Un ángel conduce a un alma por las regiones infernales. El Bosco. Siglo XVI
Hay que ver lo que cunden 140 páginas. En este libro de Antonio Pau, Herejes, se incluyen (aparte de un Prólogo y, al final, las Ilustraciones y unas notas sobre “la perspectiva actual”) semblanzas de 22 cristianos que se apartaron del que en su momento era el dogma. Semblanza de cada quien y también aplauso, aunque con contención, sin caer en el arrobo. Los protagonistas son, por estricto orden de aparición, que coincide (salvo entre los números 12 a 19: la edad de la reforma, para entendernos) con el cronológico:
1. Marción (Sínope, 85 – Roma, 160). El fundador de la estirpe
2. Valentín el gnóstico (Egipto, 100 – Chipre, 160). Sin los gnósticos, como bien puso de relieve en 1966 el Congreso celebrado en Messina, el cristianismo -más aún, el pensamiento occidental- resultaría sencillamente ininteligible.
3. Apolinar de Laodicea (Lataquia, Siria, 310 – Constantinopla, 382).
- Joviniano, contario al ascetismo y fallecido en 405.
- Pelagio (Islas británicas, 360 – Palestina, 420). Nada menos que el polemista con Agustín de Hipona.
- Vigilancio (Comminges, Aquitania, 370 – 400). Con ese nombre -y ese origen galo-, tenía que ser efectivamente alguien curioso. También vino a este mundo a discutir: con San Jerónimo, nada menos. No se recató en calificar el celibato y los votos monásticos como manantiales de desórdenes. Resulta todo menos ilógico que los protestantes hayan terminado apropiándose de su herencia.

Paisaje infernal. Anónimo
- Pedro Valdo (Lyon, 1140 -1218). Un personaje, por cierto. No es vano se le tiene como uno de los padres de lo que en el siglo XVI sería la reforma.
- Amalrico de Bene (Chartres, 1150 – París, 1206).
- Arnau de Vilanova (Valencia, 1240 – Génova, 1311). El que por cierto da nombre al Hospital de Lleida que, lleno de desgracias, vemos muchos días en los telediarios.
- Dulcino de Novara (1250 – 1307). Continuador del milenarismo de Gerardo Sagarelli -el fin de los tiempos está próximo, el espíritu se apresta a descender- y fundador de los Hermanos Apostólicos. No es de extrañar que el papa Clemente V, el primero de los de Aviñón, lo enviara a morir en el fuego.
- El maestro Eckart (Turingia, 1260 – Aviñón, 1328). Palabras mayores: dominico y profesor -de ahí lo de Maister– en París. El místico por excelencia.
- Diego de Marchena. El segundo español de la lista. De la orden jerónima, aunque judaizante. En 1485 fue quemado en la hoguera, uno más, aunque ahora en Guadalupe. El libro “A la sombra de la Virgen”, de Gretchen. D. Starr-Le Beau, explica muy bien la aterradora historia. Y eso por no hablar del trabajo “El monasterio de Guadalupe y la Inquisición”, de Elisa Ruiz García y Enrique Llopis Agelán.
- Isabel de la Cruz, franciscana de Guadalajara, fundadora de las Alumbradistas. Personaje central en la Castilla en el primer tercio del siglo XVI.
- Menno Simons (Países Bajos, 1496 – la actual Schleswig-Holstein, 1561). Con los anabaptistas de Münster hemos topado. Y, al fondo de todo, por supuesto, un Juan de Leiden.

