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No puede decirse que Madame Curie (1867-1934) haya estado escasa de atención en forma de libros. Y bien que lo merece: Premio Nobel de Física en 1903 (compartido, como más abajo se dirá) y de Química en 1911. Sólo en España hemos de mencionar la biografía de José Manuel Sánchez Ron en 2000 -en realidad, una historia de la radiactividad, con motivo de su centenario- y ahora esta otra, cuya autora, Adela Muñoz Páez, es Catedrática de Química Inorgánica en la Universidad de Sevilla, especializada en el estudio de materiales en fuentes de radiación sincrotón y que ha firmado trabajos tan importantes como la celebrada Historia del veneno. De la cicuta al polonio (2012).
Y eso sin contar con las aportaciones a la figura de Curie provenientes de fuera de nuestro país y de fechas anteriores, como de las de Eva Curie, su hija (Marie Curie, 1938) o la de Susan Quinn, Marie Curie. A Life, 1995).
Del libro que se va a reseñar hay que empezar destacando que estamos, una vez más, ante una obra de divulgación, o sea, no dirigida en exclusiva a los especialistas. Un profano como es el autor de estas líneas puede leerla sin perderse nada, a poco que ponga un poco de concentración. Tiene uno la impresión de que, dentro de unos años, sólo van a existir este tipo de cosas: o los autores se saben explicar para todos o mejor que vayan pensando en echar el cierre. Quedarían para explicar a estudiantes de biotecnología en unas aulas in vitro, por poner una referencia entre muchas otras posibles. La marginalidad más absoluta. Muy sabios tal vez y con sabe Dios qué diplomas, pero también muy colgados, aunque, eso sí, contentísimos de haberse conocido.
No resulta precisamente neutral que la autora del libro objeto de la reseña ejerza en la Universidad de Sevilla, centro de investigación cada vez más importante en España y en Europa -de la tradición se hace vanguardia- y particularmente propicio para las mujeres. Tengo que poner en primer lugar, y no sólo porque profesan mi asignatura, a Concha Barrero y Encarnación Montoya, que están en la cima. También me acuerdo de Lola Pons Rodríguez, en Filología. Y ahora Adela Muñoz Páez.
La frontera entre la física y la química resulta, vistas las procesiones desde el balcón, intelectualmente imposible de trazar, aunque entre los expertos de una y otra cosa haya sus celos. A Ernest Rutherford (1871-1937), le dieron el Premio Nobel en 1908, con apenas 37 añitos, pero, lejos de celebrarlo, el buen hombre se lo tomó como una tragedia porque fue de química. En palabras literales suyas, “la ciencia, o es física o es filatelia”. Menos mal que nadie le pidió su opinión sobre el Derecho Administrativo.
Marie Curie los obtuvo los dos -primero el de Física, aunque, como se ha dicho, ex aequo– compartido- y es una persona que por sí sola llena la historia de Francia en el primer tercio del siglo XX. De Francia -siendo ella de un país tan periférico como Polonia-, pero no sólo: del mundo entero, porque, como es notorio, era mujer, condición que no podemos juzgar con los ojos de hoy, cuando todos vamos siendo casi iguales. Cuando, desde nuestra perspectiva, un siglo más tarde, se acomete el estudio de aquello hay que tener cuidado porque caer en anacronismos -o sea, incongruencias en lo relativo a la época- resulta muy difícil de evitar. Pero el libro al que se refieren estas líneas sabe hacer frente a todos esos conjuros.
En la reseña que en 2000 dedicó José Portolés al trabajo de José Manuel Sánchez Ron sobre nuestra heroína -Revista de Libros, número 48, accesible con facilidad en Internet- se afirmaba, acerca de la importancia de la física del siglo XX, que resulta necesario ponderarla “en la construcción tanto cultural como tecnológica de nuestra sociedad actual”. Y con ello no se exagera nada: en los primeros años de la pasada centuria se pusieron sobre la mesa una serie de descubrimientos que no resultaban explicables desde las teorías clásicas del electromagnetismo, la termodinámica o la mecánica. Tenemos de un lado la física cuántica y de otro las teorías de la relatividad, tanto general como especial. Y la yuxtaposición de todo ello -junto por supuesto con la capacidad de los medios de comunicación para darlo a conocer: el celofán acaba siendo el mismo mensajero, como bien explicó Marshall Macluhan- es lo que ha dado lugar al mundo en el que vivimos, aun cuando no todos se muestren capaces de captarlo en profundidad.
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Polonia es para nosotros un Estado de la Unión Europea, situado al este de Alemania. De esos países que, provenientes del mundo comunista, se liberó del yugo hace treinta años -en muy buena medida, por influencia de la Iglesia católica, allí todavía muy poderosa, como suele suceder con las religiones allí donde se impuso el ateísmo obligatorio- y en 2004 acabó incorporándose al club de las democracias occidentales. Una incorporación por cierto no sencilla, porque estamos lejos de nada parecido a un paraíso de las libertades individuales. Pero, a los efectos que nos conciernen, dejemos ahí el asunto. Pelillos a la mar.
