Foto de Valery Hache. AFP, 2023
Afrancesados (o sea, francófilos) ha habido en España siempre y no sólo a comienzos del siglo XIX. Son aquellos de nuestros compatriotas que, para decirlo en términos sencillos, no se sienten a gusto entre el reseco esparto del sur de los Pirineos. Y luego hay otro grupo humano, el de los que cruzaron las montañas y (casi siempre, obligados por las circunstancias políticas, económicas o ambas) se instalaron al norte, donde muchas veces se les recibió con los brazos abiertos. La lista de nombres es interminable: el Conde de Aranda, Pablo de Olavide, Teresa Cabarrús, Leandro Fernández de Moratín, Manuel Agustín Silvela, Eugenia de Montijo, La bella Otero, Jorge Semprún o María Casares. Y, por encima de todos, Goya (en Burdeos) y Picasso (en París y en la Costa Azul). Un plantel de lujo, por mencionar sólo a los más exitosos.
De esos emigrantes puede también predicarse su francofilia, aunque, al ser gente que vivía allí, su visión del país galo incluía igualmente la cara B de las cosas. No se quedaban en la mera idealización: el almíbar es sólo para los que observan las cosas desde lejos.
Iñaki Gil, periodista vasco nacido en 1958, ha sido corresponsal de El Mundo en París durante muchos años y ahora ha ordenado sus notas en este libro -de título prestado, ciertamente, aunque ahora sin signos de interrogación- de más de 400 páginas, ordenadas en 21 estudios monográficos.
Los hay que son semblanzas personales de políticos: sobre Macron, sobre Hidalgo, sobre Le Pen, sobre Sarkozy, sobre Pecresse, sobre Mélenchon o sobre Zemmour.

Iñaki Gil
Igualmente los hay que tienen por objeto la foto de la sociedad, “El archipiélago francés”, para recoger la expresión de Jerome Fourquet, como el capítulo llamado “Inmigración, delincuencia y terrorismo, del fin de un viejo tabú a la superchería del gran Reemplazo”, tema indisociable del que se estudia en el trabajo llamado “Argelia, las fracturas de una guerra civil que no terminó con la independencia de la colonia”.
En otras ocasiones el foco se pone en los conflictos que, aunque con raíces muy antiguas, han estallado en los últimos años, como el de los chalecos amarillos (“la revuelta de la Francia de las rotondas”, en cierto sentido la enésima versión de les jacqueries) o el derivado del incremento de la edad de jubilación, que, a diferencia de lo sucedido en otros países -la crisis de los sistemas de pensiones tiene causas universales-, en el hexágono ha dado lugar a verdaderos trastornos de orden público: vandalismo atroz contra los bienes públicos, en concreto.
Y particular interés presenta el análisis dedicado a eso que se llama las mentalidades dominantes, que en Francia son hoy predominantemente pesimistas: el déclinisme -recuérdese a Peyreffite y luego a Bavarez-, casi al modo de los que en España fue la sensación de decadencia después del 98, por no remontarnos a los planteamientos del Gracián más sombrío a mitad del siglo XVII.
Iñaki Gil no es ciego y pone de relieve que Francia, como en cualquier otro sitio, resulta hoy una sociedad irreconocible con los esquemas complacientes de otras épocas (sin ir más lejos, la que allí se conoce como “los treinta gloriosos”: 1945-1973, aun sabiendo que por medio estuvo nada menos que el colapso de la Cuarta República en 1958, la independencia de Argelia en 1962 y, para decirlo sólo con una fecha, mayo del 68). Por ejemplo, en pág. 21, al presentar el trabajo sobre el tal archipiélago francés, lo hace afirmando sin ambages que “la Francia del siglo XXI no es ya un país homogéneo articulado por un Estado fuerte, sino una nación descompuesta en islas urbanas donde se concentran los vencedores de la globalización ajenos a la suerte de los garos refractarios, que habitan en los pueblos y las periferias urbanas”. Más aún, en pág. 27, siempre siguiendo a Jerome Fourquet: «En el archipiélago francés reina un hiperindividualismo que convierte en obsoletas las variables tradicionales de la sociología política. La gran convergencia de los años 70 y 80 ha dejado sitio al efecto reloj de arena: en “la Francia premium”, los modos de vida de las clases superiores han subido de gama mientras que, por abajo, se ha buscado una economía de buscarse la vida, la Francia discount”.
O pág. 97, para abrir el trabajo sobre el estallido de ira de los chalecos amarillos en diciembre de 2018: “La mayor revuelta social desde mayo del 68 estalló por la subida de unos céntimos de la tasa ecológica del gasoil. Miles de personas, conectadas por redes sociales y al margen de partidos y sindicatos, ocuparon las rotondas de las periferias urbanas. Fue la rebelión de la Francia rural y de las ciudades dormitorio que van al trabajo (precario) en coche diésel. Macron acabó cediendo tras violentos sábados en París”.
