La resurrección de la hija de Jairo. Benito Sáez García
¡Qué buena idea han tenido los autores de reeditar, con las debidas actualizaciones, un libro como éste! Un libro singular y no por un único motivo. De ahí que esta reseña -una reseña rendida: el conocimiento es una cosa grande y la pareja Piñero-Peláez lo atesoran- deba presentar una extensión mayor de la que resulta habitual.
Bien se explica en la contraportada: “El Nuevo Testamento es, sin duda alguna, uno de los textos más influyentes de la cultura y espiritualidad occidental. Está formado por veintisiete escritos que la cristiandad considera inspirados y han sido el punto de partida de numerosas interpretaciones teológicas. La filología neotestamentaria es la ciencia que procura estudiar crítica y racionalmente estos textos, considerados a la vez como productos literarios y como testimonios históricos”.
Así las cosas, los autores se presentan afirmando que su trabajo “aborda el estudio y examen del Nuevo Testamento de una manera clara, con la intención de dirigirse no solamente a especialistas, sino a aquellos lectores que se hallen interesados en profundizar los diversos aspectos de estos textos”. Y además anticipan el índice: “La historia de su interpretación, el canon neotestamentario, la crítica textual e histórica del texto, la lengua, el contexto histórico-literario en el que surgió, y los variados métodos y aproximaciones al estudio moderno del Nuevo Testamento”. Para concluir así, mitad vaticinio, mitad recomendación: “Su lectura enriquecerá las perspectivas y los conocimientos de todo tipo de público que quiera saber más sobre el estudio de los escritos sagrados del cristianismo”.
Por tanto, estamos ante un trabajo concebido para que lo lean “no sólo especialistas”. Se piensa en “todo tipo de público”. Y, además, se trata de un libro científico, o sea, que su perspectiva es crítica y racional, lo que, hablando claro, quiere decir no confesional y, menos aún, clerical. Por eso precisamente está destinado a “todo tipo de público”, con la única condición, eso sí, de la curiosidad intelectual: “que quiera saber más”.
Vayamos por puntos. Sobre su carácter de obra de divulgación -una palabra que, por razones obvias, hay que manejar con cuidado-, resulta necesario puntualizar que no responde a lo que uno suele esperar, en el sentido de un libro que, por ejemplo, no expone los debates que mantienen quienes sí son especialistas y que, en este caso concreto, alcanzan una profundidad intelectual verdaderamente extraordinaria. De ello Piñero y Peláez ofrecen cuenta cumplida, con una bibliografía -sobre todo, en lengua inglesa y alemana, pero también española- abrumadora. Hay notas a pie de página que constituyen verdaderas joyas. El lego, como sucede con el autor de estas líneas, aprende mucho pero termina quedándose con la impresión de que apenas se ha quedado en la puerta del asunto: lamenta no haber empezado antes a introducirse en ese mundo, que, por lo que se deja entrever, resulta intelectualmente fascinante. Un texto, en suma, a diferencia de lo que sucede con los de divulgación en su sentido más convencional, de los que abren el apetito y además con avidez.
El segundo de los rasgos esenciales del libro, y que igualmente llama la atención de manera positiva, es su absoluta ausencia de pretensión adoctrinadora o panfletaria. No la tiene, se insiste, en el sentido de la catequesis de cualquiera de las ramas del cristianismo. Y tampoco a la inversa, como esos panfletos que están concebidos como fábricas de ateos. La calificación de científico no se emplea en vano. En la Presentación se ponen los puntos sobre las íes: “En un mundo en el que el Nuevo Testamento va dejando de ser propiedad casi exclusiva de círculos de teología y seminarios, para pasar a ser materia de estudio en universidades civiles, hemos pretendido ofrecer a profesores y alumnos, así como al público interesado por el NT -laicos, religiosos o clérigos- un manual de referencia que oriente por las diferentes parcelas de los estudios neotestamentarios y proporcione el conocimiento de las herramientas necesarias para trabajar en el ámbito elegido”.
Tan es así que los autores, conscientes de que existen (y ellos no se ahorran exponerlas) “diversas opiniones en torno a las cuestiones planteadas”, advierten al lector en la misma Presentación de que “hemos evitado tomar partido (…), exponiendo más bien los pros o los contras de cada una de las posiciones ideológicas que se presentan e invitando al lector a formarse su propia idea al respecto”.
Es un hecho notorio que, de los veintisiete escritos del Nuevo Testamento -los declarados oficialmente como tales-, los más importantes son los cuatro Evangelios, o sea, los tres llamados sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas: “para ser vistos juntos”) y el de Juan. Y también se sabe que en torno al período de vida de Jesús (o sea, una vez cerrado el Antiguo Testamento) se escribió -sobre todo, por judíos- una ingente cantidad de literatura, que conocemos como intertestamentaria o de transición. Todo eso compone el objeto del trabajo de Piñero y Peláez, que consta de casi 500 páginas (más Apéndices e Índices).
