El escritor francés Maurice Sachs se preguntaba como se presentaría un decapitado ante San Pedro a las puertas del cielo. El malo de Sachs tenía un humor negro, muy negro, y unas expectativas nefastas. La Royal Air Force británica lanzaba miles de bombas arrasando la ciudad de Hamburgo, donde residía, dedicándose a las peligrosas labores de delación y mercado negro, dónde siendo judío trabajaba para los nazis. Ahí es nada.
Pero lo que me interesa ahora no es la vida de Sachs, sino tan sólo la imagen de su torso con la cabeza en las manos, inclinándose a la espera de lo que diga su testa sangrante, de cómo se explique ante el santo cancerbero. San Pedro, que había de recibirle, ya sabía de esto, íntimos suyos como Santiago el Zebedeo y Pablo de Tarso habían pasado por las mismas. Pero Sachs no. Aunque hubiese tratado de aprenderlo con distintas conversiones, lo de verse a las puertas del cielo sin su enorme caradura, no lo llevaba bien.
Me dicen mi mujer y amigos que escriba, que no consuma mi tiempo con lecturas de otros, y eso haré hoy con cierto recelo, en la medida que mis ocurrencias no sé si serán de su agrado. O del suyo, querido lector. Pero en fin, en ello estoy esta mañana de domingo, en la que luce el sol dorando el azul celeste de un mar calmo, mecido por una fresca brisa que anuncia el invierno. Al fondo, de poniente, se acercan cúmulos con todos los grises que traerán las lluvias. Por más que el día sea delicioso y mi humor resulte magnífico, no se me ocurre otra cosa que escribir sobre cabezas cortadas, sobre el recuerdo de algunas cabezas cortadas.
Bob Dylan decía que los Clancy Brothers, un grupo folk de finales de los años cincuenta, cantaban canciones tan tristes y melancólicas, que te invitaban a cortarte la cabeza y ponerte a llorar. Contundente Dylan. Podemos imaginar la escena: cuatro jóvenes con sus guitarras y harmónicas alrededor del fuego de campamento. Entre ellos, junto a la hoguera, iluminados sus ojos, la cabeza del cantante de Minnesota llorando a lágrima tendida. La escena no puede resultar más lúgubre, por más que el escenario sea rústico y sencillo. La imagen no puede ser más lírica: una cabeza cortada derramando sangre por su cuello, y encima, llorando. Bien es cierto que la emoción de observar las lágrimas en las mejillas de la cabeza decapitada, atenúa esta dolorosa imagen que nos presenta un Bob Dylan simpático y trágico.
Trágico como es trágica la imaginería barroca realista. La obra de Juan De Juni o de Gregorio Hernández, de aquellos potentes escultores en madera policromada. En el arte de la talla barroca, tan glorioso en el siglo XVII español, encontramos las cabezas cortadas de buena parte del santoral cristiano y -por supuesto- del hijo de Dios que es Cristo. Aunque crucificado -que no decapitado, como todo el mundo sabe-, su busto marca la diferencia, siendo el más representado en la imaginería barroca, no en vano era el jefe. Un arte único, inigualable. Escatológico, en su acepción religiosa, un arte que ofrece la realidad última, la representación de la muerte. Algo fascinante. Una maravilla.
Muchos bustos de la imaginería realista no corresponden exactamente a cabezas segadas, pero la sangre que corre por los rostros de sus protagonistas, por el cuello, sobre sus hombros, nos permite pensar que pudieran haber sido decapitados después de mortificados con coronas de espinas o cilicios. Imaginería del sufrimiento que los cristianos llaman pasión. Pasión mayúscula, una poderosísima estética que sobrecoge en su contemplación, favorita del que esto escribe.
Nosotros, en la casa de mis padres, teníamos una talla soberbia de un San Miguel cortándole la cabeza al demonio, una imagen que iluminó mi niñez cuando recibía clases de piano de mi abuela. La había dorado mi tatarabuelo, que fue imaginero en la ciudad de Valladolid en la primera mitad del XIX, siglo que fui conociendo en las tertulias de mis mayores, sentado a la vera del violento San Miguel pisando el cuello al mismísimo diablo, amenizados con los Nocturnos de Chopin. Una infancia feliz aunque severa. Esta talla nunca me pareció trágica, ni dramática, ni nada de eso; al contrario, me gustaba muchísimo, tenía el candor del triunfo del bien, algo que no pararon de explicarme en la intensa educación católica que recibí, y cuyo maniqueo discurso se continuaría con las lecturas púberes de Nietzsche y su Zaratustra. Con todo aquello de más allá del bien y el mal, antes de acabar en las redes del perfumado florista Baudelaire y sus acólitos malditos, lecturas que provocaron dejase la idea de lo bueno que era ser bueno, y tratase de sumergirme en los perversos paraísos artificiales descritos en los escritos de unos y otros. En cualquier caso, relativamente alejado de los encantos de la bondad cristiana, no disminuyó mi interés y gusto por esta imaginería barroca tan dramática.
Caliente está el café y es luminoso el día. Seguiré con el recordatorio sobre algunas cabezas cortadas, un tema horroroso. Alguien puede pensar que soy un enfermo, -que lo soy, en efecto-, que estoy a punto de enloquecer, -que puede, que esto sea un gore-tex…to, en la línea de las salvajadas que tanto gustan hoy. Pero no. No es así. Es sólo una forma de entretenimiento que me permite reír de algunos pensamientos, que junto a estas imágenes, me vienen a la cabeza, cabeza que -de momento- tengo en su sitio, y pensamientos que van y vienen como las olas en la orilla.
