Para cualquier persona educada en los rudimentos de la cultura cristiana, que en España somos todos o casi todos los de más de cincuenta años, y más aún, si hemos estudiado en colegios religiosos, Pilato (o Pilatos), de nombre Poncio, fue el gobernador romano que envió a Jesús a la cruz o al menos, y dicho con más precisión, el que no impidió que le condenaran los verdaderos acusadores, los judíos. Eso es lo que ha quedado en nuestra cabeza.

En el sistema educativo español se ha venido entendiendo que la asignatura de religión significaba catequesis del catolicismo y de su Iglesia: lo que se podía impartir en una parroquia, para entendernos. Luego en muchas casos ha venido, como enseñan las estadísticas, el abandono de los ritos (o de las creencias, incluso). La antigua mezcolanza ha tenido como consecuencia que también se haya diluido lo que pudiésemos llamar el conocimiento de la religión. O de las religiones, porque el cristianismo no se entiende sin el judaísmo, del que fue una herejía (una escisión, diríamos en la terminología de las sociedades mercantiles), o sin los dos cismas o rupturas posteriores dentro del propio cristianismo. El de oriente -los llamados ortodoxos, a partir de la historia de Miguel Cerulario en 1054- y, casi cinco siglos más tarde, el de los protestantes, desde que en 1517 Lutero colgase un escrito con sus 95 tesis en la puerta de la abadía agustina de Wittenberg. El catolicismo -los Papas de Roma, para poner esa referencia- resulta en efecto ininteligible sin contrastarlo con la conocida como ortodoxia -muy presente en Rusia, por ejemplo, pese al comunismo del siglo XX- y también, por supuesto, con el protestantismo, éste a su vez con numerosas subdivisiones, sectas y confesiones de la más diversa laya, en especial en América o, ahora, en las Américas, en plural.

Algo Schiavone es un historiador italiano de largo oficio y varios de cuyos libros han sido vertidos a nuestra lengua. Y se ha añadido este otro, que el autor presenta situando al personaje “en la intersección entre la memoria y la historia”: el resbaladizo terreno que se conoce como “memoria histórica”, donde el pasado -más aún, el pasado con puntos escabrosos, que acaban saliendo siempre a poco que uno se ponga a buscarlos- se encuentra inevitablemente teñido de los sesgos ideológicos del presente para verse utilizado en las contiendas del momento. Nuestros rifirrafes domésticos al hilo la Ley de Memoria Histórica de 2007 (“por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura”) son pálidos al lado de lo que se controvierte en Alemania sobre lo que sucedió entre 1933 y 1945 con el aplauso o al menos el silencio cómplice de gran parte de la sociedad; en Francia acerca de la ocupación de París por los propios nazis; o en Estados Unidos con el hecho del esclavismo y luego la segregación racial, que se ha prolongado hasta hace pocas décadas. Los debates acaban siendo auténticos avisperos.

Como se explica en la portada del libro, tenemos dos fuentes de conocimiento. “Por una parte, los Evangelios, grandes laboratorios de la memoria religiosa cristiana, que inauguran un nuevo modelo de comunicación literaria que combina composición escrita y tradición oral. Es a propósito de la muerte de Jesús, eje de su estrategia narrativa, como dan cuenta de Pilato, sobre todo el Evangelio de San Juan”. Y luego está lo segundo: “(…) dos intelectuales del siglo I, Flavio Josefo y Filón de Alejandría, que escribieron sobre Pilato en el contexto de los hechos acaecidos en la Judea romana durante los principados de Tiberio y Calígula”.