Una advertencia, todavía, antes de entrar en materia. Desde el inicio se encontrará el lector constantes menciones a la gnosis o a los gnósticos, una creencia de origen anterior al cristianismo -el espíritu es bueno y el misterio mejor; la materia por el contrario es mala: en el fondo, platonismo- pero que en el siglo II se fundió con él o al menos no supo o no quiso diferenciarse debidamente. Los autores, quizá sin caer en la cuenta de lo complicado del asunto (de hecho, hizo falta todo un Congreso de sabios, el de Messina en 1966, para ir aclarando los conceptos), no se toman la molestia de exponer las cosas hasta la página 213, al explicar la influencia de la religión indoirania sobre el Nuevo Testamento: “Este vocablo designa técnicamente un conocimiento religioso revelado, una sabiduría suprahumana otorgada por la divinidad a una élite de escogidos”. Y con pleno conocimiento de que “a partir de la especulación sobre la unidad de Dios y del mundo, con una base evidentemente panteísta, una rama de la religiosidad indoirania llegó pronto -por un desarrollo espontáneo al considerar los defectos, males y problemas del mundo circundante, sobre todo la muerte- a un profundo dualismo cósmico y religioso, en el sentido de que el universo, el mundo material todo, incluida la parte carnal del hombre, se había generado por una desviación pecaminosa del Uno o Dios único. Entre ambas realidades, la superior, divina o espiritual, y la interior, material, se daba, naturalmente un antagonismo y una oposición radical. El zoroastrismo expresará esa oposición del bien-mal, divinidad-mundo por el doble binomio vida-no vida; luz-tinieblas.”
Y luego se vuelve a ello en la página 299. Lo que se indica, en base a lo concluido en tan transcendental reunión de expertos, es que “el mundo científico acostumbra a distinguir cuidadosamente entre gnosis y gnosticismo”. Lo uno “designa en general el movimiento espiritual que pretende el conocimiento de los misterios divinos reservados a una élite, reservando lo segundo para las correspondientes sectas”. Y con una puntualización adicional, de la mano de un tal R. McL. Wilson, que resulta muy precisa: “(…) el término gnóstico debe restringirse a la herejía específica -del siglo II d.C.- conocida a través de Ireneo, Hipólito y Nag Hammadi, fundamentalmente”, bien que dando por sobreentendido que “este sistema teológico es sólo una manifestación peculiar de un movimiento más amplio, en términos generales contemporáneo con el nacimiento del cristianismo y que se desarrolla paralelo a él, que podemos llamar gnosis. Hoy es claro en general (…) que la gnosis es más amplia y más antigua que el gnosticismo cristiano, pero sus orígenes y desarrollo son misteriosos. El adjetivo gnóstico ha de emplearse con cuidado ya que se emplea para ambos sustantivos, aunque quizá debería llamarse gnostizante el material que no es gnóstico (es decir, que pertenece al gnosticismo) en su sentido más estricto”.
Lo dicho: tan convincente explicación no debería haberse demorado tanto. A la página 213, y no digamos a la 299, puede haber gente que no llegue, por haberse extenuado antes.
La estructura y contenido del libro es la siguiente:
Preámbulo, páginas 17-19
Es donde se sientan los presupuestos metodológicos y además se tiene con el lector la cortesía de explicarlo: “Es necesario dejar bien claro que, aunque el estudio científico del NT no se identifica con la teología, es, sin embargo, el requisito previo para que ésta pueda desarrollarse. Si las posturas ideológicas que se adoptan no tienen su fundamento en una intelección correcta de los textos, la teología sobre ellos elaborada carecerá de cimiento sólido. Las aportaciones del estudio filológico-histórico son el necesario punto de partida de ulteriores interpretaciones teológicas, que siempre deben tener por base el texto y su significado” (página 19).
Capítulo Primero, La interpretación del Nuevo Testamento a lo largo de la historia, páginas 22-79
Bien sabemos que desde que Platón fundase el idealismo y luego Aristóteles el materialismo, lo único que han hecho todos los que han venido después ha sido adscribirse (con variantes, por supuesto) a una de esas dos maneras de ver la vida y las cosas: el foco lo ponemos ora en las ideas sobre las cosas, ora en las cosas mismas. Y por supuesto que los intérpretes de la Biblia, ya desde el primer momento, se pueden encajar en una de esas dos corrientes. De un lado estaban los de Alejandría, con Orígenes (185-254) como figura representativa, y en el otro los de Antioquía, con Juan Crisóstomo (345-407) de estrella. “Si la hermenéutica es, al mismo tiempo, arte y ciencia, la escuela de Alejandría insistió en ella como arte; la de Antioquía, sin embargo, la elevó a la categoría de ciencia” (página 25). Y, como siempre, finalmente, y como explicaría Hegel mucho más tarde, viene la síntesis, inevitablemente plural, o al menos su intento: “Desde Agustín de Hipona, la Iglesia (…) se atuvo a la teoría del cuádruple sentido de la escritura: literal, alegórico, tropológico o moral, y anagógico (por transposición o referencia)”: página 26.
Lo que se expone a continuación constituye una verdadera historia de las ideas, en el sentido más noble de la noción. Ni que decir tiene que el papel protagonista está reservado a los reformadores, porque lo que pusieron sobre la mesa -de ahí la ruptura con Roma- fue la necesidad de interpretar los textos por sí mismos: Sola scriptura. Y eso pese a no ignorar Lutero (1483-1546) “la existencia -dentro del NT- de corrientes ideológicas encontradas”, lo que objetivamente dificulta el análisis literal. Pero los autores también ponderan la importancia de Calvino (1509-1564) y sobre todo de Erasmo de Rotterdam (1466-1519), el pionero: páginas 29 y 30.