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Valladolid, museo de la catedral |
Por un orden lógico hago memoria que distintos escritores de la antigüedad como Estrabón y Tito Livio, nos contaron que a los pueblos del norte, empujados por los hunos y los otros, les gustaba lucir en las puertas de sus casas, en las jambas y dinteles, las cabezas cortadas de sus queridos ilustres o de sus enemigos contumaces. Que cuando recorrían estepas y caminos, ataban a las crines de sus caballos las cabezas cortadas suficientes para provocar el horror necesario, el pavor que les permitiera exhibirse como los bárbaros que eran y como fuere que iban a llamarlos. Anteriormente, los celtas y los íberos, los lusitanos, todos en la Hispania prerromana, seguían esta costumbre de galardonar sus cabalgaduras de esta manera. Los caballos tenían que alucinar.
Los romanos, por su parte, también fueron decapitadotes y legislaron sobre esta pena mortal. Aplicaron este castigo final de dos formas: si eras persona noble y valiente te cortaban la cabeza de frente. Por el contrario, si eras un malvado cobarde de la plebe, tenías que darle la espalda al verdugo. Esta práctica justiciera se continuaría durante toda la Edad Media europea, entre ojivas, cotas y mallas, entre cruzados y encapuchados, entre moros y matamoros. Con hachas bien o mal afiladas, con venerables espadas, con sables otomanos, o a degüello, en todos los feudos y condados se cortaron cabezas públicamente y en secreto, justa o injustamente. Y ni que decir tiene que, en esos mismos siglos, en todo aquel milenio, en las estepas euroasiáticas, en Mongolia y Siria, en Asiria y en Persia, también se practicaba este castigo final, y se cortaron cientos de miles de cabezas en batallas sin fin. Aún hoy, en los territorios iranios, habiendo cambiado el país de nombre y costumbres, se sigue aplicando la decapitación como pena capital para descontento internacional. Por supuesto, y el lector lo sabe, que ayer, hoy, y quizás siempre, se practica en toda la Arabia Feliz.
En China, Cochinchina y Japón, culturas milenarias, cortaron las cabezas a sus ciudadanos desde mucho antes de surgir dinastía alguna. Ambas civilizaciones segaron cabezas a diestro y siniestro, con dagas y a lo loco. Terrible imaginario oriental que no resulta nada zen; ejecuciones tang, ejecuciones ming, impropias del feeling de Confucio y Lao Tsé. Decapitaciones niponas y birmanas, samuráis y tai pings, que este asunto les ha encantado siempre a estos pueblos del Extremo Oriente, amantes del pescado crudo y de los lagartos laqueados, gentes que cerrando sus rasgados ojos saludan al sol con toda la calma, no haciendo ascos a comerse un precioso monito en salsa de hormigas. Pero no es el caso ahora. Son otras geografías.
Lo mismo con el Nuevo Mundo. Toda América practicó la decapitación; se hartaron de cortar cabezas. Desde los arawak a los alacaluf, unos del norte y otros del sur, muchos indígenas aborígenes cortaron las cabezas de conocidos o enemigos. Los americanos de origen asiático parecían tener un interés insistente en acercar cuchillos a los cráneos. Los pueblos algonquinos de la actual Nueva Inglaterra se rapaban la cabeza de forma muy vistosa, ofreciendo un aspecto realmente agresivo, (no siéndolo ellos realmente, como lo demostraron en el Día de Acción de Gracias). Los indios de las praderas, sioux, apaches y demás, llevaban con orgullo peinados y penachos de plumajes que todos hemos visto en las películas. Podría ser que su complejo de barbilampiños provocase tal atractivo por las cabelleras ajenas, que con sumo gusto convertían en sus triunfos. Asunto que ponía de los nervios a sus conquistadores llegados de Europa, que también tenían su particular arte del peinado, siguiendo en aquellas tierras los dictados de la moda de París, Londres o Madrid. Muchos colonizadores usaban pelucas, algunas tan extravagantes como las que lucía el rey Sol, Luis XIV, señor que tenía un gran sentido de estado y a los fígaros fatigados.
Pero a lo que vamos, mohicanos, arapahoes, mayas, toltecas o totonacas, ya anduvieran por el norte, centro o sur de las Américas, tuvieron predilección por las cabelleras y cabezas cortadas, por disfrutar de sus triunfos, o por exhibir su horror. En México, dicen, jugaban con ellas a una suerte de bolos en olímpicos lugares como Palenque o Chichen Itzá. Algunos en el Amazonas se las ponían de abalorios tras reducirlas a tamaños ridículos. Hoy es el día que algunos malvados mantienen estas tajantes y sangrientas costumbres. Son las nuevas hordas del narcotráfico, que provocan un terror colectivo que es noticia a diario. Pero entre jíbaros, narcos y vidas de santos, mejor estos últimos.
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Caravaggio. Judith y Holofernes. (1599) |
Ciertamente, todo esto es terrible y horroroso. Y sin embargo, en la Historia de la Antigüedad existen encantadoras imágenes de decapitaciones, que muchos tenemos grabadas en nuestro consciente estético y el subconsciente emocional. Recuerdo algunas que son verdaderos arquetipos, obras fundamentales del Arte, y sugiero al lector que, en su momento, tras la lectura de estos párrafos, se dé un repaso al tema que, no tengan la menor duda, ofrece imágenes impactantes y maravillosas.
