Fiesta. Francisco Iturrino

Tengo el verde y el azul, los celestes, los índigos y los turquís; el azul aguamarina y el ultramarino. Tengo esmeraldas, el verde veronés y el viridiano, el verde oliva que adoré. Los ocres, el color carne y el dorado. El rojo. Todos los rojos que quiero, el almagre y los bermellones de la China y de Holanda, el Burdeos y el carmesí; el Siena tostado y el Veneciano, el escarlata, los granates y el rojo persa. Tengo los marrones de la tierra, el ante, el arena, el pardo y el canela. Los amarillos también, ámbar y oro. Los violetas, zafiros y púrpuras. Y los rosas y fucsias. Y los blancos que quiera, blancos y grises nublados, que los quiero todos.

Tengo los colores en mi cabeza, los tengo en el alma, en el espíritu, como se quiera; los tengo dentro de mí. Estallan en mi corazón, explotan en mis pinceles, saltan en mi paleta, surgen de mis papeles. Los colores son vida y los tengo, los tengo todos. Son mi latido, recorren mis venas hasta mis manos, mis dedos, los pinceles y los lápices. No quiero pestañear, quiero mirar profundamente.

Tengo colores y tengo vida, lo que no tengo es salud. Maldita suerte la mía, maldita. No. No me encuentro nada bien. No recupero y esta podredumbre continúa. No recuperaré. Voy a pasar el día trabajando, pero antes voy a hacer un poco memoria de algunas cosas. Me apetece escribir y comentar algunos recuerdos. Soy un sentimental, no sé si con mucha o poca memoria. Hoy tengo un día terrible hasta el grado de que en vez de llevar los colores al lienzo, me los pintaría en la cara, montaría un caballo cimarrón y escaparía por páramos y mesetas. O más quijotesco, me lanzaría contra murallas y molinos, contra miuras y contra los críticos petimetres que se ponen en contra mía… si tuviera fuerzas.

Hoy no he querido salir. Henri me paseó ayer por Niza, recorrimos el Paseo de los Ingleses para reírnos un rato con los turistas quecada vez son más. Al “doctor” Matisse ya le saludan como una celebridad; yo, sin mi pierna, parezco el pirata Long John Silver, o qué sé yo, a Blas de Lezo, el marino español en los mares del Caribe en las guerras con los ingleses. A uno de ésos extravagantes mascarones de proa varado en este malecón perdido en el Mediterráneo, al gigante hambriento de un circo ruinoso. Un personaje como los que pinta Picasso al que ahora tengo que estar agradecido, su generosidad conmigo ha sido extravagante, pero tengo que decir que se ha portado como no esperaba que lo hiciera. (Quiero dejarlo por escrito y firmado: en el hospital de París, en La Charité me entregó 5.000 fr. en un sobre. Gracias, Pablo.)

Francisco Iturrino

Aquí, en Cagnes-sur-Mer no estoy haciendo la peor vida, al contrario. Es un buen lugar y es una buena gente. Estas salidas a villas y terrazas con el coche nuevo que Amélie le ha regalado a Matisse, me entretienen y me hacen más soportable este doloroso aislamiento obligado que sólo me satisface por lo mucho que podré trabajar, que no siendo lo de antes, creo será suficiente. Que conseguiré mantener el ritmo. Matisse se está portando muy bien conmigo, día a día se preocupa de mi estado y de cubrir mis necesidades. Quien me viera y quien me ve. Ambos recordamos los días que estuvimos juntos en Sevilla y en Tánger, pintores de odaliscas. También estoy muy agradecido a los Renoir, a toda la familia, por su atención, y la preocupación que tienen por su nuevo vecino que soy yo. Jean y Dédée son un cielo, en estas circunstancias son mis ángeles de la guarda.

La cojera de Jean ya me gustaría fuera la mía. Y no lo dudo, el genio pintor del padre, lo heredará el hijo en el cine que quiere hacer. Seguro. Gran invento esto del cinematógrafo. La preciosa Dedée fue modelo de su padre, y ahora será actriz. Les deseo toda la suerte del mundo, se la merecen.

