En su ensayo “Borges, o los laberintos de la inmanencia” (2008), Iván Almeida, un investigador de la obra de Jorge Francisco Isidoro Luis, expresa que el erudito escritor hace una “asimilación del laberinto al infinito” como un lugar “determinado y circunscripto (y por lo tanto, finito), cuyo recorrido interno es potencialmente infinito.” No se puede explorar “La casa de Asterión”, “Los dos reyes y los dos laberintos” o “Las ruinas circulares” desde una perspectiva privada de competencia ontológica; hacerlo sería un óbice tedioso y en este caso, remitirnos a ellos, un trayecto redundante ante tanto análisis que ya se ha hecho. De acuerdo a la definición sobre las encrucijadas, es necesario observar que el problema se simplifica cuando el laberinto deja de poseer la materialidad del diagrama cretense que guardaba el minotauro y su cuerpo pasa a ser —paradójicamente— lo intangible. A este respecto, el examen se sitúa en los laberintos que proponen la existencia de Dios, la mortalidad/inmortalidad, los universos múltiples, los tiempos aleatorios; ergo, Borges nunca tuvo intención de explayarse en la arquitectura que no fuera la del misticismo, redefiniendo aquella idoneidad en declaración veraz.
La pluralidad de calles enmarañadas del pensamiento borgeano, nos permite deleitarnos con el planteo existencial en el cuento “Diálogo sobre un diálogo”, donde uno de los interlocutores cuenta una conversación en la que se propone un doble suicidio para “discutir sin estorbos” sobre lo que Platón ya había teorizado en el “Fedón”, y en el que el personaje de Borges, finalmente no recuerda si se habían suicidado o no. En “Análisis del microcuento” (2006), Raúl Brasca asevera que “la revelación [del cuento] tiene la eficacia de un deslumbramiento”. Esto se debe a que el lector ha hallado algo que le ha movilizado el ánimo: una respuesta inverosímil, una verdad aún no develada, el misterio que se propone como el acontecimiento corriente de cualquier día. En esta línea, así como Dédalo, a pedido del rey Minos, erigió aquellos inextricables pasillos para mantener recluido a su hijo, Borges, con la perversidad de un docto urbanista, en palabras de la filósofa María Eugenia Valentié “nos deja como prisioneros en un mundo cerrado y absurdo, o [a] vivir la aventura de una búsqueda del sentido último, de un hilo que nos conduzca a un centro donde fluye una sacralidad que nos justifica como seres humanos”. (“Borges y sus laberintos”; 2009). El laberinto, en pluma de Borges, se convierte en ciencia de la existencia, dominio de lo irresuelto.
Asimismo, los temores que produce el olvido, entre ellos, no alcanzar la inmortalidad a partir de una obra imperecedera, frecuentan las letras de “Los hrönir de Tlön”: “las cosas se duplican; propenden a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente.” A sabiendas de que el único mortal es el ser humano, ya que el resto de las criaturas no son conscientes de su condición efímera, Borges maniobra elementos salvadores para la especie: la posibilidad de que el recuerdo (variable, caprichoso, seleccionador, modificador de sucesos pasados) sea un creador imprescindible y patético; la sustancia conjurando la esencia (“un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte”); la presencia de espectadores ajenos al acto reflexivo (“a veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.”).
En Borges, no hay universo sin laberinto, y hay tantos laberintos como universos. La cantidad es tan vasta que Borges no sabe con exactitud si los ha visto a todos ni cuántos ha visto, entiéndase, transitado. La sentencia final parece ser la misma de “Argumentum ornithologicum”, el cuento de El Hacedor (1960): aunque el número sea inconcebible, —el de universos, el de tiempos, el de cuentos espiralados, el de caleidoscópicas simetrías— Dios existe, pues finalmente la diferencia entre lo definido e indefinido es accesoria, y así, es más ligero el peso del extravío.