El rey asirio Holofernes, embriagado por Judith, judía contra el yugo de Nabucodonosor, (rey de Babilonia cuyo nombre nadie olvidamos cuando conseguimos aprenderlo), murió decapitado por la bella dama. Escena que nos presentó magníficamente la pintora Artemisia Gentileschi en un cuadro que cuando lo vemos tampoco lo olvidamos fácilmente. Lienzo lleno de dramatismo como el realizado por su maestro Caravaggio, pintor que tenía verdadera afición por esto de las decapitaciones, pues también retrataría las de San Juan Bautista a manos de Salomé, y la del gigante Goliath. Tremendo Caravaggio, sabía bien lo que pintaba, él mismo fue un asesino. Quizás sea suya la obra cumbre en lo que a estas representaciones se refiere, su imponente David con la cabeza de Goliath, de la que realizó dos versiones distintas.
Vidas de santos, santos decapitados. Un tema recurrente y sensacional para los artistas. Desde el comienzo de la Gran Pintura, en el último siglo gótico, un pintor de nombre tan cándido como Fra Angélico nos ilustró –explícitamente- sobre la decapitación de los santos Cosme y Damián, hermanos galenos muertos por orden de Diocleciano, decapitados por una espada que guardan como acero en paño en una ciudad alemana. Arte religioso. Ferviente martirologio. Cabezas degolladas, servidas en bandeja de plata, cabezas bajo el filo de la espada o del puñal, como es el caso del sacrificio de Isaac, uno de los primeros sucesos de esta índole en nuestra cultura judeo-cristiana.
El pobre Isaac, hijo de Abraham, patriarca de patriarcas, en línea directa con Yavé, casi pierde su cabeza por el empeño de su padre en su rigurosa fe. Un Abraham que estaba empezando con estos asuntos de las religiones y fijando su posición como padre de todos los pueblos. Éste quería mostrarse incólume ante el Dios creador (que tenía un aspecto imponente), que le pedía que degollase al pobre Isaac y confirmase su fe ciega, para lo que el bueno de Abraham a ello se dispuso con una resignación relativa. Menos mal que un ángel llegó a tiempo y se suspendió la ejecución.
A Caravaggio le gustó esta escena, le gustó tanto que él mismo se retrató como Isaac, gritando con el cuello sujeto por su bíblico padre, mientras departía con el ángel o arcángel que le envío el mismísimo Dios. También reprodujo esta escena con gran acierto y menos violencia el dios Rembrandt unos años más tarde, para mayor gloria del tema y de la pintura, y para que fuese joya admirable en la pinacoteca del Ermitage de San Petersburgo. Fabulosos lienzos que ofrecen imágenes de una extrema belleza, de una poderosísima belleza, sobrecogedora y violenta, sin duda, pero trascendental, provocando un impacto visual soberbio.
Hay que decir que en estos cuadros bíblicos que he recordado, se reproducen degüellos, que no de decapitaciones puras. Degollar es distinto y no ofrece los mismos resultados. No siempre los degüellos acababan en decapitación. Estas ejecuciones referidas, son sucesos pre-tecnológicos ocurridos en la Mesopotamia postdiluviana. Son muy antiguos, no había ni empezado nuestra era cristiana. Luego, con el paso de los siglos, todo ello sería mejorado con el hacha y con la espada, con la profesionalización de los verdugos, y mucho más tarde con la afilada máquina inventada por Guillotin.
Durante milenios esta pena capital, este modo horrible de matar y de morir, ha coexistido con la horca, el ahorcamiento que podía ser arbóreo o patibulario, a la vera del camino, en medio del campo o en las plazas de los pueblos. Pero es otra historia, no recuerdo imágenes tan rotundas como las citadas. Gracias al cine sí tenemos cientos de ahorcamientos medievales y cowboys, pero ahora no recuerdo ningún ahorcado pictórico digno de mención. Tengo vaga la memoria. Y en cualquier caso ahora estoy con las decapitaciones que se me vienen ocurriendo. Todos sabemos como mueren los ahorcados.
El degüello a veces requería una insistencia dramática; la decapitación ofrecía mejores resultados en la separación de la cabeza del tronco. Dicen que la cabeza y el cuerpo no mueren inmediatamente a la ejecución, que la cabeza sigue pensando horrorizada de lo que le han hecho, incluso lanzando un alarido y queja. Y que el cuerpo, por su parte, durante algunos minutos, mantiene los últimos estertores de vida mientras el corazón expulsa la sangre por el cuello, y los nervios, sajados, ni que decir tiene: están a flor de piel. En la ficción, los literatos, incluso les han hecho andar. (En el cine, ni qué decir tiene.)
Sigamos con los santos. Estos santos cristianos son excelentes protagonistas en este tema de las decapitaciones, provocando insólitas leyendas que son Historia de la Religión, o estupendas tradiciones reverenciadas. Hay decenas de cabezas de santos en el martirologio cristiano, un martirologio muy curioso y múltiple, que ofrece semblanzas y aventuras de lo más diverso, muchas muy enternecedoras. Sería un extenso capítulo observar o comentar las atrocidades que muchos sufrieron por reivindicar su fe y ganarse el cielo de uno o varios tajos, ser noticia entre los suyos, ser un trágico caso en un mundo de sucesos milagrosos.