Y pág. 151, sobre el Covid: Francia fue “la nación más retractaría a las vacunas entre 144 países”.
Los datos de págs. 225-226 resultan auténticamente espeluznantes: mil homicidios al año, cien ataques de cuchillo al día, mil denuncias diarias por golpes y heridas voluntarias. Lo que de ahí “emerge (es) un retrato de Francia muy alejado del estereotipo que todos tenemos en mente: la Francia de la cultura, la buena mesa, faro universal de civilización”.
En pág. 291 se recoge una durísima declaración de Alain Finkelkraut, célebre intelectual judío, a Le Figaro, acerca del grupo político de Mélenchon: “En la era de la mistificación generalizada del vocabulario, la Francia Insumisa es el nombre que se da a sí misma la Francia sumisa al islamismo, judeofobia incluida. ¿Por convicción? No, por clientelismo, y eso es quizá peor”.
Y, para terminar esta lista negra de lo francés, la cifra del coste de las pensiones sobre el PIB: 14 por ciento (pág. 361).
Más aún, en ocasiones los rasgos negativos de Francia se ponen en relación con los (menos oscuros) de España, como por ejemplo, en el preciso dato que se acaba de mencionar, que en España se queda (y ya está bien) en el 12,5 por ciento.
Pero no nos engañemos: el autor es un francófilo -sesgo, se insiste, no infrecuente en España, aunque muchas veces no se confiesa- y lo demuestra cuando menciona factores de la sociedad gala que, a su juicio, lo que merecen es admiración, precisamente porque son cosas que entre nosotros no suceden y se echan en falta. A Iñaki Gil le ocurre lo que a esos periodistas catalanes, en la estela de Gaziel o de Josp Pla, que viven en Madrid y se dedican a hablar de la capital (para teóricamente denostarla, aunque en el fondo con una envidia que les corroe) pero que en realidad a quien están retratando es a su Barcelona del alma y no para bien, aunque ello forme parte del subconsciente y el lector tenga que someter a psicoanálisis el texto. Gil, en pág. 17, apenas empezado el relato, se presunta si por ejemplo los chalecos amarillos, o Macron, son de derechas o de izquierdas y responde así: “Este libro nace de la necesidad de explicar a mis conciudadanos de la España polarizada que en otros países, como en Francia, esta división ideológica ha decaído. Existe, desde luego, pero no es esencial”. Volviendo a los chalecos amarillos, en págs. 117 y 118 pone en boca de Christophe Guilluy que, en efecto, no forman parte del babor ni tampoco del estribor: “Son las clases populares francesas que se divorciaron de la izquierda en los años 80. Y ahora, de la derecha. Son un movimiento sin relación con ningún partido. (…) Lo que está en el fondo de los chales amarillos es una cuestión cultural, existencial. Por eso no se puede tratarlo como un movimiento social clásico, del siglo XIX o del siglo XX. Es un movimiento del siglo XXI que no se parece a ninguna otra protesta obrera tradicional. Por eso, la izquierda se equivoca en su análisis: No es la Revolución Francesa, no es Mayo del 68”.
Al hilo de las pensiones, se cuenta -pág. 250- que, en las presidenciales de 2022, a Le Pen le terminaron llegando en la segunda vuelta muchos votos que en la primera ocasión habían sufragado por Mélenchon: “Esto puede parecer extraño en la España polarizada por los bloques políticos, pero no es en Francia donde la ideología es sólo el cuarto factor de división de la sociedad. Detrás de ricos y pobres; vacunados y no vacunados o inmigrantes y nativos”.
Y, en cuanto a la descentralización del poder -las regiones- en pág. 301 y 302 se explica lo que de hecho y desde hace cuarenta años sucede en España -que muchas decisiones políticas centrales sólo se explican sólo en clave electoral territorial- y se pone de relieve el contraste: “Ese tipo de cambalaches son impensables en Francia, donde la lista más votada en la segunda vuelta de las regionales tiene garantizada por ley la mayoría absoluta”. El tono de aplauso, o al menos de alivio, no se encuentra explícito, aunque apenas se puede disimular. Lo mismo en pág. 304 sobre los comicios presidenciales: se dirimen en un registro “en el que la personalidad del candidato es clave y donde la organización de un partido cuenta hoy menos que nunca”. Y pág. 327, de nuevo sobre la contienda de las pensiones: “(…) sólo en Francia la batalla política no se articula en el eje derecha/izquierda puesto que la extrema derecha está también en contra de jubilarse más tarde”.
