Les voy a decir algo acerca de los poetas. “Les voy a decir”, es un decir, valga redundar en este caso, porque apenas si quedaron en este barcito, mi mamá, —que casi ni escucha—, el barman, ustedes dos y un par de trotskistas que hace una hora están a los gritos planeando reflotar el Partido Socialista Obrero.

Les voy a decir algo acerca de los poetas, aunque haya gente que podría considerar que lo que voy a decir es una especie de traición a alguna desconocida cofradía que alguno pretende su existencia o por lo menos, y esto es más literal, puede significar hablar a sus espaldas, porque aquí no quedó nadie. Otra opción no me queda.

El poeta cree tener secretos que sólo él puede revelar. Por eso no existe en el mundo criatura más arrogante que el poeta. Fogwill los ponía en tercer lugar luego de los políticos y los militares. Soberbia decía él. Y si la soberbia es el sentimiento de superioridad, bien le puede caber al político y al militar, que con hambre, con garrote, con mentiras y con impunidad nos miran desde el balcón, que le da ese plano de contrapicado divino y siempre con un micrófono que le confiere una autoridad tan imponente que las masas se hacen pis encima en plena Plaza de Mayo o dónde sea. Pero, ¿el poeta? Se la cree. ¿Soberbia de qué? ¿Poder de qué? ¿Quién lo votó?

Hablan de la muerte los muy creídos y afirman tener la verdad en dieciséis versos, con suerte treinta y dos. ¡Ah, pero ellos tiene la verdad! No les importa tres mil años de filosofía ni cinco mil de religión. ¡Ah, no! La razón la tiene el poeta que durante un borrachera fenomenal de vino barato (ya ni de absenta como hacía Rimbaud), escribió —ni se acuerda cómo—, algún versito sobre la muerte. Y siempre están los amigos alelados que nunca leyeron otra cosa más que Corín Tellado que les aplauden y le comentan “qué poeta, qué letrado, qué  rapsoda; pero eso de la muerte es un poquito feo, ¿por qué no les escribís unos versitos con rimas a tu novia?”. Ellos dicen “la belleza y la muerte son dos cosas profundas, / con tal parte de sombra y de azul que diríanse/ dos hermanas terribles a la par que fecundas,” (¿nunca leyeron a Víctor Hugo?); y dicen, “cuando haya muerto, llórame tan sólo/ mientras escuches la campana triste, / anunciadora al mundo de mi fuga/ del mundo vil hacia el gusano infame” (por cierto, eso es de Shakespeare, ignorantes). O peor, creen tener la verdad sobre la vida, sobre el amor, sobre Dios, sobre los pájaros, sobre las flores. El poeta es lo peor que hay, créanme. Y si no, mírenme a mí. Me alquilé un saco y un pantalón. Ayer me corté el pelo. Me afeité esta mañana. ¿Por qué? Porque es la manera perfecta de decir la verdad que tenía que decir hoy, esta noche. Cuál era, ya no importa. Era un poema extenso. Para leer en público hay que leer cosas largas. Ni siquiera podría decir por qué quería decirlo. ¿Hacen falta más poemas en el  mundo? ¿Hacen falta? El mundo no creo que los necesite, pero yo sí.

Los poetas… dicen: “que la inspiración te encuentre trabajando”, y sonríen asomando la cara entre cuadernos cubiertos de tinta negra, de frente a una biblioteca donde siempre hay un gato ahogado con sus propias bolas de pelo y con sus dos pies vestidos de horribles medias a rayas sobre una mesa ratona. A veces también hay un tocadiscos. Y suena Coltrane o Mingus. Ahora les gusta poner nombres de músicos en sus poemas. Yo no sé quiénes son Kid Ory ni Cab Calloway, pero Luis Arñado Figueredo los nombra en su último poemario. Y Luis es muy bueno. En España lo leen todos. Y eso que la RAE… ¡Y Luis se manda cada una! Yo creo que lo hace a propósito. Escribe con errores de ortografía, no pone mayúsculas, inventa palabras. Dice “ignominiante”, “alevósicamente”, “presuntividad”, “picardiezco”. También está la moda de poner todas las palabras juntitas, apretadas. El otro día lo leí a Felipe Weshmagger. Lo leí en el diario, en el suplemente de cultura. Habían puesto una foto de él. Yo lo respetaba bastante porque me gusta como escribe. Pero la foto… unos bigotitos chiquitos tipo Hitler, anteojos cuadrados, pelado. No, pelado no, pero casi. Y en el último verso puso todo junto, sin espaciar, “acurrucadosvosyoylanoche”. Y yo me dije, ese pelado, bueno, pelado no, pero casi, con quién se quiere acurrucar. Mirá lo que es. Además pálido. Y se me hace que no es tan buen escritor.

Ah, los poetas. Los poetas dicen, “que la inspiración te encuentre trabajando.” Le dije eso mismo a mi viejo. “Trabajando” repitió mi viejo. Mi viejo, que había sido hasta el último día de su desdichada vida, mecánico. No le conocí un día que estuviera limpio. Las manos llenas de grasa, de aceite, las uñas negras. Si no estaba debajo de un tractor, estaba martillando algo, o atornillando algo. ¿Te acordás mamá? ¿Cómo de qué? De papá. ¡De papá! Nada, mamá, ya vamos. Yo intentaba decirle que trabajar significa, en el poeta, ocuparse en la fuerza de la palabra, en el nervio y el ritmo de los versos, ser inquieto, gestionar, escupir sobre el teclado, derramarse en el papel, organizar el fluir de las ideas. “¿Y para qué sirve la poesía?”, decía. “No, no sirve para nada”, le decía yo. “¿Por qué no sos músico, mejor?” “Porque me gusta ser poeta.” “Pero la música sirve. Por lo menos entretiene. O sirve para bailar y ligar alguna chica. Vos nunca trajiste una chica a casa.” Lo más triste no es que puede ser que tuviera razón, sino que esas fueron las últimas palabras que le escuché. Por lo menos las que les escuché yo. A mi mamá le dijo otras cosas y cinco minutos después se murió. Entonces, a veces, cuando me invitan a leer poesía, traigo la guitarra, porque después de que se murió mi viejo aprendí a tocar la guitarra (¡cómo le gusta la ironía a la vida!, ¿no?), y pido permiso y en vez de leer, toco algo. Improviso. Improviso como Wes Montgomery o Bix Beiderbecke. ¿No los conocen? Yo tampoco conocía a Kid Ory, pero cuando leí su nombre en el libro de Luis Arñado Figueredo, lo busqué en youtube. Ahí tenés viejo, para eso pueden servir los poetas, para recomendar músicos de jazz.

No puedo maldecir a la poesía. Si lo hago, lloro. O me tiembla la boca y se me enfría la espalda. No puedo renegar de la poesía. No quiero hacerlo porque si lo hago sería como un fariseo o un Judas. A los poetas sí puedo. Malditos poetas. Malditos poetas y maldita la soledad que nos acompaña para recordarnos que lo suyo no es compañía, hermano, es soledad.