Me contaba un amigo médico aragonés, lo popular que es San Lamberto en su tierra, un santo campesino que llevó consigo su cabeza cortada hasta Zaragoza. Irredento o penitente, se fue con su testa en las manos a encontrase con sus amigos, también mártires degollados y reunidos alrededor de Santa Engracia, (a la que salvajemente introdujeron un clavo en su cabeza). Eran santos menores y de nombres muy rústicos: Evodio, Apodonio, Luperco, Marcial… Otro muy buen amigo me recordaba las cabezas flotantes que llegaron a Santander, las de San Emeterio y San Celedonio, soldados romanos del siglo III, muy cristianos ellos que, decapitados en Calahorra, arribaron a lo que era entonces un poblado sin romanizar y tras un extraño periplo en una barca de piedra. Una embarcación cuya flotabilidad dejó estupefactos a gente tan marinera como lo es la cántabra. Ante tanta maravilla, a estas cabezas mártires las nombraron patrones locales, como no era para menos habiendo llegado como lo hicieron a las hermosas playas del Sardinero y en aquellas condiciones. Fueron centenares, cientos de miles, los cristianos que perdieron la cabeza por la fe. Pero vayamos con los casos curiosos e importantes, con los conocidos por todos.
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Decapitación de San Pablo |
La decapitación de de San Pablo apóstol provocó una escena insólita, no tanto como su caída del caballo en Damasco, pero particularmente interesante. Tras ser tajantemente cortada, la cabeza del apóstol golpeó tres veces al caer, haciéndolo en tres sitios distintos de donde surgieron manantiales de aguas cristalinas. Saulo de Tarso, tras un largo periplo por todas las regiones conocidas entonces, y una procelosa travesía mediterránea -con naufragio incluido-, fue condenado en Roma por propagandista de su fe, y su cabeza fue segada por el sable de un soldado a las órdenes de Nerón –que no podía ser otro quien tomase tal decisión-.
Recreamos la imagen y resulta sensacional: la caída de la testa sangrante del túmulo patíbulo, rebotando varias veces, girando sobre sí misma con los ojos bien abiertos, el fluir de un arroyo de agua clara tras el sanguinolento acto. Así acabó sus días en la tierra el santo más epistolar, apóstol de los gentiles. Maravillas, maravillas de la fe.
Y qué decir de nuestro santo mayor, estrella del firmamento, cometa que ha guiado a millones de jubilosos peregrinos, y protagonista de muchas de las mejores aventuras, el apóstol Santiago. Santiago de Compostela, el hijo del Zebedeo, hermano de San Juan, el favorito de Jesús.
Santiago, patrón de España, después de confundir a todos con sus andanzas en vida, fue decapitado en Jerusalén, por orden del rey de Judea, Herodes Antipas, –otro que se las traía-. Después de muchos, muchísimos años, así como seis o siete siglos, su cadáver apareció en Iria Flavia, en Galicia, en una tumba de piedra. Nadie ha sabido como llegaron allí los restos del Santo que se presentaba en el féretro con la cabeza en sus brazos, en vez de tenerla sobre sus hombros. El amigo de Cristo, quien consolase a Jesús de Nazaret en el Huerto de los Olivos, íntimo de la Virgen María, llegó hasta nuestro Finisterre con la apostólica intención de establecerse en la Gloria, para lo que le harían un soberbio pórtico primero, y una colosal basílica después. Él, por su parte, parece se comprometió a pasearse con un blanco corcel por aquellos cielos bajo los que se librara una batalla, blandiendo su espada triunfadora, para lo que tomó el nombre de Santiago Matamoros, pues eran tiempos de reconquista del solar hispano y luchas contra el Infiel. Pasados algunos siglos, también habría de prestar sus servicios en el Nuevo Mundo, pues las cosas no fueron fáciles con los Aztecas, con los Incas y en el Arauco vibrador. En estas presentaciones posteriores, en estas revelaciones, el Santo Apóstol volvió aparecer entero y a caballo, sobre su famoso corcel del que, a pesar de su eterno fulgor, la gente siempre se preguntaba cual era su color.
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Zurbarán, 1639. Martirio de Santiago. |
San Pablo y Santiago fueron los primeros decapitados cristianos, los primeros del siglo primero d. C. Quienes con sus muertes resultaron ser modelos de otros conversos y de otras decapitaciones, quienes marcaron tendencia. Eran los más Santos Apóstoles, apóstoles mayúsculos, a los que los nuevos cristianos tenían que seguir, los miles y miles de discípulos que observarían sus consejos, y los cientos y cientos de mártires que surgirían de entre ellos.
No es que la decapitación se pusiera de moda, pero como fuere que era la manera como se castigaba frecuentemente, y muchos cristianos querían ser mártires, pues rodaron montones de cabezas de entre sus filas, de aquellos que luego serían santos, santos varones y hembras. Son incontables los que perdieron su vida en aquellos siglos y en los que siguieron después, y, como se ha dicho, fue muy común perder la cabeza por las virtudes teologales: la fe, la esperanza o la caridad. Unos por que no podían esperar el Apocalipsis, otros ni pensar aguantar hasta la Parusía de Cristo (su vuelta a la Tierra), otros muchos por bondad infinita, los más por testarudez. Y siendo como eran, muy solidarios, y poco proclives a las virtudes cardinales, -prudencia, templanza y demás-, fueron cayendo sus testas sangrantes en todo el orbe romano, cristiano y bárbaro.
¿Qué prudencia? ¿Qué templanza?, observando bacanal tras bacanal, guerras, impuestos y castigos, en medio de la decadente Caída del Imperio Romano, y la llegada de las hordas asiáticas venidas del Este, arrastradas por los fortísimos vientos siberianos, que lo hicieron con especial ímpetu, con salvaje virulencia, y un mejor dominio del degollamiento y la decapitación. Los que venían de Tartaria daban fenomenalmente el sablazo, los miles de sablazos con los que extendieron su particular terror.