Es decir, que la indudable fragmentación de la sociedad -en eso consiste ser un archipiélago: insularización, pudiera decirse- acaba allí produciendo unos resultados menos tajantes. Y la prueba está en lo bien que se entierra a las personas que en algún momento fueron glorias nacionales. En pág. 271 se recuerdan, entre otros, los funerales que se dispensaron -desde la Presidencia de la República- a un Charles Aznavour, un Jean Paul Belmondo o un Paul Bocusse. Y en pág. 276 se diserta sobre el reciente homenaje a Josephine Baker, otra francesa de adopción que la sociedad del hexágono hizo suya, hace ya muchas décadas. Una vez más, el contraste con España (pobre Carmen Sevilla, o María Jiménez, o María Teresa Campos, por poner ejemplos recientes) -que el autor no hace explícito- no nos deja bien parados.
Pero donde el discurso gana en sinceridad es al hablar de la sensación que tienen la mayoría de los franceses de estar en decadencia, siendo así que para Gil falta el sustrato, trayendo a colación una frase muy redonda y chauvinista de Sylvain Tesson (“singular personaje y el más espiritual de los escritores viajeros”, al modo, pudiera pensarse, de nuestro llorado Javier Reverte), que consiste en proclamar que “Francia es un paraíso poblado por gente que se cree en el infierno”: pág. 165. Y es que ciertamente “flota en el aire un mal genio generalizado, una agresividad, un odio a la mirada del otro” de lo cual sin embargo se decalara que “es un insulto al don de Dios que sigue siendo Francia”. Los puntos, así pues, sobre las íes.
Y Gil -al cabo, un español- pone de su cosecha, en pág. 162, lo siguiente: “Para mí, el cabreo existencial del francés nace de la enorme distancia que hay entre la realidad y la idea (sublime) que cada francés tiene sobre Francia y su rol en ella. El español nace con complejo de inferioridad. Por su país y por él mismo. Luego observa la realidad. Y ve que, a menudo, es mejor de lo previsto. Y se alegra. Por él y por su patria. El francés se considera hijo de la nación que difundió la Ilustración, creó los derechos humanos, hizo la Revolución, ganó dos Guerras Mundiales y alumbró la construcción europea. Además, adoptó a Picasso, inventó el Tour de Francia y el Mundial de Fútbol y la nouvelle cuisine. Con esa herencia en la mochila, sale de casa, se cruza con un magrebí camino del bus que le lleva, muchas veces tarde, a su curro rutinario y se enfada con todo quisque. Francia es hoy un país de gente cabreada, pesimista y gruñona. Para mí, esa es la principal diferencia con España”. Volvamos a lo mismo: de quien de verdad está hablando, y con tono de llanto, es del país del sur de los Pirineos -el del esparto, ¡ay!-, no del que se sitúa al norte y que en teoría es el objeto del discurso.
Las opiniones de una sociedad sobre sus vecinos suelen estar llenas -se ha denunciado mil veces- de estereotipos (y además casi siempre muy negativos). Los corresponsales de la prensa extranjera, a los que se le presupone una mirada más sutil, no suelen escapar a ese grave defecto óptico. Por eso vienen siempre bien los análisis que, como los contenidos en este libro, hacen un esfuerzo por apoyarse en fuentes locales y además varias de ellas, cada una de su padre y de su madre. Sólo así puede el lector del país colindante (y situado al sur, lo cual condiciona toda la perspectiva) irse haciendo una idea cabal de las cosas. Que Iñaki Gil admire a Francia (que sienta sana envidia hacia ella, si queremos decirlo así), y que no lo disimule, no hace sino engrandecer su empeño.
¿Le faltan capítulos al libro? ¿Por qué dedica todo un análisis monográfico a las relaciones de Francia con Rusia y no sucede lo mismo con Alemania, Italia o la propia España, los tres países que circunvalan a la tal Francia? ¿No habría merecido un estudio propio el sistema educativo, otrora honra y prez de la patria (el gran legado de la Tercera República, antes y después de la Ley de separación de la Iglesia católica de 1905), pero que hoy, como todo en la vida, no se muestra inmune a los agentes de la erosión, entendiendo por tal unos agentes tan universales y despiadados como los modelos pedagógicos de Dewey y la influencia de la tecnología, no siempre para bien, en la formación de las mentes y de los modos de pensar? ¿El valle del Bidasoa, tan fronterizo y binacional, no merece una atención propia? Por supuesto que a esas preguntas se puede responder positivamente. Quedamos a la espera de lo que nos dispense el autor, aun estando ya de vuelta en España para quedarse, en la siguiente ocasión.