Pero, tanto en el campo católico como en el protestante, lo que ha llegado más tarde es muchísimo y de gran calado. En el libro se pone atención en Daniel Ernst Schleichermacher (1768-1834), prusiano, hijo de un clérigo calvinista, al que en páginas 36 y 37 se califica como “padre de la hermenéutica moderna”. Y es que “no sólo fundamentó teóricamente una hermenéutica histórica, sino que trató de complementarla con la psicología, que intenta captar cada complejo ideológico como momento vital de un ser humano determinado”: página 37.
Por supuesto que a comienzos del siglo XIX, el viento del hegelianismo, que representó lo que hoy llamaríamos un main stream, no dejó de incidir sobre esta materia. En eso consistió precisamente otra corriente alemana, la Escuela de Tubinga, una pequeña y deliciosa ciudad universitaria cerca de Stuttgart, con Frederich Christian Baur (1792-1860) al frente, según el cual “la historia del cristianismo de los años 40 a 160 fue una viva tensión entre dos corrientes: la paulina, libertaria, con su mensaje de universalismo y de liberación de la ley, y la judía, legalista, representada por los apóstoles liderados por Pedro, que insistía en las prerrogativas del judaísmo. De esta tesis-antítesis surgió la Iglesia Católica y el cánon del NT, que reconcilió ambas posturas, quedando trazas claras de este proceso en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Esta síntesis se produjo hacia finales del siglo II como resultado de la creciente hostilidad de los paganos y la amenaza del gnosticismo”: páginas 40 y 41.
Los postulados de la Escuela de Tüblinga se resumen en página 44 en los siguientes y muy precisos términos: “1) el NT debe ser investigado desde un punto de vista puramente histórico; 2) cada escrito cristiano primitivo debe aclararse por su inserción dentro de un proceso histórico; y 3) la fuerza impulsora decisiva del desarrollo del cristianismo es la contraposición entre la doctrina de los apóstoles, muy ligada al judaísmo, y el cristianismo helenizado de Pablo”.
Pero en estos asuntos tan intrincados nadie tiene la última palabra. Como en página 47 explican los autores, “otra perspectiva y otro enfoque en el estudio del NT y su problemática tuvo su origen igualmente en el siglo XIX, tan rico en impulsos metodológicos: la consideración del NT como un fenómeno más dentro del conjunto de la historia de las religiones. La Religiongeschichtliche Schule, como ha sido denominado este movimiento, aplicaba los principios comparatistas de la fenomenología de la religión al estudio del cristianismo primitivo, considerándolo uno entre las muchas religiones que proliferaban en el Imperio Romano. Paralelos como las abluciones rituales, las comidas sagradas, el culto a un dios muerto y resucitado, la certeza de obtener la vida eterna a través de la unión con la divinidad surgieran un proceso gradual de sincretismo y de interpenetración del cristianismo y las religiones mistéricas del Oriente”.
Una apostilla de mi propia cosecha: el historicismo constituye una criatura típicamente alemana del siglo XX, al igual que el nacionalismo y, al cabo, el mismísimo romanticismo. Se trata de una reacción contra la invasión napoleónica y, al fondo de todo, contra los ideales universalistas del racionalismo y la Ilustración. La idea de base, que subyace a los Discursos a la nación alemana de Fichte de 1807, consiste en entender que lo bueno y lo malo dependen del lugar y del momento en el que se encuentre uno, aun cuando, lejos del individualismo liberal, la identidad que vale es la colectiva, la del Volk. En ese planteamiento, llamado a tener mucho eco -los actuales multiculturalismos salen de ahí y buena parte de la izquierda ha encontrado en eso su nueva bandera-, se debe incluir, en el campo del pensamiento jurídico, la (también llamada) Escuela Histórica, de la que cualquier estudiante de Primer Curso de Derecho ha oído hablar, con un Savigny, fallecido en 1862, a la cabeza: son los que se opusieron a la codificación, para entendernos. Y con ello cierro este paréntesis y retomo el discurso del libro que es objeto de la reseña.
A partir de 1920 fue ganando consideración en el arte el estudio de los elementos puramente formales y, como es obvio, eso acabó llegando al planeta del pensamiento y en particular a lo que ahora nos concierne. De la Formgeshichte se recoge en página 58 la definición como “el método exegético que estudia el origen y la evolución de un determinado género literario. Se aplica con preferencia al NT”. Y, en ese contexto, no podía faltar la referencia a lo que los alemanes llaman el Sitz im Leben, el sitio en la vida. Esa corriente de pensamiento, que tuvo su líder en Martin Debelius (1883-1947), se explica en página 59: “1) los evangelios sinópticos no son obras literarias en sentido estricto, sino literatura menor destinada al pueblo; y 2) los autores de los evangelios sinópticos no son verdaderos autores, sino compiladores que no habrían hecho otra cosa que poner marco geográfico, temporal, etc., a los materiales llegados hasta ellos después de un largo camino en el que había intervenido toda una comunidad transmisora. Ellos no habrían hecho sino enmarcar las unidades pequeñas o formas provenientes de la tradición oral”.