Del Este… ni mentar ahora. Tamerlán, Gengis Khan, o zares como Iván el Terrible, cortaron cabezas cuando les vino en gana y en geografías muy amplias, durante muchos siglos. Fabulosos jinetes, sus guerreros eran duchos en segar cabezas a destajo. Pero es que en los términos privados también eran bastante salvajes. Iván IV, el Terrible, trató de decapitar a su propio hijo a bastonazos. Sádico sicópata, sacaba los ojos a los constructores de sus palacios y basílicas para que no reprodujesen tales maravillas. Tenía su particular forma de agradecimiento. Éste del Este fue un monarca más que singular, forjador de la Rusia Madre de Todas las Rusias, del que se tienen buenos retratos, uno de ellos del gran Ilya Repin, que recuerda el Saturno devorador de Goya. Es un personaje del final del Medievo eslavo, clave de la Historia Rusa, pero si tuviera que mencionar a éstos pueblos profundos de las estepas, ocultos en los fríos bosques de abedules, habría que repasar a tártaros, a mogoles, a cosacos y caucásicos, ¡uf!, nos asustaríamos.
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Illya Repin, 1885. Iván el terrible y su hijo Iván |
Era una vida agitada la de los fundadores de nuestra cultura. Únicas Salomé y su madre Herodías, malvadas pero que muy malvadas, perversas que le cortaron la cabeza al bueno del Bautista vestido con una piel de cordero y que tenía una disposición mirífica con todos. Sobresaliente Judith la de Holofernes. ¡Qué carácter y belleza! Únicos Artemisia y Caravaggio, Rembrandt y tantos otros pintores y artistas como el gran Tiziano, que también retrató varias de estas decapitaciones con gran lujo de detalles durante su longeva existencia. Eterno Tiziano, inconmensurable, ¿cómo se dice ahora? Sí, así: la excelencia de Tiziano.
Un arte fascinante y siniestro el de los lúgubres tenebristas, pintores que cuando veían una calavera, inmediatamente y sin dudarlo, la utilizaban como tintero en la mesa del santo retratado, ya fuera padre de la Iglesia o no; algo mucho más sofisticado que los bárbaros que bebían cerveza en los cráneos de sus enemigos, cuando no la sangre de éstos. Ya era excesivo que bebiesen en los cuernos que algunos lucían en sus cascos, pero hacerlo en calaveras, era casi telúrico. Muchos artistas del barroco y posteriores abundaron en cabezas cortadas, pero más comúnmente con los cráneos de las mismas, lo cual no es lo mismo, es infinitamente más leve. En cualquier caso, la iconografía que observamos a este respecto, es sobrecogedora e interesantísima. ¿Cuántos santos hemos visto con calavera próxima, en la mesa o incluso en sus manos? Un imaginario fúnebre que se continuaría a lo largo de los siglos de las artes, si bien iría perdiendo carácter y representación.
En el inicio del siglo en que nacimos, también lo hizo el cubismo para desazón de académicos y con un gusto relativo, estilo en el que también se cortan cabezas y se descuartiza mayormente sin causar gran impresión. En este estilo y en los que le siguieron, las imágenes no suelen quedar bien perfiladas, y la abstracción de las mismas no arroja los mismos resultados estéticos o emocionales, ni mucho menos. En las decapitaciones del arte contemporáneo te lo tienen que contar mucho para entenderlo un poco. (Particularmente, recomendaría a estos abstractos prestasen más atención al rojo magenta, ese rojo de la sangre que vemos en los lienzos expuestos en la Galería Doria-Pamphilli, en la Barberini, ambas en Roma, en el Louvre, en la Tetriakov de Moscú, o en el Museo del Prado, donde tenemos suficiente tenebrismo, y contamos con los grandes maestros, casi podríamos decir que con sus primeros espadas.)
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Tiziano. Salomé con la cabeza del Bautista. |
¡Uf! ¡Qué mañana! Mañana de cabezas cortadas. Así ha venido. Tras un hermoso amanecer he elegido un tema realmente especial. Sangrante pero divertido, muy entretenido ¿Qué tendré en mi cabeza? ¿Qué cabeza la mía? Se me está poniendo un nudo en el cuello, cierto dolor cervical. ¿Pensamientos? No, no. Son sólo imágenes que llegan a esta memoria matinal y a este cuaderno en la pantalla del ordenador en el que escribo.
Encendida ahora la memoria y alejándome de lo pictórico, me viene el recuerdo de una imagen fantasmagórica como ninguna, apocalíptica y sin embargo real, una secuencia histórica que ocurrió, y que resulta ser una imagen fatal como pocas en la Historia. Ocurrió en la defensa del primer asedio a la recién fundada ciudad de Santiago de Chile, ciudad y país que amo como a pocos. Me voy a los Andes y al Pacífico. Al Aconcagua.
Inés de Suárez era la amante de Pedro de Valdivia, conquistador de aquellas regiones y hombre valiente como ninguno, pero muy ajetreado con el litigio que los habitantes aborígenes de aquellas regiones le plantearon, que no querían ser conquistados por nadie y menos por un tipo como Valdivia, del que no sabían si era buena o mala gente. Sea como fuere, un 11 S, un once de septiembre de 1541, harta la señora del asedio de los indígenas hostiles en ausencia de su amado, -y seguro que muy nerviosa-, tomó la decisión de decapitar ella misma a siete caciques que tenía como rehenes, de tomar aquella enérgica medida, impropia de la dama que se pretendía. Claro que los que la conocían no se extrañaron de su excepcional proceder, ya en el mismísimo desierto de Atacama, o muy cerca en La Puna, había hecho surgir un geiser, un manantial de agua fresca donde quiso sentarse para socorrer al fatigado ejército explorador. ¿Sería una santa? Sería una salvaje asesina defensora -muy a ultranza- de los suyos y de su propia vida. Valiente mujer.
