Paul Cezanne. Bodegón. 1877
Imaginemos un Proust (un Proust que no resultase soporífero, a ser posible) que, en lugar de poner el foco en una magdalena, se hubiese fijado, dentro de los alimentos imaginables, en un cocido: un cocido completo, con sus famosos tres vuelcos, o sea, la sopa, los garbanzos, las diferentes carnes, las verduras, … y además situado en el entorno (la cocina de la casa o el comedor) y con su acompañamiento: pan, vino y agua.
Si el autor de ese libro fuese persona bien nacida, empezaría con un reconocimiento hacia las miles de personas que han tenido que trabajar -productores, recolectores y distribuidores- para que puedan haberse reunido todos los avíos. Y a continuación repasaría monográficamente muchas cosas, empezando por los establecimientos de comida preparada -casi siempre, negocios pequeños e incluso unipersonales-, que antes de la pandemia ya supieron encontrar su sitio en la vida de muchos consumidores y en el paisaje de las ciudades. También tendría que reflexionar acerca del propio sentido de la palabra, cocido, como opuesto a crudo, lo cual exige estudiar el fuego o al menos el calor; sobre el lugar de la casa en el cual se suele comer, casi siempre, la cocina, el escenario del rito, y también sobre los manteles (o no) que se ponen sobre la mesa, así como sobre el vaso (de agua) y la copa (de vino), sin los que nada resulta tragable. Y eso sin contar la atención específica que merecen los sabores y, por encima de todos ellos, el del aceite.
Y, ya en cuanto a la manduca propiamente dicha, debería colocar el reflector por separado sobre el pan, las legumbres, la matanza (como acción de sacrificar un animal antes incluso que como el resultado de la misma), las entrañas de los bichos (la “casquería”) y las verduras. Para terminar, ya fuera del cocido como tal, con la fruta -no se olvide que el tomate lo es- y también con la trilogía té, chocolate y café.
Con ser agotadora la lista, sucede que ese monumental libro, casi un Aleph, no quedaría completo si a esos estudios monográficos no añadiera otros por así decir transversales, explicando cómo los alimentos se conservan (o se han conservado en épocas menos tecnológicas) y, sobre todo, deteniéndose en las prescripciones -prohibiciones, en realidad- que, en particular por razones religiosas, se han ido imponiendo: el judaísmo (el que más), el cristianismo y el islam. Hoy, en esta época tan descreída, son los dietistas y los nutricionistas los que desempeñan ese papel nada simpático. Y por cierto empleando el mismo tono admonitorio e insufrible. A las religiones les sucede lo que a la energía, que ni se crea ni se destruye.
En fin, el libro -ya un verdadero tocho– tendría que incluir nociones de física y sobre todo de química. Los descubrimientos (y en última instancia las revoluciones industriales, de las que la agrícola del neolítico fue la primera) consisten en nuevas maneras de resolver el grave empeño de dar de comer (y bien) a la gente.
Pues bien, hemos tardado en disponer de una enciclopedia de esas características, con el cocido -españolísimo- como hilo conductor. El autor tiene que saber de muchas cosas. La historia de las religiones, en el sentido de Max Weber, desde luego. Pero también, si es que acaso se trata de algo diferente, la historia de las mentalidades, al modo por ejemplo de un Jacques Le Goff. Además, ha de tratarse de un sociólogo dotado de la perspicacia de un detective para observar lo que suele encontrarse más oculto, que son precisamente los cambios de hábitos y de los planteamientos que uno tiene en sus propias narices o incluso practica por sí mismo y que por eso mismo no sabe apreciar. El autor debe además saber de geografía -la agricultura y la ganadería no se entienden sin ella-, lo que por cierto constituye un baño de cosmopolitismo y una refutación de las tesis aldeanas: el gazpacho andaluz, se quiera o no, es cocina fusión porque el tomate llegó de América y lo mismo puede decirse de la tortilla española, porque también hubo que esperar hasta el siglo XVI para que la patata viniera a Europa. Referencias ambas -muy elementales, por otra parte- que a su vez nos llevan a afirmar que para hablar con propiedad de las cosas de la alimentación también hay que estar puestos en historia, que desde Heródoto sabemos que en el fondo no es sino el complemento de la geografía: qué fue lo que sucedió en cada uno de los sitios. Y, ya el remate, el titán ha de ocuparse de lo más difícil de todo ello, que es el ensamblaje de las piezas. De la interdisciplinariedad hablamos todos como un ideal -el contrapunto a la temida “barbarie del especialista” que denunciara Ortega-, pero bien sabemos lo bravo de ponerse a la empresa.

Paloma Díaz Más
Paloma Díaz-Más es una española de 1964 cuyo nombre resulta familiar a los lectores. Ha vivido los enormes cambios (las mujeres más que nadie) del último medio siglo: la tecnología ha sido muy importante, y a las cocinas de las casas, aun las más humildes, le ha dado la vuelta como un calcetín. Vistos hoy esos cambios, nos cuesta reconocernos en quiénes éramos hace cincuenta años: las fotos de aquella época, incluso las mejor conservadas, salen siempre amarillentas.
El título del libro (“El pan que como”) puede antojarse anodino, pero su misma equivocidad -el pan es, metafóricamente, todo alimento y también el fruto de cualquier trabajo: “hay que ganarse el pan”- resulta ilustrativa. Pero lo mejor es el contenido, que se muestra no ya entretenido sino delicioso. Se aprende mucho al leerlo.
No es una recopilación de recetas, al modo del de Simone Ortega. Ni tampoco se parece a lo que pudieran ser las reflexiones de esos profesionales tan renombrados (hoy ocupan, junto con los futbolistas, la cúspide del reconocimiento social) como son los cocineros de postín. Es un producto intelectual distinto de todo lo anterior y que se ríe de las clasificaciones convencionales. A un bibliotecario le sucedería lo mismo que con los libros de Borges. No sabría en qué casilla colocarlo.
Antonio Muñoz Molina, a quien por cierto se le cita en página 83 al hilo de la recogida de la aceituna, tiene gran predilección por los trabajos, no infrecuentes en el medio anglosajón, que se focalizan en un producto de la tierra -el algodón o el azúcar, por ejemplo- para explicar bajo ese prisma todo un fenómeno histórico, como el colonialismo, el imperialismo o el esclavismo. Puestos a buscarle una filiación al libro de Paloma Díaz-Más, ahí podría terminarse encontrando, aunque con la peculiaridad de, como es notorio, el cocido tiene muchos ingredientes, cada uno de su padre y de su madre. Pero no nos empeñemos en forzar las cosas, porque estamos ante un trabajo literario único: casi un género en sí mismo.
A la editorial Anagrama hay que agradecerle, en fin, la excelente edición y el buen gusto de haber escogido para la portada un precioso bodegón impresionista del Museo de Orsay. Si la comida entra por los ojos, de los libros (y más aún de este libro) se puede decir algo parecido.