En Cagnes estoy tranquilo. París me agota y a Madrid, de momento, no quiero volver, me mataría con tanto ajetreo. Quiero estar cerca de mi doctor Faure, y tampoco quiero que mis hijos me vean así, hecho un cuadro. Soy un artista, no un lesionado de guerra. Guerras, mierda de guerras.

Hoy he tenido carta de mis niñas, de mis mujercitas. María Luisa es especialmente responsable, Elvira me ha salido tenaz y trabajadora, y mi pequeña Elenita es un angelito del cielo y es muy divertida. Quiero que vengan a verme, pero todavía no puedo, no sé cuándo podré invitarlas. Lo pasarían bien, no sé cómo cabríamos todos en esta casa, aunque fuera sólo la tía Elena quien las acompañase, seríamos un montón. Quizás las instalaría en el Hôtel des Colonies, donde he sido un huésped querido y supongo me harían precio.

Visitar Cannes y Niza sería muy divertido para ellas, viendo a gente tan elegante y presentándolas a tanto perso- naje singular como por aquí pulula y que a muchos conozco. (Matisse a todos). Esta es una región que se convertirá en una reserva de artistas, millonarios y buscavidas. Se llenará de bellas mujeres. Habrá un tiempo que llegarán miles de turistas que irán contando en sus países que han visto a tal y cual personaje, a la más bella del cinematógrafo, a los excén- tricos rusos de los ballets, o, en particular, al mismísimo Jean Cocteau aspirando humo azul, rodeado de marineros tatuados.

A alguno de nosotros, artistas pintores que para entonces serán mitos, celebrándolo ya con estupendas señoras americanas, encantadoras y dispendiosas, que alguna me hubiera venido bien a mí. Otros podemos parecer más antipáticos y engreídos, como lo somos muchos en este gremio, todos tan ensimisma- dos con lo propio, como por otra parte es lo natural. Muchos cretinos que se creen creadores muy creativos.

A mí me pasa un poco lo mismo. Nunca lo he negado. Soy egoísta. Lo primero soy yo, creo en mí, y nada me importa de lo que se diga o se haya dicho de mí. Mi padre ya no pudo conmigo. Cierto que yo nunca me he ocultado (ahora me toca hacerlo). Cuando más iba a exponerme a la vida artística y social, tengo que encerrarme y observar y cuidar mi salud continuamente. Dejé el paraíso de los Echevarrieta en Málaga, La Concepción, para pasearme por Madrid y me han cortado una pierna. Si lo que me gustaba era moverme de un lado para otro, ahora seré un inválido. La Justicia Divina sólo se la creen mi padre, mi madre, cuatro curas y cinco monjas, que yo no. Definitivamente no. Yo ya no quiero creer, ni querer casi si pudiera. Bueno sí, a mis hijos y amigos sí. Lo demás, a los humanos, relativamente. Hoy y mañana, muchos de los próximos tiempos, no me verá nadie. Hoy no saldré de casa y me temo que cada día lo haré menos. Tengo cinco cajas de ampollas de Pantopón que me han llegado de España, que Marcelo me ha conseguido y que me remite mi hermano Paulino, y eso me es suficiente para olvidarme del mundo, del demonio y de la carne una buena temporada. El Pantopón es la peor morfina del mundo, es puro residuo y sus excipientes te dejan como seca la piel y seco el rostro. Pero es lo que llega, de la que dispongo con menos dificultad y que también me pueden enviar de España. Mi querida y guapísima niña X, con donosura y cariño, me ha traído una bullabesa que había hecho su madre. Es feliz con su bebé. A mí me gusta verla feliz. Es todo muy extraño, ella tan joven, yo muriéndome.

