Parece que de un tiempo a esta parte, yo lo achaco al desprestigio de la era industrial que anida profundamente, lo quiera o no, en el inconsciente del hombre de hoy día, preocupado por la ecología, las nuevas tecnologías y los modos alternativos de enfrentarse a la urbanización que todo lo puede, algunos jóvenes han descubierto los valores de una película, Surcos, que el Régimen franquista sólo tuvo una semana en cartelera y tampoco fue, ya en tiempos socialdemócratas y liberales, desde los gobiernos de Felipe González o José María Aznar y sus consiguientes sucesores, reivindicada ni mucho ni poco, relegada a la geografía del Limbo, hasta el punto de que aparece de vez en cuando, al modo del Buque Fantasma, en alguna programación televisiva pero que, como éste, goza de una condición espectral, como si estuviese buscando su lugar fuera del Limbo, que es el lugar espectral por excelencia.

Ya esa condición espectral se apreciaba en la portada de la película, que firmaba el guionista: “Hasta las últimas aldeas llegan las sugestiones de la ciudad, convidando a los labradores a desertar del terruño, con promesas de fáciles riquezas. Recibiendo de la urbe tentaciones, sin preparación para resistirlas y conducirlas, estos  campesinos que han perdido el campo y no han ganado la muy difícil civilización, son árboles sin raíces, astilla de suburbio que la vida destroza y corrompe”. Atendamos a estas cortas líneas pues aquí se halla el meollo de lo que conviene comentar.

Dirigida por José Antonio Nieves Conde en 1951, con guión de Eugenio Montes y Natividad Zaro y arreglado y mejorado por Gonzalo Torrente Ballester, y con Luís Peña, Félix Dafauce, Maria Asquerino y Marisa de Leza como intérpretes principales, la película está considerada como una de las grandes del neorrealismo español y lo cierto es que hay escenas, con unos planos expresionistas dignos de encomio, que elevan a este film como uno de los mejores del cine español. Hay escenas memorables, los planos de la siderurgia en Legazpi, el ambiente del Paseo de Delicias y Embajadores donde tiene su oficina “El Chamberlain” ( a notar el alias del delincuente interpretado por Félix Dafauce, evidentemente peyorativo y que desde luego no podía aludir a la elegancia del Primer Ministro Británico ya que todo indica un guiño por parte de los guionistas, falangistas de pro, sobre la flojedad del ministro, considerado débil y liberal) el barrio de Lavapiés y, desde luego, la  excelencia en la interpretación de Luís Peña, María Asquerino y, sobre todo, Marisa de Leza… Ni que decir tiene que el film fue censurado en los tiempos del recién creado Ministerio de Información y Turismo, con Arias Salgado a cargo del mismo y que la película desveló las contradicciones ideológicas del Régimen, construido por Ramón Serrano Suñer en un saco donde se juntaban elementos ideológicos fascistas junto a tenues olores carlistas a lo Vázquez de Mella, monárquicos y, por ende, elementos sacados del tradicionalismo español de Donoso Cortés… popurrí que contenía tantas contradicciones que éstas estallaban en algún momento y nada resume esas contradicciones como el cuadro de Franco que pintó Zuloaga y que representa a éste con la parafernalia simbólica del Régimen… aquí el uniforme se transforma en disfraz.

Y Surcos fue película que reveló esas contradicciones ya que el film es una crítica al campesino que emigraba a la ciudad en busca de una mejora de su vida y se encontraba con el crimen organizado, proxenetas por doquier y obreros que se reían de los paletos, es decir, esos pertenecientes a una clase social que pueblan los suburbios, que se llaman obreros y que son proclives al socialismo cuando no al comunismo. Surcos se enmarca dentro de esa tradición de la derecha española tradicionalista que siempre vio con ojos de espanto los suburbios de la industrialización y que se dedicaba a ensalzar las virtudes del agro y que influyó grandemente en cierta facción del fascismo español, las Juntas Castellanas de Acción Hispánicas, comandadas por Onésimo Redondo y pertenecientes a las JONS, reivindicadores del Agro sobre todas las cosas, si era de Castilla mejor que mejor, que  se apropiaron del  jugo y las flechas, emblema de los Reyes Católicos, como símbolo del Partido y que, creo, era lo más parecido, versión Valladolid, de las SA hitlerianas, que denostaban la acción corruptora de la ciudad, Berlín como nueva Babel, y movimiento con el que coqueteó Martin Heidegger, pensador afín a ese menosprecio de corte y alabanza de aldea que en tiempos más recientes alcanzó su trágica resolución en el exterminio de lo urbano por parte de los Jemeres Rojos y su líder Pol Pot, donde se asesinó a la cuarta parte de la población de Camboya.