El análisis del autor empieza siendo sociológico o, si se quiere, de sociología de las religiones, en el sentido de partir de la geografía política del siglo I -la Judea romana, en efecto- para poner el foco en lo que eran las mentalidades dominantes, si se prefiere expresarlo de esa manera. Lo que hoy encontramos en el mapa como el territorio de Israel estaba dividido en tres partes: a) Judea al Sur y en la costa mediterránea (con Cesarea, la capital, en la parte de más arriba y con Gaza abajo), con unos 9.000 kilómetros cuadrados (menos que la provincia de Granada, para entendernos); b) la pequeña Galilea, donde estaba Nazaret, al norte (y sin litoral), bajo el gobierno de Herodes Antipas; y c) un tercer territorio, también de este último regidor, al lado este del río Jordán y por tanto aún más lejos del mar.

Que allí vivieran los judíos -era la tierra prometida a Abraham, después de todo lo que sabemos sobre la vuelta desde Egipto y la vida de Moisés- no significa que no hubiese gente de su padre y de su madre. Convivían, como se explica en páginas 74 a 76, al menos tres grupos: los saduceos (las grandes familias aristocráticas, de donde salía el sumo sacerdote), los fariseos (a quienes los Evangelios presentan como “unos formalistas miopes e inflexibles del cumplimiento escrupuloso de los rituales que de la interioridad moral de las prescripciones religiosas”; probablemente, “hay mucha exageración en ese cuadro”) y, en fin, los esenios, “un pequeño grupo de devotos dedicados al estudio y a una intransigente fe de vida  comunitaria”. Una  sociedad  fragmentada -todas lo son-, aunque, dicho con palabra actual, teocrática (y gerontocrática: de ahí que los “ancianos” equivaliesen a “sabios”) y ya monoteísta. Y una sociedad además de cultura escrita -de ahí la importancia de los escribas como gremio-, con la Biblia –“la Torá”- como libro de libros: lo que ahora identificamos como el Antiguo Testamento. Pero, como resultaba inevitable en aquella época, que se encontraba sometida a un proceso de helenización cultural (y lingüística) cada vez más perceptible, con los seléucidas -hijos de Alejandro Magno, para entendernos- en el papel de agentes.

 

 

Es natural que allí se juntaran “un tropel de predicadores, profetas y taumaturgos que, sin descanso, recorrían de punta a punta la Palestina del siglo I, contribuyendo a enfervorizar los anhelos religiosos de sus gentes” (página 23). Y también forma parte de la lógica que la aristocracia sacerdotal viera en ellos la confirmación de lo que habían venido anunciando los profetas, en singular a partir de Daniel, que habla de Nabucodonosor (con las cuentas actuales, de 604 a 562 antes de Cristo) pero que vivió durante la persecución de Antíoco Epífanes, en torno a menos 164, que no paraban de anunciar lo inminente del final de los tiempos. En suma, un serio peligro para el establecimiento: el ambiente estaba agitado, para decirlo con suavidad. Jesús fue, de todos ellos, el que demostró mayor capacidad de liderazgo, por emplear de nuevo palabras que no son de entonces. Y para más inri tenía “orígenes humildes” (página 97), lo que en ese tipo de atmósferas hacía que todo se le pusiera cuesta arriba. Por  si  acaso  faltaba algo, no era de Judea -el cogollo, donde estaba Jerusalén-, sino en Galilea: la periferia.

A ello hay que añadir las peculiaridades de la dominación romana, que si se extendió por tantos sitios fue precisamente porque supo quedarse en ese punto de equilibrio que caracteriza al que aprieta pero no ahoga. La asimilación e integración de los nuevos territorios se hacía con cuidado no molestar más de lo debido. El autor emplea incluso -página 64- la palabra “autonomía”, para explicar que “en todos los casos en que era posible, y sobre todo cuando existían tejidos urbanos bastante desarrollados, las comunidades locales debían seguir rigiéndose por las propias tradiciones y las propias leyes: suis moribus legibusque suis uti, según la fórmula lapidaria adoptada menos de un siglo después por el emperador Adriano, en un discurso del que da testimonio Gelio”. Al final, las colonizaciones -palabra una vez más muy posterior, por supuesto- tienen sus límites y, se quiera reconocer o no, el colonizado acaba influyendo sobre el colonizador tanto o más que a la inversa. Y así sucedió en efecto en los territorios de Roma incluso cuando la República dio paso al Imperio, primero con Augusto (hasta el que hoy tenemos como año 14) y luego con Tiberio.