Inés de Suárez, bravísimo personaje de la historia imperial y de conquista, ante el fabuloso acoso de las tribus araucarias, asediada hasta la extenuación, procedió como medida de extrema fuerza a cortar la cabeza de Quilicanta y otros caciques mapuches, que tenía retenidos en una celda de lo que apenas era una ciudadela en las riberas del torrencial río Mapocho. La iracunda Isabel cortó las siete cabezas de sus prisioneros con su espada, sin temblarle el pulso y de siete únicos tajos. Las enarboló por sus cabellos, -cuatro en un mano, tres en otra-, y encaramándose al derruido muro que los protegía, arrojó las cabezas a los pies de sus vociferantes enemigos en el campo de batalla, consiguiendo tal efecto sobre éstos, que un clamoroso silencio sucedió al horror de la escena, alejándose las distintas tribus, despavoridas ante la locura de semejante hidra que emergía de la ciudad en llamas. Se paró la batalla. Inés clamó al cielo y no sé si la oyó con tanto fragor como el que había en la ciudad incendiada. En días anteriores había aparecido Santiago con su corcel en los cielos de la región, pero no recuerdo si ese día llegó o apareció más tarde, no recuerdo lo que contaron al respecto. La ciudad de Santiago de Chile sobreviviría al ataque indígena y comenzaría su refundación. Salvaje Inés, Inés del alma mía tituló su novela sobre este personaje Isabel Allende.
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Inés de Suárez |
Otros casos de decapitaciones famosos y comentadísimos, son los de las reinas inglesas, -pobres reina ricas-, cuyas ejecuciones promovió Enrique VIII, rey singular y plural en lo que a casamientos se refiere, obeso y obseso monarca, un tanto desalmado. Son regicidios en tránsito a la Edad Moderna, que han dado lugar a extensísima literatura, siendo causas primeras de cruentos divorcios.
En Inglaterra, al año siguiente del hecho narrado en la fundación de la capital de Chile, separaron de su cuerpo la cabeza y el cuello de Catalina Howard, quinta esposa de este monarca, dama vanidosa y adúltera, cuyos amoríos extraconyugales fueron una absoluta temeridad, conociendo el carácter de su consorte y la disposición hacia sus esposas que todos sabemos. Juzgada, condenada y encerrada en la Torre de Londres los días previos a su condena, su comportamiento tuvo verdadera gracia. Reina coqueta, con una especial autoestima, ensayó el día y la noche precedentes a su ejecución, como colocaría su cabeza en el momento de la decapitación. Su gran preocupación era como saldría todo, que la vieran guapa. No sabemos que pasó por su cabeza todavía pensante, pero parece que le preocuparon todos los detalles.
Seis años antes, Enrique VIII había mandado decapitar a su anterior esposa Ana Bolena, una reina que se prometía estupenda, pero que le duró apenas tres años. Ana Bolena da mucha pena. Era una preciosidad y un encanto que sólo disfrutó mil días el reinado, pues no le dio el hijo varón que deseaba el cismático rey. Con ambas decapitadas tuvieron a bien sustituir el hacha por el sable más noble, no en vano las señoras eran quienes eran, y el movimiento y corte de la espada resultaban mucho más estéticos, una ejecución menos rústica y salvaje que con el hacha que generalmente usaban los anglos, jutos y sajones, (que no podían llamarse de otra manera estos pueblos bárbaros británicos).
Los ingleses tuvieron gran afición por las decapitaciones. Fueron los primeros en la Historia Moderna que cortaron la cabeza a su rey limitando su poder de forma taxativa, de forma tajante. Un siglo más tarde a las ejecuciones de estas reinas inocentes, bajo la supervisión de Oliverio Cromwell, llevaron a su monarca Carlos I al cadalso y le cortaron la cabeza por importantes desacuerdos políticos que ahora no vienen al caso. Este Carlos Estuardo tuvo un complicadísimo reinado. No era muy proclive a parlamentar con nadie, creyéndose con la verdad absoluta por la gracia divina, lo cual le complicó la existencia hasta su desgraciado final. Esto de la Providencia Divina a las monarquías les iba a dar serios –severos- problemas de cabeza, les hizo perderla. Cromwell, fundamental en la historia de aquel país y del Occidente entero, llevó a este rey al cadalso para inaugurar una república que no duraría mucho.
Dos curiosidades en relación con este rey y su decapitación. No mucho antes de que ésta se produjese, Anthony van Dyck, el soberbio retratista maestro de muchos otros, harto de pintar de todas las maneras al monarca, retrató su cabeza tres veces en un mismo lienzo, una extravagancia pictórica para la época. Y hay que decir como anécdota extrema, que tras la ejecución, Cromwell, proclamado -nada más y nada menos- que Lord Protector, tuvo la magnanimidad y delicadeza de mandar recomponer el cadáver del monarca, para que su familia no se emocionase excesivamente en el duelo. Cosió la cabeza del monarca al cuello, ya limpio y sin sangre.