Henri Anspach pasará por la tarde empeñado en el re- trato que quiere hacerme y que parece le han encargado los munícipes de esta preciosa villa que me acoge. Seguro que Dédée y Jean se dejaran caer antes de cenar. Charlaremos. Voy a trabajar todo el día, todos los días hasta que acabe con el retrato de estas señoras que he decidido no desnudar. Escribiré a mis niñas, después de estos párrafos. Estoy triste y –quizás- un poco cursi, muy sentimental. Pero ahí van esas rimas, las de un padre que quiere ser cariñoso y que añora a sus hijas como yo lo hago ahora: Maria Luisa, tu nombre es una brisa, una brisa dulce, cantábrica. Elvira por ti esta pluma suspira con su tinta azul como el lazo que luces en tu pelo, Elenita, eres una cosa bonita. Bonita, bonita, preciosa. Quiero dejar escritos algunos de estos pensamientos.

Cuando uno deja el pincel tiene que coger la pluma, y cuando algunos me dicen que yo no dibujo, objetarles con cierta sorna que tampoco sé escribir mucho, y así me dejen tranquilo y no me tilden de fanfarrón. Si insisten, y me dicen lo mismo que me dicen siempre, que si soy un precipitado, un inconsecuente, un arrebatado… les diré que me da igual, y si que quiero hago un borrón y cuenta nueva. En pintura hago lo que me gusta hacer, y en la vida misma lo quiero igual. La realidad es que tengo buenas relaciones y correspondencia con muchos que no quiero borrar de ninguna manera, que los quiero, que me están ayudando como lo están haciendo, y a los que estoy tremendamente agradecido a pesar de lo aciaga de mi situación.

Iturrino por André Derain

Me encuentro desnudo frente a la enfermedad, frente a mi futuro. No sé cómo puede continuar esto, qué va a pasar. Dónde llegará la infección. Élie, el doctor Faure, metranquiliza, pero yo sé que está nervioso. Desde que acudió en mi ayuda, ha torcido su cara ante mi infección, y sólo ha podido tomar medidas finales. Ledigoa Faureque comoera tan largo había que recortarme. Como me movía poco, había que ajustarme el paso. Poca gracia tengo. Quetanelegante como decía queyoera, me he convertido en una especie de espantapájaros asustado con el aspecto del grabado que me ha hecho Matisse, que parezco un horrorizado lector de Allan Poe. ¡Qué miedo! Pelos de punta. Maldita sea. Quiero pintar… podré seguir pintando, pero me temo que se acabó el estar de aquí para allá, de poder viajar como me gusta, de ser el pajarito que era, en continua migración. Ahora será la transmigración del alma en pena. Algo así. De pájaro pinturero a espantapájaros. Maldita sea. Ahora venía lo mejor. Al final será verdad lo que me decía Unamuno, lo de “Pobre Iturrino”, algo que no me hacía mucha gracia en su momento, pero que se lo permitía al Sabio que siendo de mi quinta parecía mi abuelo. Si el afecto que me tenía don Miguel es el mismo que ahora tiene con Echevarría, que el bueno de Juanón se prepare a oír todo tipo de calificativos, claro que a él no le tachará de concupiscente, ni de loco infantil, como a mí.

Aquí en esta casita en Cagnes-sur-Mer estoy bien y parece que me quiere todo el mundo. Picasso, me tiene presente contantemente, claro que Pablo tiene muchos presentes, un pasado que yo me sé, y el más esplendoroso futuro. Ya es célebre y rico, y si sigue coqueteando con comunistas, ame- ricanos y demás, lo será más, mucho más. Es un verdadero monstruo. ¡No sabe nada! A Dios le tratará de tú a tú mientras Manolo Hugué le quita la cartera al Santísimo. El futuro de mis amigos parece espléndido, los artistas todos cotizan a lo alto, mis amigos ricos, cada vez lo son más. Es fantástico que así esté ocurriendo pero en mi caso carezco de un gran futuro y tampoco tengo un duro, que es un verso perverso.