Pero en el repaso por lo que funge como toda una historia de las ideas no falta una referencia a la incidencia que sobre la interpretación del NT (páginas 67 a 69) ha tenido, a partir de mediados del siglo XX, el hallazgo de textos tan importantes como los manuscritos del mar muerto, o sea, los rollos de Qumrán (a los que luego se dedicará una atención mayor) y también los papiros de Egipto: “En diciembre de 1945 unos campesinos encontraron en un talud de Gebel Tarif, a cinco kilómetros de Nag Hammadi, en el Medio Egipto, una gran ánfora sellada y cerrada con pez. Al romperla, aparecieron unas carpetas de piel de cabra, bastante bien conservadas que contenían muchas hojas de papiro, encuadernadas en forma de libro y escritas en copto. La colección hallada consta de cuarenta y cinco obras de diverso género que eran traducciones de documentos originalmente compuestos en griego, algunos posiblemente en el siglo I, pero la mayoría en el segundo o a comienzos del tercero. Los legajos de estos códices constituyen un acontecimiento histórico indiscutible y son los más antiguos conocidos hasta nuestros días en la historia del libro”.
Este Capítulo Primero concluye -páginas 75 a 79- con el análisis de lo que para nuestro asunto mayor han representado algunas novedades del siglo XX en materia intelectual, tales como el estructuralismo (que “centra su atención en el texto mismo como un todo, pasando a segundo término los temas relativos al autor, las circunstancias históricas o las tradiciones literarias que lo han conformado”), los más modernos enfoques sociológicos o, en fin, la recuperación de la retórica como recurso literario más persuasivo.
Y así termina este densísimo Capítulo Primero. Leído en la Europa de 2021 puede sonar a las típicas exquisiteces de unos intelectuales ociosos, cuando no a un puro y simple bizantinismo de recreo. Pero nada más lejos de la realidad: la historia muestra que hubo períodos (entre 1520 y 1650, por poner la referencia más cercana) en los que la interpretación de la Biblia dio lugar a diatribas que provocaron guerras (“de religión”) con muchísimos muertos. Ojo con venir ahora frivolizando.
Y una segunda observación de alcance general sobre el contenido de ese Capítulo Primero: el lector descubre el mediterráneo consistente en aprender que eso tan lejano y casi esotérico de la interpretación de los textos bíblicos no consiste sino en la proyección de las ideas que son las dominantes en cada momento. El Zeitgeíst, que le llaman los alemanes (los que más se lo tienen trabajado, sin duda): el espíritu del tiempo. La moda, por así decir, si no fuese por lo desacreditada que en los ambientes doctos está la palabra.
Capítulo Segundo, El estudio del texto del Nuevo Testamento, páginas 81-128
Aquí se empieza disertando sobre lo que se conoce como el cánon neotestamentario: “cómo se estableció definitivamente la lista de libros que componen ese corpus” (página 81). Quién fue el que, entre los diferentes grupos y pensadores, supo hacerse con la autoridad para terminar imponiendo su criterio -cánon significa caña, medida, regla, norma- y decidir lo que, dentro de tantísimo material -la literatura intertestamentaria era muy amplia-, acababa entrando y lo que por el contrario se quedaba fuera, con el calificativo nada amable de apócrifo. Y, una vez más, todo vuelve a ser objeto de debate entre los estudiosos posteriores.
¿Estamos ante un numerus clausus o, dado que la historia ha ido accediendo a nuevas informaciones, cabe la revisión? Páginas 87 y 88: “La postura de los investigadores católicos, en general, es que el cánon es un corpus fijo y cerrado y que no puede bajo ningún concepto relativizarse. La investigación protestante, sin embargo, cuenta con la posibilidad de poder aceptar en el cánon un nuevo escrito cristiano primitivo que apareciera hoy y del que se probase su procedencia del círculo apostólico, o que presentare en su venerable antigüedad una doctrina concordante con la de los testigos principales del NT; también admite la posibilidad de discutir realmente -no como mero problema teórico- la justeza y razón de la delimitación eclesiástica del cánon en el siglo IV”, aun cuando sucede que de hecho los protestantes no discuten el statu quo.
¿Cómo se perfiló el tal cánon? Las cosas hay que verlas en su sazón, que diría Cervantes: una sazón, como suele suceder en los grupos pequeños y perseguidos, de intenso debate ideológico y en el que cada uno acusa al otro de estar vendido al enemigo o al menos de andar contemporizando con él. Y nada se explica sin un tal Marción (85-160), heresiarca que fundó una suerte de secta con resabios gnósticos y que plasmó su doctrina en un escrito llamado Antítesis: el nombre lo dice todo. Ni tampoco con Montano, de Frigia (una región de la península de Anatolia, la entonces llamada Asia Menor, hoy Turquía) que afirmaba sentirse transportado a estados de éxtasis para, desde lo alto, proferir advertencias proféticas. En seguida reclutó un conjunto de fieles, los montanistas, que vaticinaban lo inminente del final del mundo. Ese era el ambiente de la última etapa del siglo II.
Así las cosas, la realidad, según se afirma en la propia página 88, se puede ver de la siguiente manera: “Desde el punto de vista histórico, la opinión más extendida ve la constitución de un cánon bipartito (Evangelios y Hechos) como una formación espontánea de la primera mitad del siglo II. Pero la construcción de un cánon completo, como el que se ha transmitido, con el evangelio cuádruple, las cartas paulinas, las epístolas católicas, etc., tuvo su origen probablemente en una decisión positiva de la Iglesia de la segunda mitad del siglo II, para oponerse al heresiarca Marción, aunque no fuese ese el único motivo (…). Para poseer una base firme a la que apelar en la lucha contra los herejes del siglo II, la Iglesia necesitaba imperiosamente un corpus de escritos sagrados e intocables. Esta necesidad fue aún más angustiosa cuando se extendió la crisis montanista por la Iglesia. En este movimiento era absolutamente primario el logos vivo del Espíritu Santo, actuante -por medio de los profetas- en la comunidad. La Iglesia precisaba, por el contrario, una norma externa y fija en la que fundamentar su doctrina y oponerse a las novedades éticas de esos profetas. Por esta necesidad, y por el consenso de las Iglesias, se constituyó el cánon que perdura hasta hoy, fijando normativa y conscientemente los escritos que en la práctica se habían tenido ya como procedentes de los apóstoles”.