Los que tienen un poco más de cultura añaden a esos datos el hecho de que se trata de una nación joven, porque hasta 1918 (apenas se acaban de cumplir 100 años) sufrió un régimen de ocupación, en parte, incluyendo Varsovia, por los rusos y en el resto por Prusia (a partir de 1870, Alemania) y Austia-Hungría.
Como suele suceder en las situaciones de opresión, los levantamientos populares se sucedieron. El de 1863 -todavía en pleno romanticismo, por tanto- se mostró particularmente intenso. En el libro (página 20) se explica bien: “Dado que las fuerzas de ocupación eran militarmente muy superiores y las rebeliones estaban condenadas al fracaso, los polacos idearon un nuevo concepto de resistencia: había que centrarse en el estudio y el trabajo. La élite polaca inventó un positivismo polaco (…). A partir de las ideas de Auguste Comte, John Stuart Mill y Herbert Spencer, (…) el interés de los positivistas polacos se centró en las ciencias naturales, la ingeniería y las matemáticas”.
Pongamos ahora el foco en el Zar Alejandro III (sí, el del puente de París junto al Grand Palais y el Petit Palais: luego se irá a los detalles), que en 1881, al ser asesinado su padre Alejandro II, subió al poder. El nuevo monarca se adhirió a la política tradicional de nacionalismo, autoritarismo y religión ortodoxa. A los polacos la vida se les complicó todavía un poco más.
En Varsovia vivía la familia Sklodowska-Boguska. Gente, para decirlo con una palabra, estudiosa: una de esas casas con libros, para entendernos. De los que creen que el conocimiento -en la materia que sea- es lo que sirve y, por de pronto, lo que redime. Se habían casado en 1860 y tuvieron varios hijos: Sofía, Józef, Bronislawa y, en 1867, Mania, que en 1883 se graduó en el Liceo. Luego optó por las ciencias y en particular la química: siete años preciosos en su formación. Pero aquello se le iba quedando cada vez más pequeño y en otoño de 1891 pensó en volar: a París, en concreto.

Madame Curie y su hija Irene, en París (1927)
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La Francia de la Tercera República había nacido con mal pie. La derrota de Sedan en 1870 la tenía traumatizada y la sangrienta experiencia de la Commune de París terminó de ennegrecer el panorama. Pero también en esa sociedad anidaba la idea de que es el conocimiento lo único que al final nos saca de pobres. La Sorbona se reorganizó en 1886 sobre la base de las cinco Facultades tradicionales, entre ellas la de Ciencias. En ese medio estaba, por ejemplo, un Henri Becquerel, que en 1896, en el marco de su investigación sobre la fluorescencia, descubrió las radiaciones espontáneas del uranio: la llamada “radiactividad natural”. Y allí trabajaba también un tal Pierre Curie, uno de los expertos mundiales en magnetismo. Como recoge el libro en página 78, “es de destacar su interés por dar aplicaciones prácticas a sus descubrimientos. En el caso de la piezoelectricidad, son muy numerosas: por ejemplo, en los mecheros o en el reloj de cuarzo, el más preciso durante mucho tiempo en la detección de ultrasonidos, que permitió desarrollar el sofisticado sonar para que los barcos esquiven los obstáculos del fondo marino durante la navegación. Pero la aplicación que tuvo más relevancia para el tema de este libro fue la balanza de cuarzo piezoeléctrica, que al posibilitar la medición de corrientes eléctricas extraordinariamente débiles fue crucial para cuantificar la radiactividad”.
En eso tan brillante consistía la Francia de finales del siglo XIX, aun cuando no faltasen episodios poco edificantes como el affaire Dreyfus. Pero lo cierto es que en el año 1900 se pudo celebrar en París una Exposición Universal que fue la maravilla del mundo y a la cual se deben los tres monumentos más arriba citados: el Grand Palais, el Petit Palais -por cierto, con un jardín donde comer en invierno o en primavera constituye un gozo de los auténticos, a poco que no concurran muchos turistas- y, justo al lado, en el Sena, el puente de Alejandro III, erigido en honor de la amistad franco-rusa. Félix Faure había sido Presidente de la República entre 1895 y 1899, de manera que no llegó a ver las cosas terminadas, aunque, en revancha, murió con gran dulzura, según relatan las crónicas.
