La patria del escritor es el lenguaje. La frase, con ser cierta, oculta más de lo que quisiéramos los avatares de nuestro tiempo más recientes, obligados a volver a definirnos en aquello que creemos nos identifica. No en vano hay un libro esencial de George Steiner publicado en 1971, Extraterritorial, donde se sientan las bases, con el ejemplo de varios escritores, Borges, Nabokov, Beckett, Conrad, Kafka, James Joyce, Céline… de una nueva definición de las relaciones humanas mediante el estudio de evolución del lenguaje a través de su desarraigo ante sus países de origen, algo que había comprobado en carne propia cuando tuvo que dejar Europa, por su condición de judío, e instalarse en Nueva York a raíz de la II Guerra Mundial. Esa condición de extraterritorial no tiene necesariamente que obedecer a razones políticas, aunque la mayor parte de las veces tiene en ello su origen, sino que obedece más a una comprobación de cierto estado presente en la Modernidad y cuyos antecedentes pueden rastrearse en obras como los Passagenwerk, de Walter Benjamin donde a través de la concepción del dandy y del flâneur en la obra de Baudelaire y de la función de los Pasajes parisinos, el ensayista alemán esboza toda una teoría de la Modernidad mediante un ejercicio hercúleo de citas que deben todo a la idea de montaje cinematográfico. Pero lo cierto es que esa determinación se cumple con insistencia brutal a través del desarraigo político, vale decir el exilio, como una constante del siglo XX.
Y es ese territorio acotado el que estudia la barcelonesa Mercedes Monmany en su último libro, Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX, un volumen que viene a completar con brillantez el panorama artístico que la autora ha estudiado a lo largo de muchos años, primero como especialista en literatura catalana e italiana y, posteriormente, en la literatura centroeuropea, lo que le ha llevado por fuerza a la descripción amplia del destierro de gran parte de la intelectualidad europea debido a los acontecimientos políticos que desembocaron en la Revolución Rusa y el posterior ascenso del fascismo y luego la II Guerra Mundial y que tuvo en el exterminio planificado de gran parte de la población judía su lado más perverso.
Estudiosa de ese período que en buena parte ocupa casi lo más granado del arte occidental del siglo XX, crítica en diversos medios de comunicación, traductora, Mercedes Monmany publicó en 2015, Por las fronteras de Europa,que es un estudio de crítica literaria de lo más notable de las letras de nuestros días. Pocos sitios y tradiciones le son ajenas y así tenemos una incidencia notable en las literaturas alemana, italiana, portuguesa, inglesa, francesa, turca, hebrea, holandesa… que hizo decir a Claudio Magris, el enorme estudioso de la literatura centroeuropea, que este libro venía a ser una suerte de “atlas espiritual”. Luego, en Ya sabes que volveré,de 2017, Montmany dedica este estudio a revelar la figura y obra de varias escritoras que murieron en Auschwitz, como Etty Hillesun, Gertrud Kolmar y la más conocida de todas para el público, Irène Némirovsky. Un estudio sobre la literatura europea de cualidad exhaustiva y un libro que se refiere a otra cualidad presente en el Holocausto, como fue el ejemplo de estas escritoras desaparecidas en la fábrica de exterminio de Auschwitz, tiene que llevar, no por fuerza pero si por cierta lógica, a una profundización de la suerte del desarraigo de buena parte de la intelectualidad europea en el siglo pasado con su rastro de sangre, racismo, crueldad y programada voluntad de la desaparición del “Otro” hasta borrar toda huella de su pasado, al modo que se recoge en las crónicas bíblicas o en el ejemplo del Cartago devastado por Roma.

Mercedes Monmany. Foto de Eduardo Pérez
Mercedes Monmany ha confesado siempre su admiración como crítica por la obra de Gustave Lanson, autor de una celebrada Historia de la literatura francesa y creador de la “sociología literaria”, un ampliado modo del método más restringido de Sainte Beuve, contra el que se rebeló Marcel Proust en un lúcido ensayo sobre la génesis de la obra literaria donde viene a decir que la obra de arte o se explica en modo alguno por los avatares biográficos de su autor, lo que en cierta manera es verdad si nos atenemos a la entidad única de la obra de arte pero no al entorno donde ésta se produce y que, en este caso, nos llevaría más allá de una sociología de la literatura hasta los campos de la historia cultural, una mirada dotada con una multiplicidad de miras que se está convirtiendo en el sustituto idóneo de la sociología de la literatura que tuvo en el positivismo y en el marxismo sus escuelas más destacadas y fecundas.
Sin tiempo para el adiós es un libro de historia cultural fecundo, amplio y con vocación exhaustiva. Impresiona así, la cantidad de autores presentados, autores de toda laya y condición, que se mueven en un abanico de amplio espectro, desde Klaus Mann, cuyo ejemplo abre el volumen a su padre, el egregio Thomas, pasando por un ramillete de nombres que mueven a emoción e inquietud por lo que han significado en la cultura del siglo: Alfred Döblin, Hanna Arendt, Franz Werfel, Joseph Roth, Maria Zambrano, Altolaguirre, Cernuda… y una larga, larga, larga lista que mueve a espanto.
Conocedora a fondo de la literatura centroeuropea hasta llegar a tradiciones poco conocidas entre nosotros, como la croata o la checa, Mercedes Monmany parece haber dividido el libro en dos partes, una dedicada a los casos más sonados entre los emigrantes de ese paisaje mítico de la Mitteleuropa y otro, correspondiente al apartado de las migraciones, donde introduce exilios de diversa índole y procedencia, desde los casos de Nabokov y James Joyce a Carlo Levi, Cesare Pavese, Yorgos Seferis, Natalia Ginzburg, Henry Roth o Velibor Çoliç. El resultado es un exhaustivo panorama de nuestra literatura en el exilio muy bien escogida, estudiada y expuesta. En particular, y esto ya es cuestión de afinidades, me han interesado con fruición los estudios sobre los casos de Robert Musil, recuerdo aún cuando fui a visitar la tumba de Borges en el Cementerio de los Reyes en Ginebra y me sorprendí a mí mismo visitando en realidad la de Musil que está a pocos metros de la del escritor de El Aleph, el de Ernst Töller, la de Hermann Broch, la de Kurt Tucholsky, sin olvidar el magnífico capítulo dedicado a la memoria y la labor de Varian Fry que salvó tantas vidas desde Marsella, desde André Breton a Levi Strauss, de Golo Mann y Heinrich, su dilecto tío, a Walter Benjamin y Franz Werfel. Luego, en el apartado de las migraciones, la de los casi desconocidos para nosotros, escritores croatas Cernianski y Velikiç, el bosnio Colic, y, desde luego, Witold Gombrowicz, Czeslaw Milosz, Norman Manea, Sandor Marai, Nina Berberova, Vladimir Nabokov, Iván Bunin, Joseph Brodsky y los nuestros… María Zambrano, Antonio Machado, Chaves Nogales, Max Aub… y los otros exilios, la de la emigración, Frank McCourt, Henry Roth, Singer… en suma, un libro imprescindible para aquel que quiera hacerse una idea amplia y precisa de la imbricación entre literatura, destierro, exilio y emigración en el siglo pasado.
La patria del escritor es el lenguaje. La patria del hombre es el lenguaje. El libro de Mercedes Monmany finaliza así: “Como sucedía con cada emigrante, nuevo o más antiguo, un mundo deslumbrante y desconocido, a cada paso e instante, se tenía que traducir”.
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