Los franceses no pueden decir que fueron los primeros regicidas. Tardarían ciento cuarenta años en tirar la cabeza de Luis XVI a un cubo de cuero. Luego sí, luego batieron los récords que conocemos. Tantas y tantas decapitaciones debemos a la guillotina, instrumento reinventado de un modelo italiano, con la amable intención de aliviar el sufrimiento de los condenados. El hacha no siempre cortaba a la primera, y se trataba de no ser demasiado crueles, que tal masacre se pretendía Justicia Popular, mayúscula en términos cuantitativos, y minúscula en los cualitativos legales. (Contra esta sofisticación técnica, alguien diría en la prensa inglesa, que con la guillotina se iba a perder el arte de matar.)
A la guillotina le debemos mucho, tanto para bien como para mal. Ha dado mucho que hablar, mucho pero que mucho. Leí que alguien decía que nuestro país no disfrutó del proceso de decapitación francés, del Terror de Robespierre y los suyos, y que por eso nuestra historia era como era. Lo puedo suscribir. Tengo una doble opinión al respecto, (incluso triple), pero es algo que no viene al caso en estos momentos. Estamos con otra cosa, con algunas imágenes del asunto, algunas tan particulares como las señaladas, las que vienen surgiendo en el discurrir de estos párrafos.
Decía mi favorito Tomás De Quincey, superior maestro en esto de las artes asesinas -al menos en lo literario-, que el asesinato, siendo una labor sublime, era una forma de comportamiento altamente inadecuada. ¿Qué diría de esto que ahora escribo? Con sus argumentos me haría perder las meninges.
No. No es el resultado de ninguna obsesión, querido lector, esto de las cabezas separadas del cuerpo. Particularmente me harté, estudiando Historia Antigua en la universidad, de bustos y troncos griegos y romanos. No soy tan macabro como para tener cerca ninguna figura decapitada, ninguna cabeza cortada, ningún cráneo próximo. Sólo un busto de mi padre quien, probablemente, censuraría leer estos versos macabros. Insisto, este tema ha surgido repentino. Pero bien es cierto que a mi izquierda, en mi mesa, en la que ahora escribo, tengo una reproducción del cuadro de Delacroix, La Libertad guiando al pueblo, a Marianne enarbolando la bandera tricolor, seguida de una famélica legión. ¿Dónde se dirigen? A las barricadas, a los parapetos. No fue la misma revolución la que nos cuenta Delacroix en este cuadro, (que fue la posterior de 1830), pero a mí me hace evocar los sucesos del Terror con Robespierre y los suyos. Parece que la bella exhibicionista, La Libertad del cuadro, nos conduce a la guillotina, a contemplar la orgía de la sangre vertida por las miles de cabezas que la Francia revolucionaria segó. Romántico Eugène Delacroix.
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Eugenio Delacroix (1830) La Libertad guiando al pueblo |
Ante la contemplación del hermosísimo cuadro y el recuerdo de aquellos sucesos, evoco con cierto júbilo el desmán producido. Ese horror festivo con el que inauguraban la Historia Contemporánea. Una tragedia espectacular y aplaudida por muchos, en la que algunos sicóticos, ebrios de odio, se disponían debajo del patíbulo para frotarse las manos con la sangre derramada, y observar de cerca las cabezas rodantes que por centenares caían. Los cadalsos también estaban pintados de rojo, para que la sangre, que a borbotones salía de los cuellos, no impresionase tanto.
Lo del Terror fue bestial, miles de testas de toda condición, rebasando los cubos de cuero y hojalata donde eran arrojadas. Todos sabemos como fue aquello. El momento cumbre fue la decapitación de María Antonieta, quien representaba tantas coronas, a Habsburgos y Borbones, quien era la más reina de las reinas, y a la que tenían más odio que a ninguna, a la que vistieron con una cofia blanca y un chal prestados por no enviarla desnuda, que ello hubiera sido un escándalo infinito. Su marido, Luis XVI, estuvo más digno en el patíbulo, vestido con una casaca de un azul desvaído, proclamando su inocencia y deseando la felicidad al pueblo francés, declaración que hizo a su famoso verdugo Sanson, de los verdugos Sanson franceses de toda la vida, con siete generaciones decapitando.
Así era el inicio del estudio de la Historia Contemporánea. (Empezaba el curso con la Revolución Francesa y de ahí no salíamos hasta mayo. No era para menos con sucesos tan impactantes.) Pero voy a dejar este tema que es muy largo y el coro de Danton, Marat y Saint Just es muy tétrico y muy político. Fue tal el Totum Revolutum que los propios justicieros fueron ajusticiados como granujas en la máquina que ellos pusieron a todo ritmo. Estos asuntos revolucionarios son exageradísimos y nos obligarían a evocar los Campos de la Muerte camboyanos, a Pol Pot, lo pior de lo pior, y ya he dicho que no hablaría del Oriente.
He recordado estas imágenes del Arte y esta última de los días del Terror revolucionario francés, pero también están las escenas de las decapitaciones piratas tan comunes y que conocemos mejor que bien. Hemos jugado desde niños a ello, y son divertidas, sin duda. Su recuerdo es recreativo y muy ameno, pero no impresionan mucho, han llegado a ser cómicas incluso. Demasiado calor caribeño, exceso de ron y palabras mal sonantes, una tosca lascivia. Las decapitaciones piratas se descalifican muchas veces por lo grosero de las mismas, por su abundamiento poco selectivo. Tantas patas de palo, tantos brazos con garfio, tanto tuerto, y tanta calavera sobre tela negra. El que vuele una cabeza segada por un sable no causa mayor efecto. Por más que tengan su isla de las cabezas cortadas, no ofrecen, ahora, el interés necesario para quien esto escribe.
