Una calle del barrio de Cuatro Caminos en 1945
1.- De 1945 sabemos que el 30 de abril se suicidó Hitler en el bunker, cuando vivía (si eso era vivir) en la atmósfera claustrofóbica y delirante que ha recogido la película El hundimiento. Los rusos estaban ya a las puertas. De hecho, hubo que esperar sólo hasta el 8 de mayo para que el nuevo dirigente alemán, el almirante Doenitz, firmase lo que la historia ha llamado la capitulación sin condiciones, la Bedingungslose Kapitulation. Y entre el 17 de julio y el 2 de agosto se celebró a pocos kilómetros de allí la Conferencia de Potsdam, donde las cuatro potencias -EEUU, Reino Unido, la Unión Soviética y también Francia- acordaron repartir el país en zonas de ocupación y Berlín en otros tantos sectores. La guerra seguiría, pero sólo en Japón, hasta las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki en septiembre.
Ni que decir tiene que bastante antes de ese mes de abril de 1945 podía vaticinarse que los nazis iban a perder la guerra. El 6 de junio de 1944 se había producido el desembarco en Normandía y a finales de agosto, con varios miles de muertos de última hora, se había liberado París, por cierto con algunos españoles, como Amado Granell, en roles estelares. En diciembre Alemania intentó una contraofensiva en las Ardenas, en Bélgica, pero la suerte ya estaba fatalmente echada en su contra.
En el frente oriental la situación en los tiempos previos a abril de 1945 no era mejor, con la diferencia de que al comienzo del conflicto los jerarcas nazis habían firmado con sus cuates soviéticos varios pactos políticos y económicos, porque el de Von Ribbentrop y Molotov no fue el único. Pero las cosas cambiaron luego y en junio de 1941 Alemania lanzó la Operación Barbarroja, que había de durar sólo hasta diciembre: apenas cinco meses y al final un fracaso absoluto. Más tarde, de 25 de agosto de 1942 a 2 de febrero de 1943, tuvieron lugar todos los enfrentamientos a los que nos referimos como la batalla de Stalingrado, la más sangrienta en la historia de la humanidad, y que concluyó militarmente con un nuevo revés para los germanos. El General invierno se muestra en Rusia enteramente implacable.
A ello hay que añadir que Italia se había cambiado de bando a partir de la invasión aliada de Sicilia en el verano de 1943. Y de Grecia se puede decir tres cuartos de lo mismo: los alemanes la habían ocupado el 6 de abril de 1941 pero en octubre de 1944 tuvieron que retirarse de la parte continental, con el único consuelo de que en Creta y otras islas permanecer un poco más.

Andrés Trapiello. Foto Carlos Ruiz B.K. Contumaz Estudio
En febrero de 1945 -el mes en el que hemos de poner el foco- se celebró en Yalta, en Crimea, del 4 al 11, una conferencia de los aliados -con Stalin como anfitrión y Churchill y Roosevelt como huéspedes- que puede verse como continuación de los acuerdos anteriores (Moscú, agosto de 1942; Casablanca, enero de 1943; El Cairo, noviembre del mismo año; y Teherán, en diciembre) o también como justo lo contrario, el inicio de la guerra fría, porque se puso de relieve que el capitalismo (o el liberalismo o la democracia o, mejor, las tres cosas juntas) y el comunismo sólo pueden coincidir en circunstancias muy especiales, cuando hay un poderoso enemigo común, como era Hitler. Lo que sucedió después de ese febrero de 1945 -la ruptura- resulta conocido y no es esta la ocasión de entretenerse en explicarlo.
En fin, apenas habrá que decir que lo acaecido en el conflicto entre 1939 y 1945, con esas idas y venidas de bandos, de gobernantes y aun de fronteras, no significa que en el interior de cada país todo fuese monolítico. Las sociedades se muestran mucho más plurales de lo que los regímenes políticos quisieran -y los libros de historia exponen- y a esas contiendas entre países se les suele añadir, dentro de cada lugar, una suerte de guerra civil y por cierto con métodos particularmente sanguinarios. A los invasores -el caso típico es la ocupación de París- siempre hay quien les da la bienvenida o al menos intenta adaptarse al medio y lo que conocemos como “liberación” -los malos se terminan yendo y los que ganan son los buenos- tiene mucho de transfuguismo colectivo. Ni todos los alemanes eran nazis ni todos los soviéticos estalinistas ni todos los italianos fascistas ni todos los franceses resistentes ni todos los americanos o ingleses demócratas. Y más aún, las cosas mutan, porque la gente cambia de chaqueta (de casaca, que diría Galdós) según el viento. Luego suele venir, sí, la venganza del triunfador, pero en ocasiones no hace falta ensañarse porque del alma humana forma parte el hecho de que los que llevaban la bandera de los que acabaron siendo los perdedores suelen arriarla por sí mismos y antes de que nadie se vea en la enojosa tesitura de tenérselo que exigir. Si de las guerras no forman parte los arcángeles, en la posterior paz no acostumbran a proliferar los héroes. El sol, siendo uno y el mismo, calienta en lugares distintos según el día y la hora y la gente se mueve todo lo que haga falta, y con la velocidad necesaria, para en cada momento buscarlo. La condición humana es así y la delación del antiguo colega forma parte de la lección primera de cualquier manual de supervivencia.
