Borges imputó a Flaubert tres errores: pensar que existe una palabra justa para cada cosa, suponer que esa palabra es siempre la más eufónica y creer que el deber del escritor es encontrarla. Fruto de esta estética equivocada fue un estilo extraordinariamente preciso, casi perfecto al que, sin embargo, falta en ocasiones espontaneidad y frescura. Las únicas páginas en las que el autor francés dejó correr la pluma sin vigilar y pulir cada frase fueron sus cartas, para muchos críticos lo mejor de su producción. Madame Bovary, La educación sentimental, Bouvard y Pecuchet son sin duda obras maestras, pero su correspondencia, digámoslo así, es literatura en estado puro. La brillante antología que ha preparado Álvarez de la Rosa para Alianza Editorial permitirá a los escépticos comprobarlo.
Habida cuenta de quien hablamos, no parece exagerado decir que estas cartas constituyen el máximo exponente del género epistolar por calidad y cantidad (se han conservado cerca de cuatro mil quinientas). La causa de semejante aplicación hay que buscarla en la soledad del autor. Flaubert empezó a sentirse sólo pronto (“mis amigos me abandonan uno tras otro, se casan, se van, cambian, apenas si encontramos algo que decirnos”) y a huir también de la sociedad (“siempre he intentado vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza constantemente con derribarla”). La correspondencia fue para él un sustitutivo de la vida social que no tuvo. Si al trabajar en sus obras se sentía a menudo atormentado, cuando escribe a amigos y amantes la palabra fluye con soltura. Sus cartas no van dirigidas a la posteridad, son la expresión íntima de un hombre genial que tiene muchas cosas que decir y sabe decirlas mejor que nadie. Soltura no quiere decir, sin embargo, felicidad. Lo que descubrimos en su correspondencia es pesimismo, desconfianza en la pasión y el progreso, temor a enamorarse, a ser padre, a perder un día la inspiración … “Cualquier sentimiento se agria al llegar a mi alma”, escribe a Louise Colet, su amante, en agosto de 1846. Era entonces un joven de 25 años que se sentía viejo y ajeno a cualquier creencia fuera de la religión de la belleza y la perfección.
En una entrada de sus Diarios (La conciencia uncida a la carne) fechada en diciembre de 1973, Susan Sontag confiesa haber tenido dos experiencias demoledoras de lectura durante ese año: una biografía de Simone Weil y la correspondencia de Flaubert. Ambas le resultaron deprimentes porque en cada uno de sus protagonistas encontró un polo de su propio temperamento. Flaubert, a su entender, representa “la ambición, el egoísmo, la indiferencia, el desprecio a los demás, la esclavitud a la obra, el orgullo, la obstinación, la falta de misericordia, la lucidez, el voyerismo, la morbosidad, la sensualidad, la falta de honradez”. Seguramente todo esto sea verdad, pero Sontag es demasiado dura con él, quizá porque pretende serlo consigo misma, con ese polo de su personalidad al que aludió antes. Álvarez de la Rosa no comparte su punto de vista, aunque sabe que las ideas y actitudes del autor francés pueden resultar chocantes hoy. No es casual, por eso, que en el prefacio del libro, cuchicheándolo al oído, recomiende leer estas cartas “cuando esté uno emocionalmente equilibrado, cuando la vida te sonría o, al menos, no te abronque, porque Flaubert te mete en el fondo del barranco de la condición humana”.
El autor de Madame Bovary se definió a sí mismo como “hombre-pluma”. Álvarez de la Rosa lo compara con un radar que registra cuanto sucede a su alrededor y dentro de sí mismo. Claro que un radar extremadamente sensible, que no se limita a constatar lo que aparece. Los sueños, el deseo, la fantasía, todo eso de que se nutre la ficción forma parte de la mirada de Flaubert igual que la razón, el buen gusto o el sentido común. Si en un momento dado la vida le parece comparable a una sopa llena de pelos que no nos queda otro remedio que engullir, en otros cree que la tristeza es un vicio o que el secreto de la felicidad es ser ya feliz. Esta es la gracia y la virtud de esta antología, pues lo que descubrimos en ella es la vida misma de alguien que únicamente se conformaba con la verdad, la cambiante verdad.
No quiero terminar esta reseña sin una última aclaración. Álvarez de la Rosa podría haber organizado el material epistolar de diversas maneras. Podría, por ejemplo, hacer agrupado las cartas por temas: amor, erotismo, educación, progreso, etc. Seguramente el resultado habría sido también satisfactorio. Ha preferido, sin embargo, la cronología con la intención de ofrecernos indirectamente una biografía de Flaubert. El puñado de cartas seleccionadas (estamos ante la primera antología en lengua española de la totalidad de su correspondencia) permite conocer las vicisitudes de su vida, la evolución de su estilo y pensamiento, la naturaleza de sus relaciones personales, etc. Las concisas anotaciones que acompañan a cada carta y su excelente traducción conforman un libro estupendo, al que auguro un feliz y largo porvenir.
https://www.todostuslibros.com/libros/el-hilo-del-collar_978-84-1362-347-4