
de muertos.
Llevamos
veintitantos siglos batallando furiosamente en todos los mares y continentes.
No podemos olvidar que lo mismo ocurrió en el devenir histórico de las Américas
precolombinas y norteamericanas, igual entre las zumbonas tribus africanas,
bantús y zulús, los terribles mau maus,
o como quiera que se llamen. En Asia ni lo cuento, que si Tamerlán, que si Gengis Kan,
que si Fu Man Chu. Todas las
religiones han fomentado las guerras, incluso entre sus propios acólitos, sin
remilgos. Católicos y luteranos, chiitas, sunnitas, aztecas y tlaxcaltecas. Nos
hablaban de amor al prójimo, de la bondad natural del ser humano; sin embargo,
lo que se iba aprendiendo eran batallas y más batallas.
Para
algunos sus primeras lecturas fueron las Hazañas Bélicas y la Conquista del
Oeste, las guerras indias. Otros “más históricos” las del Peloponeso, las
púnicas, las napoleónicas. En nuestra generación muchos –muchísimos- devoraron
las historias e historietas de la II Guerra Mundial, de nazis y rusos, de yankees contra japos, de personajes como
el Zorro del Desierto, el general Patton, del trastornado Hitler, superasesino de masas.
En este país
a palos que fue siempre España, si
bien no era frecuente que se hablase de la guerra sufrida por la generación de
nuestros padres (al menos en mi casa), estaba extendidísimo el interés por la II Guerra Mundial. Cualquier chaval te
hablaba de los nazis, de la RAF, de Dunkerke, del horror de Stalingrado; que si
la sangre, el sudor y las lágrimas. A la vez, de manera susurrante, y
mostrándonos horrorizados, de los campos de concentración, de las cámaras de
gas, del Holocausto, algo que resultaba verdaderamente monstruoso. En la
adolescencia todas estas tragedias se observan indefectiblemente con un
superlativo interés. Hay cierto morbo en todo ello. Ya empezamos de niños con
las imaginadas torturas chinas, luego con tanto tiro visto y sonoro, con los
venenos mortales. Era muy común el alevoso comentario sobre el exterminio de
tribus indias en la América del Norte, a base de introducir la ingesta de whisky entre los emplumados fumadores de
la Pipa de la Paz. Acabaron trufando sus alucinantes hongos en el agua de fuego
que los gringos les invitaron a beber inmoderadamente, lo que contribuyó a su
decadencia y fracaso. Pobres. Y qué decir del miedo atómico suscitado con la
especulativa Guerra Fría, un tour de force de botones rojos, que
podría provocar millones de muertos y desvalidos a lo bestia y al instante,
como lo ocurrido en Hiroshimamon amour– y en Nagasaki. Menudos panoramas. Verdadero pánico. Guerras y muerte
desde la tierna infancia, desde la temprana juventud.

Nuestra
guerra fratricida había sido cruenta, decían que había habido un millón de
muertos, aunque era una cifra exagerada. Casi todo el mundo quería olvidar, si
bien muchos -de uno y otro signo- todavía dicen que “no se fusiló lo
suficiente”. En cualquier caso, la Guerra
Civil
era un velo negro que provocaba una sombra gris marengo, el color del
ambiente en que vivíamos. La realidad es que se callaba respecto al inmediato
pasado propio. Sin embargo, en el reciente conflicto internacional al norte de
los Pirineos habían sido muchos millones los muertos en decenas de países, y
nos parecía un juego, “una gran partida”. Partisanos, legiones, gestapos o
resistentes, eran héroes y modelos de nuestro ideario en formación.
Nosotros
los occidentales, tras los tremendos conflictos del siglo pasado (no mayores,
por otra parte, que los de centurias anteriores, los miles de ellos durante las
Invasiones Bárbaras, la guerra de los Treinta años, que desoló la
Europa Central, la -aún más larga-
de los Cien Años, que hay que tener
ganas de pelearse), hemos formulado en las últimas décadas un ideario
antibelicista, que nos vanagloria éticamente y nos invita a pensar que todo el
mundo es bueno, y, ciertamente, este pacifismo deviene en una filosofía honorable
y encantadora. Ahora lo común entre los comunes es ser antibelicista, fraternal
y solidario, y cada vez son más los decididos a fomentar la Paz y el Amor
mayúsculos. “Démonos fraternalmente la paz”, se dice en las iglesias gente que
no se conoce de nada y que compite en muchas cosas. “Haz el amor y no la
guerra”, rezan papeles, paredes y juveniles pechos que unas veces da gusto
verlos y otras mucha pena. Ya se empeñaron en ello ilustrados filósofos y filántropos
profetas, santos y mártires altruistas, a lo largo de todos los tiempos y en
todas las geografías. Y bien es verdad, triste es decirlo, sin que haya servido
de mucho.
 En
la primera mitad del siglo XX tuvimos dos grandes guerras relativamente rápidas,
aunque multitudinarias y muy destructivas, que trajeron como consecuencia que a
partir de los años 50, surgiese y se extendiera internacionalmente la ideología
del Pacifismo, siendo las juventudes
de muchos países quienes se dedicaron a proclamarlo con florido y utópico verbo.