2.- En España, la guerra civil había terminado formalmente el 1 de abril de 1939 y si hubo un indiscutible derrotado fue el Partido Comunista de España (PCE), muchos de cuyos militantes cruzaron los Pirineos para, a partir de junio de 1940, enrolarse en la resistencia para luchar a brazo partido. Eran de los buenos (los amigos de los aliados, entre los que militaban los anglosajones y los soviéticos en hermandad), siendo así que Franco se ubicaba en la otra orilla, la mala, el lado de Eje, o sea, con Hitler y Mussolini. Pero, conforme la guerra mundial se decantaba y las filas de la coalición de los vencedores iban agrietándose, los comunistas españoles, algunos de ellos de vuelta aquí -en Francia se habían quedado sin trabajo en el verano de 1944: la libertad puede tener también sus inconvenientes- para continuar la actividad (y, por supuesto, siempre con modos no versallescos: la guerrilla, o si se quiere el maquis, para entendernos), las dudas fueron cundiendo, porque la línea divisoria pasó a ser otra, la de capitalismo/comunismo. Y he aquí que Franco estaba entre los primeros. Sin democracia, sí, pero plenamente entre ellos, de suerte que EEUU y el Reino Unido, y no digamos Francia, aunque en la ONU guardaran todos los escrúpulos, iban dejando de verlo como un enemigo encarnizado.
Lejos de ello, al régimen -así llamado, sin adjetivos- se le pasó a dispensar, de hecho, una suerte de indulgencia plenaria para la acción interna. El estado de guerra no se levantó hasta 1948 y la represión se mostró feroz, aunque a estas alturas sigamos sin disponer de cifras creíbles del número de fusilados. Hay quien habla de 50.000 y otros lo reducen a 20.000. Y eso sin contar con los datos económicos, que eran los propios de una sociedad mísera y hambrienta (algo, por cierto, no exclusivo de España a la sazón). El problema no era la desigualdad, como algunos señalan sobre la situación actual, sino la pobreza, que es algo del todo diferente y mucho peor.

Manifestación de duelo previa al entierro de los dos falangistas asesinados. Madrid, 1945
Papelón, sí, el de los comunistas en aquella España de comienzos de 1945, cuando la guerra mundial estaba llegando a su fin y la bandera del antifascismo iba dejando de ser suficiente para cohesionarlo todo. A la situación de conflicto que, latente o declarado, resulta consustancial en todo partido político -las purgas forman parte de la vida de esas curiosas organizaciones, nunca suficientemente estudiadas por los antropólogos- se suma lo expeditivo de los métodos en aquella época (y no sólo en la formación del camarada Stalin) y, ya el remate, el desconcierto del momento, cuando, se insiste, las viejas referencias de amigos y enemigos han dejado de existir y no las hay nuevas, de manera que no sabe uno a qué carta quedarse a punto fijo. La violencia la puede terminar sufriendo cualquiera y ser o haber sido correligionario no sólo no significa garantía de nada: capaz es lo que más juegue en tu contra. Un ambiente auténticamente dramático e irrespirable, donde cada hijo de vecino se dedica a delatar al resto del género humano, con datos reales o inventados, pensando que tal vez eso le sirva de salvoconducto. Cada individuo lleva dentro de sí una Stasi o incluso una doble Stasi, o a veces triple, no sea que mañana las cosas cambien.
Pero sin que pueda olvidarse que, a diferencia de los militantes de los partidos de hoy, siempre tan preocupados por el estómago, aquellas personas eran idealistas hasta el grado de la insensatez o incluso la paranoia: se jugaban la vida, dicho sea literalmente. Como los comandos del Daesh, por poner una referencia actual, bien que puntualizando que no como los que actúan en París o en Londres, lugares con democracia, sino como los que se desempeñan en los bajos fondos de cualquiera de los países islámicos, en los que no sabe uno cual de los dos bandos (o más, porque todos van contra todos) es el peor. Los calificativos habituales para quienes viven en la psicopatía (frikis, hiperventilados, …) se quedan cortos para retratar a esos especímenes.
En Madrid, en la calle Ávila (la continuación por el este de lo que hoy es la Avenida del General Perón, hasta enganchar por el oeste con Bravo Murillo: el castizo barrio de los Cuatro Caminos, sí) se ubicaba una sede de Falange.
