¿Dónde buscar los referentes históricos para Juan Carlos de Borbón? A sus 83 años es una caricatura de sí mismo -típico caso de rise and fall, ascenso y caída-, pero a ese tipo de personajes nadie puede negarle sus indudables habilidades. Engañó primero a su padre y luego a Franco, para más tarde encontrarse con que en 1978 la Constitución proclamase su inviolabilidad sin restricciones. Y encima consiguió tejer en torno a sus andanzas (hasta bien entrada la madurez, con una sexualidad de veinteañero y la codicia de un personaje de Balzac) un verdadero pacto de silencio, todo ello además con apariencia de bobalicón y fama de campechano, el calificativo elogioso que tanto se le dispensó. El tinglado se le vino abajo en 2012 y tuvo que salir por la puerta de atrás en 2014, pero todavía en agosto de 2020, con ocasión de su espantá, y con la cantinela de la transición y su carácter supuestamente modélico, recabó un conjunto de firmas de adhesión entre las que estaban las de personas no sólo respetables sino además bien informadas. Más difícil todavía: en febrero de este 2021 ha conseguido levantar más de 4 millones de Euros (con forma de préstamo, aunque por supuesto sin la menor expectativa de devolución) para arreglar unos asuntillos fiscales. Ha sido (a costa de la imagen de España y desde luego del prestigio de la institución monárquica, eso sí) un verdadero fenómeno. Y lo que dure.

Tan es así que quizá haya que acudir a la literatura de ficción para encontrar algo que pueda servir de parangón. Albert Boadella, que de teatro sabe más de nadie, habla de los personajes de Shakespeare. Y, con preferencia a los Don Juan de Tirso de Molina o de José Zorrilla, del Don Giovanni de Mozart. Otros han añadido, por ser la típica persona que quiere ajustar cuentas con las desgracias de la juventud (en su caso no hubo cárcel en el islote de If, pero sí privaciones en Estoril), con el Conde de Montecristo. Y sin olvidar al protagonista de la novela del citado Balzac sobre ese artificio milagroso y en apariencia inagotable como era la piel de zapa. Nos hemos quedado sin ver la gran película que habría hecho Berlanga. Una verdadera pena para el cine español.

Pero todo ello son, se insiste, ficciones. En la vida real, puestos a buscar con lupa y hasta la extenuación, quizá lo más parecido fuese, en la Baviera independiente del siglo XIX, Luis I. A no confundir con su mediático nieto, Luis II, el de los castillos y las películas, que reinó entre 1864 y 1886, aunque en la última etapa ya integrado en el Reich. Ese Luis II fue el amigo de Wagner, para entendernos.

 

Luis I de Baviera

 

En el primero de ellos, en Luis I, el Ludwig por excelencia, pone el foco Sosa (con Wagner precisamente de segundo apellido, lo cual delata su ascendencia germánica por parte de madre) en este libro. Fue Rey hasta 1848 y le dio tiempo a diseñar y construir la espectacular Munich que todos conocemos y disfrutamos: la de la calle, por ejemplo, que porta su nombre y conduce de Odeonsplatz hasta el arco, de apariencia romana, que está junto a la Universidad. La Munich también de la Königsplatz, la plaza del rey, y el edificio de los Propileos, levantado en memoria de la Grecia clásica. En el bien entendido de que si tuvo que dejar el trono en ese 1848 (el momento de lo que Galdós llamó “las tormentas”), luego vivió otros veinte años, hasta terminar muriendo en la dulce Niza, en el mediterráneo.

Pero ese biotipo masculino no se entiende sin la mujer o mujeres que estuvieron a su alrededor. Mujeres fatales, se entiende, al modo -una vez más, ficticio- de una Madame Bovary, una Carmen de Merimée (o de Bizet) o uno cualquiera de los personajes encarnados por María Félix, la doña. Personas de gran belleza y de una relación muy intensa con la sexualidad, aunque siempre quepa la duda de si se entregaron a ella o por el contrario la supieron controlar para utilizarla justo en el sentido y con la persona -rica y poderosa, a ser posible testas coronadas- que encartaba. La avidez económica -el derroche- y la valentía para ponerse el mundo por montera completaban el cuadro.

La realidad muestra siempre mayor riqueza que la más fabulosa de las ficciones. Entre los cocottes, demi-mondaines, cortesanas o como se les quiera llamar (aun sabiendo que las palabras francesas siempre resultan más expresivas) están personas tan de carne y hueso como nuestra paisana Carolina Otero (1868-1965), que, según cuenta la leyenda, se llevó por delante nada menos que al Kaiser Guillermo II: una mujer a quien uno de sus amantes le gimió diciendo aquello tan memorable de arruíname, pero no me abandones. O Cléo de Mérode (1875-1966), que tenía tan embelesado al rey Leopoldo de Bélgica -sí, el del Congo- que al buen hombre le ninguneaban llamándole Cleopold. O, en fin, Liane de Pougy (1869-1950), que, harta de tanto trajín -había llegado a ser nada menos que bailarina del Folies Bergére-, en la ancianidad tomó los hábitos de la orden Terciaria de las Dominicas y falleció con el nombre religioso de Ana María de la Penitencia. Mujeres, desde luego, nada convencionales. No se las imagina uno de funcionarias en los anodinos despachos de una Diputación Provincial o en la cocina de su casa preparando una ensalada para cuando llegue de trabajar el marido. Ellas necesitaban emociones fuertes y las supieron encontrar.

 

Francisco Sosa Wagner

 

Así las cosas, la precursora de todas ellas fue Lola Montes (1821-1861), que vino a cruzarse -aun siendo mucho más joven- con el tal Luis I de Baviera en el Munich de los años cuarenta del siglo XIX y que acaba siendo la verdadera protagonista del libro de Sosa, hasta el extremo de reducir al monarca -un hombre culto y, entre otras cosas, un escritor notable- a la categoría de guiñapo. Por eso, las comparaciones con nuestro Juan Carlos hay que tomarlas con un grano de sal. Y puntualizando todavía una cosa: puestos a buscar en el libro de Sosa un protagonista masculino a la altura de Lola Montes, ese sería el dinero. En todas sus formas y colores.

De la historia, aunque no se repita de manera clónica, siempre se aprende y de un libro como éste -escrito muy bien, dicho sea de paso- más aún. El autor se consolida como un gran psicólogo de la condición femenina, al modo de un Stendhal, un Flaubert o un Maupassant, por poner tres ejemplos excelsos y, dicho sea con sincero aplauso, que no resultan forzados.

En su primera de las dos acepciones, la mención de ser una novela real -la otra tiene que ver, por supuesto, con la realeza- hace referencia a lo que se conoce como novela histórica, pero siempre teniendo en cuenta el hecho cierto de que el autor ha visitado los archivos de Munich y se los ha estudiado bien. Si acaso ha mentido, lo ha hecho con propiedad. Y se agradece. Pero no sólo está eso. Como bien indicó Saint-Beuve, las novelas históricas no pueden nutrirse de mera erudición, porque requieren del autor una profunda cercanía con el tema y con las personas, al modo de un Walter Scott. Y es justo el caso.

 

 

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