Man Ray. Luchita Hurtado, 1947

Nacida en Maiquetía (Venezuela) el 28 de octubre de 1920, y fallecida en Santa Mónica, California, el 13 de agosto de este año en que iba a haber cumplido los cien, la pintora venezolana Luchita Hurtado, integrada desde sus inicios a la escena norteamericana, y cuyo destino fue en parte mexicano, sólo muy recientemente alcanzó un amplio reconocimiento.

Llegada a Nueva York con ocho años, se formó en la Arts Students League. En 1938 se casó con el periodista chileno David del Solar, con el que vivió un tiempo en Santo Domingo (entonces Ciudad Trujillo), y con el que tuvo dos hijos, el primero llamado como el padre, y que sería fotógrafo y videoartista. Ilustradora para “Vogue”, y escaparatista, frecuentaba entonces a Kiesler, Matta, Rothko, Rufino Tamayo, o el escultor Noguchi, que había pasado parte de la década anterior en México. Este le presentó a Frida Kahlo, y al pintor austriaco Wolfgang Paalen, entonces residente en el país azteca. Convertida en la mujer de este último, la venezolana vivió con él el México surrealista, frecuentando a Leonora Carrington, Edward James, Benjamin Péret, Alice Rahon y Remedios Varo, entre otros.

Un cuadro suyo de esa época, de una pareja de ciervos bebiendo a la luz de la luna, nos habla de su cercanía con esas poéticas. En 1948 la pareja se instaló en San Francisco, donde Paalen creó un grupo, “Dynaton”, muy en la línea biomórfica (y con muchas referencias a lo precolombino) de su revista mexicana “Dyn”. Tras romper con él, en 1950, Luchita Hurtado se casó con otro pintor del grupo, el norteamericano Lee Mullican, con el que tendría  otros dos hijos, uno de los cuales, Matt Mullican, es también un reconocido artista.

Siempre a la sombra de sus dos maridos y su hijo artistas, Luchita Hurtado ha vivido varias vidas, pero ha terminado emergiendo y siendo reconocida como una voz singular. Moviéndose entre lo figurativo y lo abstracto, e interesada, como el resto de los “Dynatons”, por lo precolombino, encontró su voz propia en visiones desérticas casi más metafísicas que surrealistas (no olvidemos su amor por Taos, donde frecuentó a Agnes Martin), en abstracciones en base a la geometría popular de los textiles latinoamericanos (que tanto interesaban a sus amigos Joseph y Anni Albers), así como en obras fuertemente teñidas de autobiografía, que se refieren a la sexualidad y al propio cuerpo, y que nos recuerdan sus contactos, en los “seventies”, con Vija Celmins, Judy Chicago y otras artistas feministas.

Tras muchos años sin exponer, el redescubrimiento de Luchita Hurtado culminó en 2019, año de su individual en Hauser & Wirth de Nueva York, y sobre todo de su retrospectiva, comisariada por Hans-Ulrich Olbrist, en las Serpentine Galleries de Londres, que este mismo año ha viajado a Los Angeles, al LACMA, y está pendiente de inaugurarse en México, en el Museo Tamayo, con lo cual se cierra el círculo del destino en parte mexicano de la pintora, iniciado precisamente con su amistad con su colega oaxaqueño.

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