Detalle del cuadro de Vicente López, Luis Veldrof (1823)
Desde que la Constitución de 1978 instauró la partitocracia y sobre todo a partir de la institucionalización del bipartidismo neorestauracionista en 1982, hay personajes que tienden a la clonación. Suelen ser secretario de organización o portavoz parlamentario de su pandilla pero además, en algún momento, acaban teniendo puestos en el Gobierno o en sus aledaños, por lo común en labores de fontanería (la palabra “covachuela” también vale, pero aquí se opta por la primera de ellas para no añadir más contenido acusatorio). El tipo aparece con frecuencia en televisión con rictus risueño, aunque en seguida se adivinan cuáles son sus maneras: con el jefe, servil hasta el límite del arrastre más indigno; y, con los debajo, déspota, cruel, y siniestro, por no seguir acumulando adjetivos poco amables. En suma, el nadador entre dos aguas, capaz de alternar la obsequiosidad más relamida (el cortesano, en el peor sentido del término: el contrario del que le quiso dar Costiglione, para decirlo de una vez por todas) con el más inclemente de los sadismos. No hace falta poner nombres propios porque estos 40 años han dado para mucho y el personaje, se insiste, propende a reproducirse como las esporas. Y debe ser que ese tipo de gusanos hacen falta, porque cada Presidente ha tenido (o tiene) uno o incluso varios de ellos.
Ni que decir tiene, por si acaso alguna duda quedara subsistiendo, que todo lo anterior debe entenderse sin discriminación de credos y con exquisita ecuanimidad democrática. A ese tipo de individuos dios los cría, pero lo hace con carácter disperso, para que ningún partido pueda permanecer sin su ración, aun cuando los militantes de buena fe tiendan a pensar que lo de sus cuates es un poco menos grave que lo de los otros. Lo que siempre sucede con el sectarismo.
Pues bien, el libro que se reseña pone el foco en el fundador de la dinastía: Calomarde. Y deja en el lector la convicción de que el foco está muy bien puesto, porque fue con él cuando empezó la saga.

Sergio del Molino
El período histórico de 1789 a 1833 -casi medio siglo- no lo pudimos vivir ninguno de nosotros, pero sabemos que la Revolución Francesa lo cambió todo. España, hasta entonces, con Carlos III llegado de Nápoles con los mejores impulsos, no iba nada mal. Aunque, ay, los cambios europeos nos sorprendieron con el pie cambiado. Fernando VII, el más vilipendiado de todos nuestros monarcas (el Rey felón, el “mal aimé” por excelencia de la historia de España: haber abierto el Museo del Prado no le ha servido para redimirse), ocupó el lugar central en esa época, con Cádiz como contrapunto bueno. La completísima biografía de Emilio La Parra, con 700 intensas páginas, terminó de poner los puntos sobre las íes, perfilando también (con apoyo confesado en Mesonero Romanos y en Galdós, como es obvio) el papel de cada uno de los personajes secundarios, los actores de reparto, para decirlo con terminología de Hollywood. Aparte de los granadinos Francisco Martinez de la Rosa y Javier de Burgos (cuyo protagonismo sólo sería mayor en la etapa siguiente), hay que mencionar, por quedarnos en lo más socorrido, a un Godoy, un Riego, un Goya (encarnación del exilio y del exilio en Burdeos, en particular), una Mariana Pineda o un Torrijos. Y no es que la muerte de Fernando en 1833, con la desaparición de la camarilla de sus fieles (la palabra camarilla viene precisamente de ahí: la habitación anterior a la cámara del soberano) arreglase las cosas, porque sucedió que las tensiones terminaron de estallar: la reacción (la extrema derecha, diríamos hoy), particularmente viva en Cataluña -en la Cataluña rural, para precisar-, supo encontrar en el carlismo su lugar propio y acumuló fuerzas suficientes para ponerlo todo en jaque durante varias décadas.
En ese contexto, Tadeo Calomarde, el biografiado, encarnó lo peor de la política y de la sociedad: un tipo que, dentro de aquel entorno abyecto, tuvo el mérito de acreditarse como abyecto. Y sin embargo (más allá de las referencias a la bofetada de Carlota Joaquina en la Granja en 1832 y el famoso “manos blancas no ofenden”) no había merecido una atención monográfica. Sergio del Molino, que entró por la puerta grande en la escena literaria con “La España vacía” (2016) y luego con ”Lugares fuera de sitio” (2019), ha centrado sus ojos en él y en este libro de menos de 120 páginas ha hecho el retrato del personaje, sea dicho aquí lo de retrato con la peor de las intenciones. Lo califica, por ejemplo, como “cómplice útil de un criminal” y jefe de lo que hoy llamamos “las cloacas del Estado” (página 16). Y así hemos podido terminar de perfilar al individuo, del que hasta ahora no era tan conocido que, por ejemplo, pasó sus últimos años fuera de España (también él se tuvo que exiliar, sí), hasta morir en Toulouse en 1842.
Hay libros que uno recomienda por puro compromiso o que sencillamente reseña cuidando de no comprometerse. Pero hay otros con los que sucede lo contrario y para bien. El libro de Emilio La Parra (que Sergio del Molino cita: página 18 para ser preciso) constituye la antesala de esta biografía de Calomarde, mucho más breve y a la que hay que dedicarse si uno quiere saber. El estudioso de la historia de España tiene la ocasión de hacerse una idea cabal (y sin prejuicios) de lo que fue aquella época -las (dicho aquí irónicamente) luces, de las que Calomarde fue un bastardo, como lo califica el subtítulo-, en la que (ahora soy yo el que ofrece su opinión) tantas raíces tenemos, para mal y a veces para bien, los españoles de dos siglos más tarde. Libro pequeño pero, en suma, enjundioso a más no poder.