Tres octogenarios caminan las calles de un barrio de Londres hacia el fotógrafo que, deslumbrado por la naturalidad y el oficio de los modelos, obtiene al primer click el paso elegante, la postura de gracia y la iconografía poderosa sin siquiera pedirla. Son Rolling Stones y aun nadie ha visto sus escombros ni sus desperdicios. Los tres regalan el cliché de los posters de rock and roll enfundados en cuero negro y con la mueca metafísica de la decadencia, y hasta se permiten lentes oscuros por las mismas razones que cualquier hombre de a pie en esta vida y ya no para esconder los rastros de alguna borrachera juvenil. Son tres Stones, pero, como nunca antes, puede que sólo sean tres hombres y nada más.

Son tres hombres caminando pero son cuatro. Basta con poner atención a la ilusión que genera el hueco entre Mick y Keith, hueco pero no vacío, un espacio adrede para imaginar al fallecido baterista Charlie Watts. La amputación del cuarto miembro fue mortal y aun así ha sido invitado a una fiesta y jamás a un entierro. Porque hubo un recuerdo invisible atrapado al vuelo que se puede volver imagen si el observador quiere ser cómplice del fotógrafo, y hasta que las nuevas canciones desciendan a las radios, cada día irá trayendo ciertos lejanos tamborileos al cercano pecho para que no se retrase la música, así el recuerdo silencioso también se volverá atronador.     

Para octubre se anunció un último álbum de los Stones con grabaciones de Watts, que de ninguna manera tendrá la paz de los sepulcros; tratándose de los Stones, envejecidos y aun muertos, se espera su misma determinación beligerante, acaso una manifestación rotunda y violenta contra el sinsentido de morirse. Serán doce sucesivos rocanroles, pero bien podría tratarse de fanfarrias o himnos épicos. Que Watts, reposado en decúbito supino bajo una cruz en Devon, se abalance sobre los redoblantes, sin las inconveniencias y las torpezas cadavéricas para golpear como con martillo una masa de rocas duras, es una página más en el “manifiesto Stone”: cerrar las puertas del cementerio, tomar un taxi y regresar al estudio de grabación.  

Pero es sabido que los vivos atienden sus diligencias. Luego de un baño y desayuno, los Rolling Stones atendieron los teléfonos y acordaron una sesión de fotos en Hackney, a 40 minutos de Londres, en una mañana que se veía soleada por los ventanales del Hotel Claridge’s. Una troupe de vestuaristas sugirieron camperas, camisas, lentes. Alguien dijo, sin que nadie le preguntara, que fueran ellos mismos. Así, los tres hombres empezaron a caminar, uno al lado del otro, uno detrás del otro, acelerando el paso o ralentizando, como esperándose, como alejándose, como siguiendo un ritmo interno, como si fueran cuatro.

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