Sólo bajo esos presupuestos se entiende lo que cuentan los Evangelios (en griego: “buena nueva”, como es igualmente notorio) acerca de lo que conocemos como “pasión y muerte de Cristo”. Se ha dicho muchas veces, con perdón por reiterar lo que resulta obvio, que sus autores, tanto los de los tres textos sinópticos como San Juan, le imprimieron al relato -otra vez se cae de manera inevitable en el anacronismo- un sesgo antijudío para acabar librando de culpas a Pilato, representante del Imperio romano, que habría intentado no emitir un veredicto de condena y que, finalmente, aun cuando consintió la pena, lo hizo lavándose las manos (en un gesto de autoexoneración de responsabilidad, dicho sea de paso, cuya historicidad niega el autor). Al respecto se suelen aportar dos razones, ambas plausibles. Primero, que, siempre cuando surge una nueva religión como una rama de otro tronco, tiene que dedicarse a denostar a conciencia a esa matriz -aquí, los judíos- porque de otra manera no se justifica haberse ido. Y segundo, porque, en este concreto caso, los Evangelios se escriben a finales del siglo I, cuando Roma dominaba el mundo (y perseguía a los que se llamaban cristianos y se encontraban en la metrópoli), y por tanto no era cuestión de echar más carbón a la caldera. El momento aconsejaba contemporizar con el poderoso o al menos no agravar más las cosas.

No hace falta reiterar que, en ese contexto, el autor dedica el grueso del libro a reconstruir lo realmente sucedido en lo que conocemos como la pasión, con Pilato como interlocutor de los sacerdotes -que no estaban dispuestos a otra cosa que no fuera la condena a muerte de Jesús- e interlocutor también del propio Mesías. De los cuatro Evangelios, el foco lo coloca en el de San Juan, como se indicó al inicio de esta reseña (y se percibe en cada página). Particular empeño pone el texto en denunciar la impostura de que en el pueblo judío anidara un atisbo de democracia: los acusadores fueron sólo los de la cúpula, encarnada en Caifás, sumo sacerdote a la sazón, y su suegro Anás, los únicos que pintaban algo -los que prefirieron que, puestos a salvar a alguien, fuese el mismísimo Barrabás- y a quienes el prefecto romano, siempre cuidadoso de no ofender a los gobernados y menos aún a sus élites, no quería desautorizar.

Por este libro nos hemos enterado de que después de aquellos rifirrafes Pilato siguió varios años como prefecto de Judea: señal de que sus jefes de la metrópoli (en última instancia, el mismísimo emperador Tiberio) no quedaron descontentos con su manera de proceder, quizá por entender que había evitado el mal mayor, el conflicto con la aristocracia local. En ese tiempo añadido no se le conoció nada digno de mención. Su minuto de gloria -porque fue muy breve, sea cual fuere el juicio que merezca su actuación y su grado real de protagonismo en la decisión de condena- había pasado ya.

El siete es uno de los números mágicos: siete eran los sabios de Grecia y las maravillas del mundo (o los enanitos de Blancanieves, ya mucho más tarde). Y siete fueron también los personajes de la pasión: Judas (el traidor por excelencia: en ese tipo de situaciones sociales por así decir desdobladas, cada quien tiene sus infiltrados entre los otros), Anás, Caifás, Barrabás, Herodes Antipas, José de Arimatea -a la inversa: un seguidor de Cristo emboscado dentro del grupo de los acusadores- y, por supuesto, Pilatos, nuestro foco.

