Los feriados constituyen una gloria del ser humano. De antemano se buscan, cada inicio de año, en los rectángulos rojos patrios y santos del calendario, de las muertes próceres y de las jornadas pagas sin madrugar. Se buscan redundantemente, porque se desean desde el feriado uno, el del 1 de enero, como si desde la puerta de entrada hubiera que hallar un atajo para atravesar una casa. No quedan las costumbres del tedio más que en el almanaque de los días pasados, apisonadas por el pie gigante de un sábado-domingo-lunes-martes concatenado, monstruo largo y sonriente. No hay feriado que no le ponga al número una flor y un adorno al mes y vuelva un lujo a la semana, sin exagerar la importancia o sí, si también se exagera la miseria cotidiana.

La mitad de junio explota los beneficios de Güemes, la bandera y el puente turístico y hasta obsequia, al asalariado y al empleador, un pronóstico del tiempo que desconoce al invierno e invita a desarrollar escenas exteriores. El feriado, como las vacaciones, se abre a cualquier posibilidad de capricho. Y a esa sensibilidad argentina, adquirida a base de sueldos bajos e inflaciones, de inventar un disfrute epicúreo prescindiendo del dinero.

Levantarse despacio, aún enredado en las suaves cobijas, y dejando hasta el final el silbido fino de la pava, sin la obligación de ser puntuales, ni siquiera con el agua que hierve. Que la mañana transcurra en uno, con el noticiero de fondo mientras la familia, parsimoniosamente, se dispone a disfrutar del goce sedentario con el mate y las tostadas. Mientras tanto, las 10 y las 11, ni solemnes ni severas, deslizándose hacia la tarde ignorando el meridiano divisorio. Las conversaciones desbordantes de planes de facturas y series, y la casa plegándose como un pañuelo, acorralando, para que los cuerpos se acurruquen en la siesta, como un rasgo esencial de que uno es dueño del tiempo.

 

LUCAS DAMIÁN CORTIANA

 

Pero quizás el mayor hito sea saberse vencedor del domingo y brindarle al lunes, un desagravio. La fe en Dios, primero, cumpliendo la ley dominical como es debido, porque el descanso es divino como la contemplación de la obra. Luego una revancha con el ocio sin culpa; en la parrilla o en las pastas, los más nuestros y verídicos talentos; y el despilfarro futbolero de previa, partido y análisis, un esplendor de existencia para el hombre que está en servicio cada lunes al alba. Y allí, en las vísperas del feriado, se demora en los detalles oscuros de la trasnoche, como haciendo valer su derecho a sobremesa y charla, truco y vino, pasear al perro en pijama con el rocío de la una y media.  

El talento del feriado de este junio es el de un idilio, un romance fugaz, una paloma que apenas se posa en el balcón y se va. Mientras se aproxima doblando la esquina del viernes, parece durar para siempre, para luego caer en la cuenta de que cien años pasan en cuatro días, levantando polvo, opacando el brillo. Se idealiza el feriado dotándolo de expectativas infinitas y así más entristecedoras son sus últimas horas. Se espera de él demasiado, se le pide lo que no se le pide a otros días y acaba siendo un affaire, un sentimiento que aturde, un amor que nos apura, porque en lo transitorio pocas veces se destaca una pausa.

Ocurrirá lo mismo en julio y en agosto, en cada feriado poético cuando la fórmula de las ocho horas corridas sea una preocupación menos en la semana corta. Y pasará en septiembre y octubre, noviembre y diciembre, siempre que haya una promesa en las efemérides de la Soberanía o la Concepción de María, porque soñar es un arte que se hace con tiempo y en el aire.