Y eso sin contar con el hecho (obvio) de que tampoco hay que ponerse demasiado estrecho a la hora de exigir autenticidad a los textos. Los autores lo explican en la página 89: “En un tiempo como el nuestro, en el que las grandes editoriales, gracias a los medios modernos de impresión, hacen inmensas tiradas de libros que son copias perfectas unos de otros, es difícil imaginar qué difícil y ardua era, antes de la invención de la imprenta, hacer una copia fiel de un libro. Los libros se escribían a mano (manuscritos) en un proceso lento, laborioso y costoso, sometido a toda clase de alteraciones, voluntarias o no, por parte del copista. En consecuencia, ninguna copia era exactamente igual al original, lo que significa que todos los manuscritos del NT difieren (algunas veces grandemente) entre sí”. Y, dentro de eso, aquí específicamente sucede que “no queda autógrafo alguno de ningún libro clásico, bíblico o de los primeros escritos cristianos”. Nos tenemos que conformar, faute de mieux, con las copias que consideramos más o menos cercanas. “La crítica textual es la ciencia que se ocupa precisamente de este acceso a los originales, de la reconstrucción de su tenor, a través de un análisis crítico de los testimonios que de él se han conservado”.
Un paréntesis abren los autores en páginas 92 a 95 para exponer la clasificación de los manuscritos. La gran división es la que separa los papiros, que proceden de Egipto -siglos II al VIII-, y los manuscritos, por lo común pergaminos, aunque a partir del siglo XIII comienza el uso creciente del papel, que los chinos habían inventado mucho antes. Y todo ello para terminar indicando que “de los más de 5.000 manuscritos del Nuevo Testamento, unos 1.253 están escritos en papel”.
Como es obvio, no falta la referencia a la Vulgata. Se encuentra en la página 111: “Debido a la falta de uniformidad de las versiones latinas que circulaban en Occidente, el obispo Dámaso de Roma encargó a S. Jerónimo en el año 382 una revisión de los evangelios (…), que luego se haría extensiva al resto de los libros de la Biblia latina, convirtiéndose con el tiempo en la versión divulgada y oficial de la Iglesia latina”.
Capítulo Tercero, La lengua del Nuevo Testamento, páginas 129-206
Que los textos se escribieron en griego no se discute pero la duda es si en un griego cualquiera. Son muchos los que piensan que no: se trataría del precisamente se conoce con el apellido neotestamentario (casi como algo impostado, en cuanto propio de una traducción). Y, a su vez, el Capítulo consta de las siguientes tres partes:
A) Las lenguas habladas en Palestina en tiempos de Jesús.
Eran hasta cuatro: hebreo, arameo, griego -sobre todo- y también latín. Lo que se dice una región no ya bilingüe sino multilingüe. El arameo, a su vez, tenía dos variantes, el palestino-judaico (al Sur) y el galilaico (al Norte), sin que exista acuerdo sobre si Jesús usaba el segundo -el de su patria chica- o el primero, que, por razones obvias, se hallaba más generalizado.
B) La koiné y el Nuevo Testamento.
No hace falta extenderse mucho para recordar lo que era la koiné, la lengua helenística común, bien que con la idea de que se presentaba con los estratos de siempre: el vulgar, el superior (oficial y literario, por así decir) y, como tercera cosa, el de Atenas o la región del Ática (“teñido de aticismo”). Los autores precisan en página 147 que “quizá sea preferible reservar el nombre de koiné para fechas posteriores al 323 a.C., es decir, para la lengua que extendieron por todo el Oriente los macedonios”: página 147. O sea, “después de la derrota ateniense en la Guerra del Peloponeso (404 a.C.)”: página 149.
C) Otros influjos lingüísticos.
Se pasa revista sucesivamente a las influencias que sobre el griego del Nuevo Testamento ejercieron el semitismo (distinguiendo entre hebraísmos y aramaísmos), a los septuagintismos (recuérdese el texto griego que conocemos como “la Biblia de los setenta”) y a los diferentes latinismos.
Los autores exponen con todo lujo de detalles los argumentos en pro y en contra de cada una de las posiciones, para terminar afirmando que, pese a todo, el griego del Nuevo Testamento no era sino “la koinéde su época” (página 206).
Capítulo Cuarto, El contexto histórico-literario. Estudio del sustrato del Nuevo Testamento, páginas 207-329
Al inicio se explica con precisión: “En este capítulo pretendemos situar el texto del Nuevo Testamento en el contexto histórico-literario en el que surgió y del que recibió múltiples influjos hasta el punto de configurar al movimiento cristiano -desgajado en sus comienzos del tronco común del judaísmo- como un movimiento autónomo e independiente. Conocer el contexto histórico-literario en el que nacieron los libros del Nuevo Testamento es necesario, como clave de interpretación y acceso a ellos”.