Por el contrario, sí resulta muy interesante recordar los senderos de testas decapitadas que tuvieron que recorrer los exploradores victorianos. Caminos sangrientos que estos aventureros tuvieron que seguir –aterrorizados- para acceder a entrevistarse con algunos jefes de tribu a los que necesitaban, o iban encontrando en su afán descubridor. El África Oscura, un continente complicadísimo –en mucho demoníaco-, que se empeñaron en explorar teniendo que sufrir lo imposible, viendo cosas que no quisieron haber visto, y teniéndolo que contar después y que te creyeran. Speke, colega del capitán Burton, se suicidó o se mató minutos antes de exponer sus descubrimientos en la región de los Grandes Lagos. David Livingstone, no quiso ni volver. Enviaron su corazón a Londres por correo.
No sé ahora si es sir Richard Francis Burton o Henry Morton Stanley, quien nos relata el horror –ese horror mayúsculo- de seguir un camino jalonado de cabezas atravesando selvas impenetrables, con las fiebres que todos contraen cuando se respiran lenguas de fuego y los insectos velan tu mirada. Bravos, muy bravos fueron estos exploradores. La fortaleza, el ánimo, la resistencia demostrada; la compostura que habían de tener aquellos distinguidos descubridores ingleses, tan británicos ellos, para presentarse ante quienes así los recibían. El horror de Conrad en su Corazón de las Tinieblas ya lo describía el capitán Burton. Mojones de brillantes dentaduras blancas entre enormes labios violáceos, rizosas cabelleras como erizos, ojos revueltos en el dolor último, sobre el paño de su propia sangre. Un mundo más que extraño, Tutsis, pigmeos, orangutanes, cocodrilos, serpientes infinitas. ¡Santo Cielo maldito! Pobres Burton y Livingstone, lo que tuvieron que ver. ¡Que espectáculos! Qué maneras las de aquellos zulús o bantús, lo que fueran aquellos salvajes. Una cosa de locos -incluso el recordarlo-, pero nadie me discutirá que la imagen de dichos senderos de cabezas infernales, caminos serpenteantes entre lianas como víboras bífidas, no puede ser más poderosa, terrible, acongojante. El horror. En su día no pudieron retratar estas escenas, pero sí lo reflejaron sus escritos.
El mío lo dejaré aquí. Concluiré, sufrido lector.
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Rembrandt, 1635. El sacrificio de Isaac |
No creáis amigos que estoy loco. Sólo un poco. Nada se me ha ocurrido más interesante para pasar la mañana de este tranquilo domingo, en el que una brisa deliciosa entra por mi ventana, ofreciéndome su rumor en un mar dorado por este sol del invierno. Imágenes excesivas que trato de recrear, de las que dejo esta somera constancia escrita.
Empecé con Sachs, seguí con Dylan y los barrocos, con Salomé y con Holofernes, con asirios y romanos. En fin. Vaya mañana que he tenido. Llega el mediodía y releo. Después de lo expuesto, especialmente tras el breve comentario sobre el Terror revolucionario francés, se me ocurre que ¿por qué no? Que no estaría mal este espectáculo salvaje, ciertamente. Uno puede tener un mal sueño, que puede no serlo tanto, y no es un extravagante complejo onírico el pensar o desear que rueden muchas cabezas, ver la sangre de algunos sobre la arena. Que no fuesen pocas. Sin acritud, frente al mar imagino un paisaje de cabezas desmelenadas, como medusas flotando en el agua que acaricia la orilla, traídas por las breves olas, varando en la arena de la playa.
Me despido amigo lector, paso a beber un aperitivo, que no será otro que un leve Bloody Marie con una hojita de apio, lo tomaré frente el busto de mi padre que realizase Lorenzo Frechilla, el hermano del gran pianista. Desafortunadamente no heredé el precioso San Miguel blandiendo su espada sobre el cuello del diablo, aquella talla que alentase mis musicales estudios infantiles. Tengo en la cabeza otras tantas como las comentadas, el lector dirá si le interesan. Durante el aperitivo, un tercer amigo de apellido cardenalicio –nada menos-, me recuerda la cabeza de la medusa sostenida por Perseo, el bronce florentino del divino orfebre y escultor renacentista, también truhán y asesino, que fue Benvenuto Cellini. En fin, son bellos recuerdos.
Deseo al lector un día espléndido y le invito a buscar en sus libros o en la red, las pinturas sobre Judith y Holofernes de Simon Vouet, de Cristofano Allori, del Veronés, o pensar si en estos días que vivimos no le gustaría ver cabezas like a rolling stones.
P.D. Hay muertos vivientes, almas en pena, ángeles del infierno. Como también existen corazones solitarios, magníficas obsesiones, plegarias desatendidas… boquitas pintadas… qué sé yo. ¿Trágico? ¿Gótico? ¿Cubista? No, ni mucho menos. Hoy se trataba de cabezas cortadas. Mañana puede que sean eso… boquitas pintadas.
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Caravaggio. Salomé con la cabeza del Bautista. (1607) |
Enrique López Viejo (Valladolid, 1958-Madrid 2016). Es el autor
de Tres rusos muy rusos. Herzen, Bakunin y Kropotkin (Melusina,
2008) Pierre Drieu la Rochelle. El aciago seductor (Melusina,
2009) y La Vida crápula de Maurice Sachs (Melusina, 2012),
Francisco Iturrino, memoria y semblanza y La culpa fue de Baudelaire (El
Desvelo, 2015).
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