Miguel Servet
- Miguel Servet (Villanueva de Sijena, 1509 ó 1511 – Ginebra, 1553). Otro de los nuestros, quizá el más conocido de todos. También murió en la pira, como es notorio: a Calvino no le gustaban las bromas.
- Fausto Locino (Siena, 1539 – Polonia, 1604). Su condición de italiano no le impidió mostrarse antitridentino. En él encuentran sus raíces los unitaristas, que abjuran de la Trinidad porque Dios no hay más que uno y Jesús no participa de su naturaleza.
- Andreas Bodenstein (Karlstadt, 1486 – Basilea, 1541). También conocido por el nombre de su ciudad natal. Nada partidario de Roma pero tampoco precisamente devoto de Lutero. Para entender la guerra de los campesinos alemanes hay que tenerlo presente. Murió de peste bubónica.
- Jacob Böhme (Görlitz, 1575 – 1624). Ya luterano del todo: no en vano su ciudad es hoy la más oriental de Alemania. Precursor de los idealistas del siglo XVIII: nada menos que un Hegel o un Schelling.
- Antonio de Rojas Manique (1458 – Astudillo, 1527). Un verdadero hombre de Estado: nada menos que Presidente del Consejo de Castilla, entre 1519 y 1524, sin dejar nunca de ser un religioso.
- María Jesús de Agreda (1602-1665: en esa ciudad soriana nació y murió sin apenas haberse movido). O sea, María Coronel y Arana en el siglo. Su correspondencia con Felipe IV representa, como ha destacado Alfredo Alvar en su biografía del rey, lo más interesante de esa época.
- Miguel de Molinos (Muniesa, Teruel, 1628 – Roma, 1696). Otro místico, quietista incluso.
Y 22. Janet Horne, muerta en 1727 entre acusaciones de brujería. Lástima que no hubiese estado en Zugarramurdi: Julio Caro Baroja le habría dedicado mucha atención.
Hasta aquí, el índice del libro. Las semblanzas de 22 personas que no se acomodaron a lo que era su tiempo. Herejes, como reza el título.
¿Por qué los ha seleccionado el autor? Dicho de otra manera y con más precisión: ¿por qué no aparecen en la lista los más mediáticos -vamos a emplear esa palabra-, como Arrio o Lutero o, por supuesto, Hus, checo entre los checos? ¿Ni tampoco un Duns Scoto o un Guillermo de Occam, que son los que, uno desde Colonia y otro desde Munich, verdaderamente rompen con lo heredado? El autor ha querido hacerlo así y no resulta difícil alabarle el gusto.
No es un libro de historia (inversa) del cristianismo: el credo de Nicea de 325, por ejemplo, brilla por su ausencia, pese a tratarse del primero de los intentos de crear un corpus doctrinal en lo que hasta entonces, y pese a los esfuerzos de San Irineo al seleccionar los libros a incluir en el Nuevo Testamento, era sólo un semillero de opiniones muy dispersas, como Antonio Piñero ha explicado muy bien. De hecho, a los papas, o a los concilios, se les menciona rara vez. Tampoco se trata de un ejercicio de lo que los alemanes llaman “Dogmengeschichte”, es decir, historia de los dogmas, o sea, las ideas contra las cuales estos 22 personajes combatieron. Es algo cualitativamente distinto a todo eso: una suerte de biografía colectiva, bien que extendida a lo largo de muchas centurias. Hasta comienzos del siglo XVIII, como se acaba de indicar.

Antonio Pau
Tenía razón Sainte-Beuve al afirmar que un libro resulta indisociable de su autor, como la rama no se entiende sin el tronco: Pau es hombre inquieto -también, en ese sentido, un hereje- y, quizá por eso mismo -la causa y efecto se retroalimentan- un admirador profundo de las culturas germánicas, que conoce al dedillo. Y bien sabe Dios que no es algo frecuente entre españoles, donde la visión sobre lo sucedido al otro lado del Rhin -sobre todo, en lo que hace a las ideas, que es lo que acaba explicándolo todo- siempre está llena de tópicos y estereotipos.
¿Estamos acaso, en lo que hace a España, ante un reverso de la historia de los heterodoxos, a modo de réplica del libro de Don Marcelino, tan esencialista -y tan poco proclive a los disidentes- él? No. Eso, menos que nada.
¿Algo que ver con “El hereje”, de Miguel Delibes, la novela histórica con la biografía del gran Cipriano Salcedo, el comerciante de Valladolid que también acabó en las llamas? Nada, ni por género ni por estilo. Buenísimas las dos cosas, pero, salvo el nombre, con nada en común.
¿Tal vez un libro de eso que, desde Jacques le Goff, conocemos como historia de las mentalidades? Pudiera ser, pero tampoco del todo, porque esas 22 personas fueron sobre todo individuos -a su vez, condenados al aislamiento-, sin perjuicio de que más tarde -a veces, con siglos de por medio- muchos de sus planteamientos acabasen extendiéndose e incluso alcanzaran a representar sentires generales.
En suma, un libro de los que hay que leer. Inclasificable, como lo es su autor. Un lujazo ambos: la obra y quien la ha dado a la luz.