A su vez, son los siguientes nueve epígrafes separados:
1. El mundo del Nuevo Testamento.
Los autores, gente bien nacida, dedican esa parte a confesar sus deudas.
Comienzan indicando que ese es precisamente (“El mundo del Nuevo Testamento”) el título de una obra alemana de 1971, firmada por J. Leipoldt y W. Grundmann, y que Luis Gil tradujo al español en 1973. Consta de tres volúmenes, siendo el tercero de ilustraciones.
Y luego está, como acreedor preferente, Helmut Koster (1926-2016), de cuyo libro de 1980 Einführung in das Neue Testament existe también traducción en nuestra lengua (1988). A él se le rinde -página 209- la merced que es justa: “(…) rompe con la concepción tradicional de las clásicas Introducciones al Nuevo Testamento, incorporando a esta disciplina el estudio del entorno histórico-cultural en el que se originó el cristianismo primitivo”. Del “grueso volumen de Koster” se recuerda su estructura dual. En la primera parte, Historia, cultura y religión de la época helenística, se “describe la historia política de la época, la sociedad y economía, la educación, lengua, ciencia y literatura, la filosofía y religión, el judaísmo en la época helenística y del Imperio romano como heredero del helenismo”, bien que subrayando (y aplaudiendo) “el espacio que dedica al estudio del entorno en el que nació el cristianismo (490 páginas de un total de 881)”. Y, en cuanto a la segunda parte, todo se explica de manera más concisa: “Koster aborda la historia y literatura del cristianismo primitivo”.
Son muchas las citas que se acumulan. La más valiosa es la que se dedica a la obra colectiva que en el remoto 1991 editó uno de los dos autores: Orígenes del cristianismo. Antecedentes y primeros pasos, cuyo contenido se ve expuesto -página 210- con palabras que merecen ahora la reproducción literal: “La primera parte de esta obra está dedicada al estudio de los antecedentes del cristianismo, como respuesta concreta en un momento histórico dado a las aspiraciones y exigencias religiosas de unas capas de población que vivían en el entorno de la zona oriental del Mediterráneo, y (también) como fenómeno religioso, en buena medida sincrético, que amalgamó ideas nacidas en muy diversos ámbitos culturales, a saber: 1) La ideología religiosa del Antiguo Testamento, enriquecida, modificada y precisada por la evolución de la teología y pensamiento religioso-judío en los dos o tres siglos inmediatamente anteriores al nacimiento de Jesús (…); 2) La herencia del mundo helénico (influjos de la filosofía platónica y estoica, religiones de misterios, orfismo, concepciones en torno a los hombres divinos y culto a seres humanos divinizados (héroes y emperadores), y 3) la gnosis como atmósfera religiosa, cosmovisión e interpretación del hombre, que en el siglo II d.C. se configuraría como sistema filosófico y teológico, pero que ya se estaba formado y extendido por todo el Mediterráneo antes del nacimiento del cristianismo”.
2. Influjos lejanos: la religión indoirania.
A través del judaísmo helenístico -que recibió por la vía indirecta de múltiples contactos comerciales muy diversas influencias religiosas- llegaron al NT ciertas concepciones teológicas básicas que proceden muy probablemente en último término de las religiones indo-iranías. Sobre todo, deben mencionarse a este propósito: el ideario fundamental de la gnosis más primitiva, con su dualismo esencial que interpreta la existencia humana en sus aspectos positivos y negativos como el producto de una lucha entre dos potencias espirituales contrarias (Dios-Satán); una angelología desarrollada y compleja y un concepto específico de la salvación con la idea central de un hombre divino preexistente, depositario del mensaje y de la fuerza de la divinidad, que desciende del cielo para salvar a los hombres. Estos son temas, sin dudas, cruciales en el Nuevo Testamento que no parecen provenir de ningún modo de la teología del Antiguo, y cuya procedencia del mundo oriental se ha señalado repetidas veces”: páginas 212 y 213.
Todo viene, en efecto, por el comercio. Lo mejor que le pudo haber pasado a la humanidad.
3. La herencia de la Biblia hebrea.
Es la tesitura que se plantea siempre en un legado: distinguir lo que viene de uno y lo que añadió (o restó) el otro. O en lo que se desvió.
Los autores se muestran conocedores de lo interminable (y subjetivo) de esos debates. Se apoyan en el teólogo protestante alemán Rudolf Karl Bultmann (1884-1976) para recordar en páginas 215 y 216 lo que en el Nuevo Testamento hay de continuidad. Por ejemplo: a) La creencia en un Dios único personal, que transciende el mundo; b) En este mundo se manifiesta la soberanía de Dios, cuyos efectos salvíficos aparecen en la historia humana; c) La realidad de dios con el hombre se mide por la obediencia a la Torá o Ley, manifestada en las Escrituras, concibiéndose en términos de alianza, una alianza por la que el pueblo se habría comprometido a adorar a Yahvé como único Dios y éste a protegerlo, guiarlo y salvarlo. La pertenencia a esta Alianza se confirmaba cumpliendo estrictamente la Ley. El cristianismo será heredero de una religión que hace constante referencia a una exigencia moral perfectamente articulada en claros preceptos, si bien Jesús en el evangelio minimiza la pluralidad de éstos y establece una clara jerarquía en cuya cúspide sólo hay dos. El primero es: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 6s). El segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). “No hay ningún mandamiento mayor que éstos” (Mc 12, 30-31).