Todo lo grande que soy me ha llevado a salirme del marco, de la fotografía. Todos a mi alrededor tienen un éxito fulgurante a ambos lados del Atlántico, y conmigo, que he sido el primero en mucho, todavía se discute si sé dibujar, si acabo mis cuadros, si lo mío es serio o si soy un depredador sexual que trata a las mujeres como si fueran piaras porcinas en la dehesa. Moral de idiotas, la puñetera envidia que me han tenido quienes han observado lo bien que me lo he pasado, lo mucho que he pintado, que no he tenido más riendas que las de mis caballos.

Cierto que siempre he estado donde me han llamado y últimamente me llamaban mucho, pero entre la encerrona de Ambroise Vollard y las pacatas críticas de algunos, me han querido cortar alas y lienzos. Algo que no han conseguido. Bueno, un ala en forma de pierna. Algún gracioso dirá que Paco Iturrino “no se sostiene”, y ahora me dirán también que soy un esclavo de esta puñetera droga, la morfina, pero yo les digo que Francisco Iturrino seguirá pintando y que seguiré retratandomujeresy jardines, a la naturaleza bravayverdadera, a lo que me dé la gana. Porque he pintado todo lo que me ha dado la gana, todo lo que he querido y como he querido, y pienso pintar más y más y más, de cualquier manera.

Algunos dirán que he pintado a la manera de otros, que soy un compulsivo, que no acabo mis obras, un precipitado. Sí, sí, sí. Lo que quieran. Pero no es así. Con los fauves fui el primero que explotó el color en el lienzo, soy mayor que ellos.

Francisco Iturrino. Henry Evenepoel.

En España igual, Darío de Regoyos empezó con lo de la España Negra que yo tuve que hacer blanca. Por más que quiero y respeto a Regoyos, me rebelaba contra esa visión suya, yo quería una España luminosa como dijo de mi obra el bueno de Apollinaire cuando la exposición en Vollard.

¡Cuántos líos entonces! ¡Qué vida! Vidas, sueños y planes. Cuando empezábamos. Cuando llegué del jardín “nouveau” que era Bruselas y, luego, a mí querido París en ebullición, recién estrenaban su Torre Eiffel. Cuando iluminaba sus paseos y avenidas, y socavaba el subsuelo para llevarnos en ferrocarriles subterráneos.

Todavía estaban vivos Toulouse-Lautrec y Paul Gauguin. Nos reuníamos con Paco Durrio que era el alma del grupo en sus reuniones en Vercingétorix, en el Café Weber. Mont- martre era una fiesta en la que a pesar de las dificultades que todos sufríamos, me sentí muy cómodo en su corazón del Boulevard Clichy, dónde vivimos Marie y yo.

Corazón el de Marie Joséphine que me soportaba, que aguantaba la ruina que llevábamos, el desprecio de mis padres y el tipo de vida que hacíamos que era más un sin vivir. Me soportó todo. Mi locura y mis nervios. Las noches sin un plato en la cena, o las de champán, los líos del Can-can, los muchos amigos bohemios. Mis fugas, el estar con la maleta permanentemente hecha. Marie sabe que la he amado tanto como ha sido imposible mi contención. Desaforado, me decía, lo soy mucho. ¿Demasiado, Josèphine?

En París me apunté a todo, al taller de Gustave Moreau, divino entre los divinos. Allí nos juntábamos media legión artística. Conocí a Puvis de Chavannes, al poeta Mallarmé, a la sombra final de Verlaine, fallecido no hacía mucho, a la corte de literatos que concitaba el pintor Moreau, a un montón de artistas fascinados por el maestro al que curiosamente, ninguno seguiríamos en su estilo. Íbamos por la Academia Julian, atelier por el que se movían los nuevos nabis y un buen número de españoles entre los que el primero y mejor era Juan de Echevarría, el hombre más bueno del mundo. Un figura estudiantil que venía de los mejores colegios europeos cuando le conocí. Dice Faure que yo era el más “elegante conocido suyo”, y yo diría de Juan que era el ser más exquisito que conocí nunca. Y su generosidad. A todos nos arreglaba despensa y convite.

(Fin de la primera parte)

Francisco Iturrino. Juan de Echevarría