 

 

el tres es otra de las cifras con estrella. El autor recoge el dato en páginas 14 y 15: “Reflejada en el espejo de los cuatro Evangelios, la muerte de Jesús nos sale al paso como la culminación de su predicación y su testimonio. No es ningún trauma que interrumpa un camino, sino un acontecimiento que lo lleva a cumplimiento y lo perfecciona, y que lo proyecta hacia la eternidad. La reforma dual -el Padre y el Hijo- del originario y rigidísimo monoteísmo bíblico comienza a estabilizarse precisamente con este episodio; al igual que la misteriosa relación entre Dios y el tiempo, en tanto que el complemento trinitario que todos conocemos no será sancionado hasta mucho más tarde, como impronta de la irresistible presencia y fascinación del Tres en las arquitecturas teológico-filosóficas de Egipto, Grecia y la India. En aquel acontecimiento -y en los momentos que lo preparan- se estableció ante todo el núcleo genérico de la teología política de Occidente, sobre el cual empezarán a trabajar después Pablo y Agustín. En definitiva, el cristianismo echa a andar de verdad con esa muerte”.

El libro no sólo se muestra intelectualmente accesible para un profano, sino que, bien al contrario, resulta fácil de seguir e incluso puede calificarse de entretenido. El autor cumple con el primero de los mandamientos de todo el que aspira a que lo lean: no aburrir. No poseo expertisse para saber si Aldo Schiavone -situado muy por encima de una Karen Armstrong, sin duda- llega a la altura de un Antonio Piñero -en estas materias, la primera autoridad-, pero el lector común se puede entregar a su desbroce sin obstáculo alguno y eso es lo que de verdad vale. Más aún, después de haber estudiado y subrayado el texto, se quedará sin saber si Schivone es creyente y, caso de serlo, si de una confesión u otra. En este tipo de materias con tanto sesgo -con tanta ideología, si se quiere-, tal afirmación debe interpretarse como el mayor de los elogios.

No es, en suma, un libro pensado para beatos del cristianismo, si se quiere decir con esa expresión nada afectuosa. Ni para aquellos que (sea cual fuere su grado actual de compromiso con la religión, sea una u otra) estudiaron en la infancia lo sucedido    -la “historia sagrada”, como se decía entonces- en las ocasiones en las que se hablaba de Pilato. El único requisito es querer cultivarse o al menos no empeñarse en cerrarse las puertas a ese placer intelectual -o incluso esa necesidad vital- que es el conocimiento histórico. Entre otras ventajas, para tener la capacidad de poder seguir con criterio las noticias del día cuando hablan de la guerra civil que se vive en Oriente Medio desde hace tantos siglos: un conflicto crónico -a partir de Mahoma, la islamización de Palestina y la conversión de Jerusalén en la tercera ciudad sagrada del Islam, más enquistado aún- y que sólo se alcanza a comprender si se contempla con los ojos del (aficionado a) historiador. Del historiador de las mentalidades, en particular, que es donde suele esconderse la clave de las cosas.

Nada mejor que terminar en boca del propio autor, página 70: “El choque cultural que se libró en ese pequeño escenario periférico -Grecia y judaísmo, con el poder romano como trasfondo: la tríada que daría forma a la entera andadura de Occidente- constituyó una prueba decisiva”.

Sin duda que “no podemos decir qué habría ocurrido si el contacto entre el judaísmo y aquella sabiduría extranjera hubiese producido otro resultado, menos conflictivo y más sincrético; si los intelectuales griegos hubiesen aprendido hebreo y arameo, y si la cultura religiosa judía hubiese sido más receptiva hacia el pensamiento helenístico”. Estamos ante un escenario contrafáctico y ya se conoce que en esos casos no puede irse más allá de lo puramente conjetural. Pero el autor se atreve a dar el paso de vaticinar: “Sin duda que habría cambiado por entero el curso de Occidente, y también habría sido distinta, más tarde, la relación del judaísmo con el cristianismo”.

 

Traducción de Alejandro García Mayo

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