Y, entre lo que se vio heredado, están también los planteamientos de culpa, pecado y expiación. Lo más terrorífico, añado yo ahora.
Pero eso no significa que todas las ideas del Antiguo Testamento se perpetúen necesariamente en el Nuevo. Algunas sí, como la del Dios único y creador de la vida, que liberó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, pero otras cosas cambian: el dios creador pasa a ser padre de los hombres y además les comunica su propia vida. Por supuesto, deja de ser violento. Y -punto crucial- ya no tiene a Israel como su ojito derecho, porque el mensaje se universaliza. Incluso se augura la destrucción del tempo y de la ciudad de Jerusalén: Mc 13,2 par.
Más aún: de lo prescrito en el Antiguo Testamento se recuerda fue “motivo frecuente de conflicto entre Jesús y las autoridades religiosas judías, como queda testificado en los evangelios respecto al descenso sabático, las leyes de pureza ritual, etc.”. Así se explica en página 217.
También ponen de relieve los autores del libro que las citas que el Nuevo Testamento hace del Antiguo suelen serlo como constatación del cumplimiento de las profecías: “La venida de Cristo es el final o cumplimiento del tiempo de la espera mesiánica” (página 219). En Mateo se encuentran hasta diez de ellas, que los autores enumeran en páginas 222 y 223.
Y eso sin olvidar que “la escritura tiene setenta caras, según el conocido dicho rabínico. Cualquier argumento que el cristianismo considere cierto puede ser apoyado en un texto del AT, pues este es susceptible de múltiples interpretaciones” (página 228). Es (de nuevo vuelvo yo a hablar) lo que suele suceder con los que se dedican a los vaticinios, al modo de Tiresias: se expresan en términos tan generales, o incluso esotéricos, cuando no crípticos, que, pase lo que pase luego, siempre podrán apuntarse la medalla.
4. El nuevo testamento y la literatura qumránica.
Más arriba, al hilo de las últimas corrientes de interpretación (las posteriores a la Segunda Guerra Mundial), se ha aludido a los manuscritos del mar muerto, descubiertos en 1947 y que son un total de 850, a los que ahora los autores dedican una atención singular. De dichos escritos se explica en página 229 que “son el testimonio de la vida, costumbres e ideología de un reducido grupo de esenios, que se separó del cuerpo general de esta secta por diversos motivos de ortodoxia, principalmente por la interpretación de la Ley, del calendario de las fiestas sagradas, de la función del templo, de ideas sobre la elección de los justos y de las expectativas escatológicas”.
Ni que decir tiene que “estas obras que nos han dejado arrojan una nueva luz y afectan a todos los niveles del estudio del NT: lingüístico, literario, legal, histórico y teológico”. No debe sorprender, porque en la Palestina de aquella época todo el mundo creía en la inminencia de la llegada del Mesías. Y, entre los paralelismos textuales, está el muy mencionado de las Bienaventuranzas: Mt 5,3-11. Pero eso no significa que no sigan abiertos vivos debates entre los estudiosos, que los autores del libro, una vez más, exponen con todo pormenor.
5. La literatura judía helenística
El análisis empieza en página 253 con una cita de alguien tan autorizado como Geza Vermes (Hungría, 1924-Oxford, 2013): “Ya es obvio para muchos -al menos en teoría- que ser experto en el trasfondo judío del Nuevo Testamento no es un extra optativo, sino que por el contrario sin tal condición es inconcebible una adecuada comprensión de las fuentes cristianas”.
Los autores examinan con lupa la literatura intertestamentaria, proveniente de fuentes judías y ahora calificada como aprócrifa, de la que en página 261 se declara que “se caracteriza por un sistema de oposiciones binarias, lo de arriba-celestial y lo de abajo-terreno, Dios y Belial-Mastema (Satán); hombres buenos y malos, divididos por la duplicidad de tendencias interiores; salvación y condenación; luz y tinieblas; mundo presente y mundo futuro, etc. Hoy se acepta generalmente que en el fondo de este dualismo late una concepción básica de la religión irania, que, extendida por el Mediterráneo, ayudó a los apocalípticos a sustituir la idea veterotestamentaria de un futuro feliz intramundano, por el pensamiento de un triunfo de los justos en el más allá”.
Y con particular detenimiento en los elementos apocalípticos del Nuevo Testamento y las contradicciones en que incurren: en suma, que el Reino de Dios ya ha llegado aquí pero todavía no ha terminado de llegar. Estamos y no estamos.
6. Filón de Alejandría y Flavio Josefo.
Se dispensa el honor de un epígrafe propio a estos dos escritores judíos del siglo I. El primero, “filósofo alejandrino que murió unos veinte años después de Jesús, es el escritor más sabio y prolífico del judaísmo helénico”. Del segundo de ellos se manifiesta que “ocupa un lugar destacado entre los muchos escritores no griegos que, en la época helenística y romana en el siglo I de nuestra era, publicaron en griego material etnográfico e histórico de sus propias culturas”: página 268.
7. El Nuevo Testamento y la literatura rabínica.
Fuente de interpretación polémica donde las haya. Está integrada por lo siguiente:
– El Midrás. Comentario verso a verso de las Escrituras hebreas.
– El Targum. Traducción del texto hebrero Antiguo Testamento al arameo.
– La Misná. Compendio de la ley oral de Palestina que complementa la escrita y que se publicó hacia el año 200.
– Talmud (de Babilonia). Un comentario a la Misná, proveniente del siglo VI, con el propósito de aplicar el texto a los babilonios.