Poco antes sobresalió un santón tan santísimo como lo fue Gandhi, político gurú de mejorable aspecto, férrea condición
espiritual y tenacidad sin límites, que obtuvo multitudinarios éxitos indoeuropeos
y subcontinentales con la proclamación del Pacifismo como fórmula de combate.
No
por esta extensión del Pacifismo y su aceptación como prioritario objetivo en
el devenir del entendimiento de los pueblos, la realidad beligerante ha cesado.
A las Guerras Mundiales las siguieron de inmediato las de Corea, Vietnam, Camboya, los conflictos africanos de la
descolonización, el absoluto
revolutum del Líbano, las guerrillas
en Centroamérica, las cruentas
represiones sudamericanas; en los Orientes
Próximos y Lejanos
… fobias infinitas, cruzadas extemporáneas y yihads eternas, con estrellas tan
antipáticas como Pol Pot, los Kil Il Sung, los Idi Amin, Mobutus y Bokassas, los “Tirofijo”, los actuales Bin
Laden
y su maldito don de la ubicuidad.
Desde
el año cero y antes, hubo corrientes pacifistas, y no por ello se ha dejado de
matar, de matar mucho y por doquier, de matar a mansalva o en serie, como nos
gusta decir. Hasta los mismos seguidores de Cristo (adalid como ninguno de un divino pacifismo a ultranza,
modelo y héroe, profeta e hijo de Dios más bueno que ninguno), según salieron
de las catacumbas, no tardarían en ponerse a pelear contra todos y entre ellos.
Jesucristo se había empeñado con toda su excelente fe, en decir a sus congéneres
aquello de “No matarás”, e incluso que había que “dar la vida por el prójimo”,
-que es lo más-.
En
las religiones de muchos pueblos mesoamericanos y andinos, las masacres en
sacrificios rituales era algo sagrado y natural, las dos cosas. La sangre
corría a raudales, cuando no se la bebían en el cráneo de sus enemigos como lo
hacían los pueblos de la Tartaria y Mongolia. Y qué decir del islam que ya
lo fundan sudorosos personajes proclamando guerras santas y muerte a los
infieles. Menudos planes, recorrer los desiertos matando pues ello lo veían
necesario para su supervivencia y la de sus camellos.
No
tenemos remedio. Humanos y pueblos salvajes, todos somos muy, pero que muy
salvajes. Parece que nunca jamás va a haber un gran acuerdo, un entendimiento
de paz, que las guerras son inevitables. Nos empeñamos en luchar como si fuera
una cosa obligada, y muchas veces lo es ciertamente. Se puede afirmar que las
muertes masivas nos son familiares, que forman parte de todo acervo en todas
las culturas, algo consuetudinario, rueda de la Historia cuando no esencia y
razón de ser de los pueblos y nacionalidades. Sintiéndolo mucho, no, no podemos
asustarnos. ¿De qué horrorizarnos? Son tragedias en el Gran Teatro del Mundo.
Sin
que ello implique una aceptación, hay una triste realidad: guerras las habrá
siempre por siempre, amén. Lo tienen mal los pacifistas, tendrán que pelear más
por su ideal, pelear enconadamente, algo contrario a su intención, desde luego.
Por un motivo u otro, con razón o sin razón, antes de llevarnos las manos a la
cabeza, los humanos somos proclives a llevaros las armas a las manos. Somos beligerantes
en esencia. (Rousseau era un charlatán, no todo el mundo es bueno.)
¿Pacifismo?
Parece que no hay mucho que hacer. O sí. Quizá. Pero no lo dudo, siempre
estaremos batallando, matando y rematando. Al ser humano, independientemente de
los deseos infinitos de paz que pueda tener (algo que suena estupendamente), de
su presunta alegría y bondad innatas, lo que le gusta es pelearse, luchar, y lo
hace con excesiva frecuencia. Aunque sea con renuencia, con repugnancia, nos
gusta batallar. Con el artificio que conlleva, lo hacemos con tremenda
naturalidad. Tremenda. Con el sufrimiento y dolor que genera resulta que es
así. Siempre así.
El
rayo abrasa, determinados vientos arrasan. A pesar de que la calma sigue a la
tempestad, las tormentas vuelven y revuelven desde que el mundo es mundo. Pienso
con un cierto tedio y verdadera tristeza que el pacifismo tiene la batalla
perdida, la batalla por la Paz. Es una lástima. Es una pena observar el
transcurrir de la Historia, contemplar con ese maravilloso e infinito deseo de
paz cómo es la realidad de la realidad.

 Enrique López Viejo
(Valladolid, 1958) es licenciado en Historia Antigua y Geografía por la
Universidad de Valladolid. Cursó también estudios de Ciencias de la Información
en Bellaterra (Barcelona) y ha ejercido como docente, profesión que
abandonó para emprender negocios privados que le llevaron a Mallorca, donde
reside. Es el autor de Tres rusos muy rusos. Herzen, Bakunin y
Kropotkin
 (Melusina, 2008) Pierre Drieu la Rochelle. El aciago
seductor
 (Melusina, 2009) y La Vida crápula de Maurice Sachs (Melusina, 2012).