Para completar el cuadro de la situación política española en aquella sazón, recordemos que en el Ministerio de Asuntos Exteriores, tras la muerte en septiembre de 1944 de Gómez-Jordana, quien vino fue José Félix de Lequerica -para echarle de comer aparte-, que sin embargo se vio sustituido en julio de 1945 por Alberto Martín-Artajo, en lo que sin duda fue un esfuerzo por hacer que la imagen del país frente al mundo resultase menos indigesta.

Fichas policiales de los comunistas detenidos
3.- Si no existiera Andrés Trapiello habría que inventárselo, porque es de los pocos -la tercera Estaña han sido siempre cuatro gatos, aunque él se haga la ilusión de lo contrario- que discute los dos relatos: el oficialista actual -plasmado en la novísima Ley de Memoria Democrática, que parte de la curiosa base de considerar que haber luchado contra una dictadura le convierte a uno eo ipso, en un demócrata, aunque su pretensión consistiera en imponer otra dictadura-, y también el que fue el discurso oficialista del franquismo. Vive proclamando un permanente J’accuse, sin dejar títere con cabeza. Todo un lujo para la vida cultural española. Los franceses -¡ay, si algún día los alcanzásemos!- dirían que es un homme de lettres y también que es de los que tienen courage. Casi nada.
Hombre que se ríe de los géneros literarios, además. Crítico literario -con especialidad en glosar no obras aisladas, sino épocas enteras- y también diarista, poeta y, ahora, historiador. Y de los de la mejor estirpe: los que piensan que España no está bíblicamente condenada a ser el incurable hermano tonto de Europa, porque en su decurso se acumulan, sí, muchas desgracias, pero tantas como en la vida de cualquier otro sitio. ¿O es que acaso, los años treinta y cuarenta del siglo XX, hay muchos países del continente que puedan blasonar de pulcritud democrática?
4.- Las dos corrientes –los sucesos del barrio madrileño de Cuatro Caminos en febrero de 1945 y el ojo agudo de Andrés Trapiello- estaban condenados a cruzarse. Lo hicieron por primera vez en 2001, pero aún no había llegado el punto de cocción de la mezcla. Ha habido que esperar más de veinte años, pero ya estamos aquí. Y, por cierto, con un despliegue gráfico de primer orden.
Esta es la obra, se insiste, de un historiador y además de un historiador de primer orden, que ha sabido, entre lo mucho escrito sobre la década de los cuarenta, separar el grano de la paja y permanecer ecuánime. Pero en Trapiello concurre un segundo motivo de aplauso, aún más meritorio, si cabe: haberse sabido sacudir el fantasma del excepcionalismo español y madrileño, como si solo nosotros fuésemos malos en medio de un jardín arcangélico, para estudiar el fenómeno (el ataque comunista, o sea, soviético, a un local falangista y sus secuelas) en su contexto internacional. Total, entre el 11 de febrero de 1945 (Yalta) y el 25 del mismo mes (cuatro caminos, calle Ávila) apenas transcurrieron un par de semanas. Un suspiro. Y es que el mundo es un pañuelo, incluso en la España de la época, tan autárquica -el Instituto Nacional de Industria, el INI, se había fundado en 1941 y Juan Antonio Suances estaría a su frente hasta 1963, que se dice pronto- y aislada del mundo. La Corea del Norte del momento.

Una calle del barrio de Cuatro Caminos en 1945
Es, sin duda, un libro para leer con rotulador y así ir subrayando, porque la investigación es tan exhaustiva que, a los que acostumbran a leer deprisa y perderse los detalles, la faena se les puede antojar a veces hasta tediosa. Luego, si a uno le queda tiempo libre, puede dedicar un rato a la Ley de Memoria Democrática, con su tajante división entre demonios y ángeles, división con una nitidez desconocida desde los tiempos de Zoroastro. Se va a reír mucho. O igual le da por llorar. Cada uno es libre de administrar sus emociones.
5.- Para los menos familiarizados con la cartografía de Madrid, digamos que si la zona de Cuatro Caminos se llama así es por la glorieta del mismo nombre, donde confluyen muchas vías: de sur a norte, la calle Bravo Murillo (la históricamente llamada Carretera de Francia, por donde en efecto se salía hacia Burgos e Irún) y también, aunque sin seguir para arriba, lo que hoy es Santa Engracia. Y, en lo transversal, Reina Victoria por el lado occidental y Reimundo Fernández-Villaverde por el oriental. Toda una encrucijada, sí señor. Lo que los gabachos llaman un carrefour.
Ese tipo de lugares -como la Postdamer Platz, en Berlín, en cuyo subsuelo se ubicaba precisamente el búnker de Hitler, y hoy sede de comercios luminosos y espléndidos- son propicios para el encuentro, sin duda. Pero también, si el tráfico no está bien ordenado, para el choque de trenes. Las cosas pasan donde tienen que pasar: rara vez se dan las coincidencias.
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