Son todos ellos, en suma, textos muy posteriores a la redacción del Nuevo Testamento. Hay que tener cuidado al emplearlos como fuente interpretativa.
8. Gnosis, gnosticismo y Nuevo Testamento.
Es ahí -sólo ahí- donde se profundiza sobre esa materia. Al inicio de esta reseña se hizo mención al contenido de esa parte del libro.
Debe añadirse ahora que, luego de exponer las opiniones existentes en toda su riqueza, los autores ponen sobre la mesa la siguiente conclusión: “Las espadas siguen (…) en alto, aunque el pangnosticismo ha perdido terreno. Tenemos, por tanto, que esperar ulteriores investigaciones que deciden más claramente, si es que ello es posible, en este difícil y complejo tema”: página 311.
9. El Nuevo Testamento y la cultura helenística.
De más está decir que el mundo urbano de Palestina se encontraba dominado por la cultura del helenismo y sin ella no se entienden muchas cosas del Nuevo Testamento, y en particular las Cartas de Pablo. Página 312: “El proceso de helenización del cristianismo desde el punto de vista de la historia de las religionesdebe entenderse como la incorporación del mensaje del evangelio a un proceso histórico de la antigüedad tardía en el que se produce una entrada en masa en el Imperio romano de religiones orientales. Estas se van poco a poco desnacionalizando, se convierten en religiones de misión, y se acomodan al cosmopolitismo, tal como aparece claramente en los cultos mistéricos”.
De ahí vienen muchas perspectivas o calificaciones que se aplican a Jesús: como Kyrios (poderoso, fuerte), como salvador, como Hijo de Dios y, en fin, como Logos realizado (=palabra, discurso, lengua, narración).
Capítulo Quinto, Métodos y aproximaciones al estudio del Nuevo Testamento. Diacronía y Sincronía, páginas 331-391
Este último Capítulo representa, por así decir, la parte más abstracta del libro, la menos sencilla para el lector lego, aunque su contenido reproduce, en parte, ideas y conceptos anteriormente expuestos.
Los autores comienzan por explicar el sentido de las palabras que emplean: páginas 331-332. La primera de las dos perspectivas es la diacrónica, que “parte de un pasaje o libro en su estado definitivo, es decir, el que ha llegado hasta nosotros, y se vuelve hacia su génesis para descubrir su proceso de gestación o producción. Según esta perspectiva, los textos del Nuevo Testamento son el resultado de un proceso más o menos largo de transmisión o reelaboración”. A la inversa, la óptica sincrónica es la que “estudia el texto en sí, tal como se presenta ya fijado a nuestros ojos, su estructura, la interrelación de unas partes con otras, su contorno y significado”. La película de lo que ha ocurrido y la foto fija de la llegada, para entendernos.
Y siempre sabiendo que ambas lecturas “no son excluyentes ni antagónicas, sino complementarias”. Su empleo combinado suele terminar llevando a la conclusión de que un texto admite más de una interpretación.
Los autores exponen ambas cosas de manera sucesiva. Primero la diacrónica (por ser la que ha primado históricamente) y luego la sincrónica.
Para proceder al estudio diacrónico del Nuevo Testamento se comienza viéndolo, cómo no, en el marco de la historia de las religiones, para pasar luego a enfocarlo desde la crítica literaria, la historia de las formas y los métodos sociológicos.
El segundo de los estudios, el sincrónico, se aborda diferenciadamente desde la semántica, la lexicografía y lexicología, el análisis narrativo-estructural, la estilística literaria y, en fin, el análisis retórico.
Todo vuelve a ser, en suma, un alarde de erudición y de finura de análisis. El lector, si es que pone un poco de su parte, acaba gozándola, como suele decirse.
Hasta aquí, el contenido del libro en su parte por así decir sustantiva. Luego vienen dos Apéndices, uno sobre la traducción de los textos bíblicos -páginas 493 a 503- y el otro sobre las fuentes para el estudio del Nuevo Testamento: páginas 505 a 530. No falta de nada. Y tampoco se ahorran nombres de estudiosos: un verdadero Who is who.
Llega la hora de concluir, es decir, de las valoraciones de orden general.
Piñero y Peláez han escrito libros especializados (muchos de los cuales, por supuesto, son objeto de cita a lo largo del texto) y lo de ahora resulta distinto: un trabajo para profanos, como lo es el autor de esta reseña. Pero, si ellos han desplegado el esfuerzo de hacerse accesibles, también el lector tiene que poner un poco de su parte, cogiendo lápiz para subrayar y tomar notas. Y continuadamente: es una tarea para unas vacaciones o al menos de varios días seguidos y con poco trabajo.
Esa disciplina -un engorro, sobre todo para esos que justifican su incultura diciendo que no tienen tiempo para leer: como bien explicaba Manuel Alcántara, otro de los grandes, esa gente podría ahorrarse la confidencia, porque eso de que no leen se les nota- acaba teniendo su recompensa, que es la de descubrir un mundo nuevo. Y no un mundo cualquiera, porque éste presenta una extraordinaria profundidad y riqueza de matices. Pocos placeres intelectuales tan intensos y también tan llamados a perdurar. Y que se deben, insisto, a dos sabios de verdad. En España los tenemos. No son demasiados -esa especie de personas no puede abundar- pero con ellos ya es para blasonar. Un auténtico lujazo.