 

Escena de la película Surcos con Luis Peña, María Asquerino y Marisa de Leza

 

El Régimen franquista que, con buen criterio creaba fábricas para industrializar el país a la  espera de hacer, más tarde, de España un paraíso turístico, entrando en los países hacedores de la economía de servicios una vez se dio cuenta de que no podía competir con la industrialización europea, produjo una emigración enorme de un campesinado que huía de la miseria ancestral y acudía a Madrid y Barcelona y Bilbao como núcleos donde poder mejorar sus condiciones de vida, lo que a la larga se produjo con los Planes de Desarrollo y la creación de una clase media incipiente capaz de consumir, es decir, el triunfo de la visión realista del Opus Dei en contraposición con la protección social de la Falange que, curiosamente, producía más miseria, en un bucle que amenazaba con un enfrentamiento entre las distintas facciones del Régimen y que vino a salvar el auge del turismo. En esta ocasión tanto unos como otros se apuntaron a la especulación inmobiliaria, inversión fetiche de la burguesía española, que siempre se apuntó a la seguridad que otorga el pertenecer a la Administración y desconfiando de puertas adentro de esos empresarios anglosajones, emprendedores a quienes les gusta ver adelgazar a las instituciones del Estado pues creen que la riqueza la producen ellos y que el Estado es la gran Babilonia que les chupa la sangre. Esa desconfianza de la burguesía española ante lo suburbial tiene sus raíces más allá de la experiencia de la Segunda República y hunde su inconsciente en el horror en tiempos del Imperio de la hidalguía ante los comerciantes ingleses y holandeses, una burguesía que siempre vio con buenos ojos al pueblo bajo de las  ciudades si éstas se  adscribían al sector artesano y servicios de la aristocracia radicada en Madrid, de ahí la afortunada creación de la figura de Fortunata, de Galdós, esas hijas del pueblo sanas y llenas de virtudes… populares y ese mundo devastado que pergeña Pío Baroja en su trilogía La lucha por la vida, dando la impresión de que suburbio y miseria, delincuencia, astucia y resentimiento capaz de quemar en un momento determinado la civilización, como casi hicieron los comuneros en París en 1871, de ahí esa contradicción permanente incluso en cierta intelectualidad española adscrita a las vanguardias, como el del entrañable Edgar Neville,que en su juventud se fue a Hollywood a probar fortuna con Mihura y Jardiel Poncela, fue amigo de Charles Chaplin, uno de los creadores de La Codorniz,  pero que a la hora de retratar a las clases populares y al suburbio, lejos de lo que experimentó en las ciudades norteamericanas, expresó una nostalgia  muy Ancient Régime por el barrio popular madrileño en  filmes como Domingo de Carnaval, Mi calle y en una curiosísima película, El último caballo, protagonizada por Fernando Fernán Gómez y Conchita Montes, película donde aparece una Gran Vía llena de coches como paradigma del caos frente al skyline de Alcalá de Henares, apacible, provincial, pleno de virtudes… la película, en la que muchos han querido ver cierta reivindicación muy actual, adscrita al ecologismo y a la ideología de los Verdes, posee escenas de un subido surrealismo y que resultan deliciosas por lo disparatadas. Así, la presencia de una estupenda Conchita  Montes interpretando a una florista con un marcado acento de niña bien de Serrano y luciendo con gracia y supina elegancia un collar de perlas… naturales, of course. La película es de 1950, un año antes que se rodara Surcos, dos filmes en apariencia muy distintos pero que participan de ese espanto ante lo suburbial tan propio de la cultura española que nunca supo, por pura incapacidad, reflejar obras parecidas,y tan distintas entre ellas, como David Copperfield, Grandes Esperanzas, Los Miserables,  Manhattan Transfer, Dublineses, América, esa premonición magnífica de Kafka, Berlin Alexanderplatz, Viaje al fin de la noche o en otro orden de cosas Zazie dans le Metro, esa inolvidable creación de Raymond Queneau sobre la niña que lo único que quería de París era ir en metro o toda la estética asociada al Frente Popular, desde las películas de Renoir, Los bajos fondos, Boudou salvado de las aguas a L`Atalante, de Jean Vigo, por no hablar de la producción de la Alemania de la República de Weimar.

 

El realizador y director Jose Antonio Nieves Conde

 

Todo esto al margen de la literatura de corte revolucionario, donde el suburbio se reivindica como excusa de una determinada opción política y cuya propaganda causaba ronchas entre la tradicionalista  burguesía madrileña de los años treinta que veía con horror como los obreros de Cuatro Caminos y Vallecas abandonaban sus barrios para desplazarse al Centro, hasta entonces reservado  a las clases altas y al pueblo sano y llano  de artesanos y menestrales. De ese horror se alimentó luego la crónica mostrenca de la guerra civil del crítico teatral Tomás Borrás, parroquiano de Pombo primero y crítico más tarde el famoso café, calificándolo de cochambroso y nido de delincuencia, un vaivén similar que el que hizo abjurar a Giménez Caballero, el futurista español y “genuino fascista”, como gustaba llamarse, del racionalismo calificándolo de estilo clínica y reivindicado la arquitectura escurialense, de que tan plena está la Moncloa.

Hasta aquí el apunte de lo que me ha sugerido Surcos, unos apuntes que hunden sus raíces en un malentendido trágico en la cultura española y cuyo esbozo promete una extensión acorde en posteriores entregas a restituir un espacio propio de la Modernidad y secuestrado hasta dejarlo dejarlo reducido a raspa de sardina en nuestra tradición.