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Sabemos que Mania Sklodowska, no bien llegada a París, se topó precisamente con ese ambiente científico y en particular con Pierre Curie, con quien -una vez afrancesado su nombre: pasó a llamarse Marie- se casó el 26 de julio de 1895, o sea, a los cuatro años de haberse incorporado. También resulta conocido que ambos (junto con Becquerel) obtuvieron el Premio Nóbel de Física muy pronto, en 1903: habían descubierto no sólo la radioactividad, sino dos nuevos elementos químicos radiactivos, el polonio -el nombre no resulta precisamente casual- y el radio. En fin, nadie ignora que, tras la muerte de Pierre en 1906, ella supo brillar en solitario como una estrella mediática: el viaje a Nueva York en 1921 está ya en la historia.
El ambiente en el París de los años veinte y treinta (después de una guerra mundial en la que la union sacrée de los franceses tuvo mucho de irreal, aunque a ella las batallas le acabaron trayendo la alegría de la independencia de Polonia), no debió ser sencillo: el antisemitismo y la xenofobia estaban cada vez más presentes. De otra manera la ocupación alemana de 1940 -lo que Chaves Nogales llamó la agonía de Francia– no habría encontrado tanta colaboración: el terreno estaba bien abonado, sin duda.
Pero Marie murió en 1934, antes de cumplir los 70. El destino le ahorró tener que contemplar unos momentos tan poco gloriosos para su patria de acogida. Y que para ella, como polaca, le habrían removido lo más profundo de sus fantasmas de la infancia y juventud.
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No hace falta decir que la historia de los inmigrantes científicos de esa época no estaría completa sin volver al neozelandés Rutherford, que en 1894 viajó al Reino Unido y se incorporó a los Laboratorios Cavendish de Cambridge y resultó tan productivo que acabó dando con el núcleo atómico, nada menos. En 1919 sucedió a J.J. Thomson -¡nada menos!: premio Nobel él también, aunque en 1906- al frente de la institución. Entre 1925 y 1930 acabó presidiendo la Royal Society. Sí, la que había fundado Newton. Un nivelazo. Los tres (Newton, Rutheford y Thomson) están enterrados en la abadía de Westminster: honra y prez de la patria británica. Y todos ellos también tienen su papel en el libro que se reseña, aunque no sea de protagonistas y sí sólo como lo que en Hollywood se llaman -con expresión injusta por lo minusvalorativa- actores de reparto.
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El libro de Adela Muñoz Páez, que -punto crucial- no cae en el pecado de querer ser una hagiografía, presenta la siguiente estructura:
– Nueva York, páginas 9 y 10. Es precisamente el viaje de 1921.
– Primera Parte, “Polonia en el corazón”: páginas 13 a 58.
– Segunda Parte, “París, la ville Lumiére”: páginas 103 a 179.
– Tercera Parte: “Muerte y resurrección”: páginas 183 a 271. Con un Capítulo final (el 23: “La Maga del Radium en España”), donde se relata la estancia entre nosotros de Marie, ya viuda, con sus dos hijos, en abril de 1931, de inmediato tras la proclamación de la segunda República. Y, previamente, con muchas páginas dedicadas al incidente Langevin, un culebrón digno de la prensa rosa. No podía faltar esa perla por cierto en una ciudad como París, tan dada a las relaciones triangulares y a las situaciones personales comprometedoras. No iba a ser Félix Faure, por mucho que se tratase del Presidente, el único que se entretenía.
– Epílogo, “Irene y Frédéric Joiliot-Curie, Ève Curie”: páginas 285 a 293.
La conclusión que uno obtiene es la que aparece en el párrafo final de la contraportada: “Trabajó, amó y vivió apasionadamente, hasta que el fulgor del radio que ella amó apasionadamente le robó el último aliento”.
Y con un índice alfabético, que se agradece muchísimo. En estos casos, casi tendría que ponerse como algo obligatorio.
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En honor de la obra que se reseña hay que decir que deja que sea el lector el que responda a las preguntas que también quedan formuladas en la propia contraportada, aunque al inicio: ¿Una científica genial o una mujer ambiciosa que se aprovechó del talento de su marido? ¿Un ídolo de masas o una persona patológicamente introvertida? ¿Una esposa abnegada o una amante apasionada que destrozó una familia?
Es un trabajo que hay que leer aunque sólo sea para formarse opinión sobre todo eso. Pero aún más por el magnífico retrato que hace de las respectivas sociedades: la Varsovia del último tercio del siglo XIX, la París de los primeros treinta años de la siguiente centuria y las ciudades científicas inglesas de los mismos períodos, como tercero de los puntos que hace falta para delimitar el plano. Tres atmósferas donde, sean cuales fueren las diferencias, había algo en común: se consideraba que el conocimiento valía mucho. Era lo que daba los galones: de ahí de su capacidad de atracción de los mejores, ya lo fueran de Polonia o de Nueva Zelanda. ¡Cómo se echa en falta hoy ese tipo de cosas y no sólo por cierto en España!